10 Septiembre 2007
La muerte de Carla, la adolescente que quizás fue ultimada por sus amigas en el cerro San Javier así como la agresión hacia Jésica, acuchillada por su novio en Taco Ralo son formas extremas en que la violencia se hace acto.
La violencia actual, entendida como síntoma social, no entiende de clases sociales, de edades ni de géneros. Mujeres, hombres, adultos y niños se ven involucrados en escenas violentas extremas, en el límite de lo que no tiene palabra.
No se trata sólo de pasiones tales como los celos, la envidia, la competencia sino y, por sobre todo, de la falta de envoltura o de tramitación de esas pasiones. Es el afecto afectado por ausencia de lo simbólico de la palabra lo que disparó, en estas actuaciones, lo mortífero.
Cuando un acto brutal se manifiesta, sea en la forma de la impulsión arrebatada o de la premeditación mortificada, siempre encontramos, antes, un otro que no escuchó. Un padre que no estuvo ni contuvo, una madre que se agotó en su función, un maestro cansado que no quiso acompañar, un juez perezoso, un policía descreído, un trabajador social que no pudo mirar. Todos, entonces, negaron. Y luego negaron que negaron.
Sobre esta renegación social y familiar caen los cuerpos de Carla y Jésica para gritarnos que abramos ojos y oídos, que sus muertes no son fatalidades sino efectos de nuestras cegueras múltiples. Cegueras que pueden y deben ser prevenidas.
La violencia actual, entendida como síntoma social, no entiende de clases sociales, de edades ni de géneros. Mujeres, hombres, adultos y niños se ven involucrados en escenas violentas extremas, en el límite de lo que no tiene palabra.
No se trata sólo de pasiones tales como los celos, la envidia, la competencia sino y, por sobre todo, de la falta de envoltura o de tramitación de esas pasiones. Es el afecto afectado por ausencia de lo simbólico de la palabra lo que disparó, en estas actuaciones, lo mortífero.
Cuando un acto brutal se manifiesta, sea en la forma de la impulsión arrebatada o de la premeditación mortificada, siempre encontramos, antes, un otro que no escuchó. Un padre que no estuvo ni contuvo, una madre que se agotó en su función, un maestro cansado que no quiso acompañar, un juez perezoso, un policía descreído, un trabajador social que no pudo mirar. Todos, entonces, negaron. Y luego negaron que negaron.
Sobre esta renegación social y familiar caen los cuerpos de Carla y Jésica para gritarnos que abramos ojos y oídos, que sus muertes no son fatalidades sino efectos de nuestras cegueras múltiples. Cegueras que pueden y deben ser prevenidas.
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