13 Julio 2007
Las fiestas patrias, especialmente en las naciones jóvenes, tienen un valor esencial como nexo comunitario que supera las distinciones de clase, raza, religión y políticas. Entre nosotros hay memoria de ello, cuando durante esas jornadas, aun en circunstancias difíciles para el país, la gran foto nacional era la de los uniformes históricos, los guardapolvos escolares y los múltiples balcones embanderados.
Discursos y mensajes públicos expresaban sentimientos comunes y compartidos, donde el presente pasado de los próceres se asociaba con el futuro de las nuevas generaciones. Era, en suma, la sustancia del gran partido nacional, donde la gran mayoría, por no decir todos los argentinos, miraba al mundo con orgullo por una Nación que se abría y era meta ininterrumpida de inmigrantes. Desafortunadamente, ese estilo de revivir las jornadas históricas es hoy un periclitado valor entre quienes tienen el deber moral y político de convocar a la gran comunidad nacional para reunirse de tanto en tanto bajo los signos de identidad de la patria. Las últimas celebraciones del 25 de Mayo y del 9 de Julio han sido por el contrario verdaderos campos de Agramante, con el común denominador, en Mendoza como en San Miguel de Tucumán, de la confrontación política que invita a la polémica sucia, no por imprevisible circunstancia, sino deliberadamente exacerbada.
La pérdida de la conciencia histórica por buena parte de nuestras dirigencias públicas hace que los nombres de los próceres, cuando ocasionalmente asoman en sus mensajes, lleguen a la ciudadanía vacíos de sentimientos, pues se pretende con ello adornar sectarismos y expresiones oportunistas, antes que iluminar el discurso con valores comunes. Es posible así que el Presidente de la Nación, entre un coro bullicioso de funcionarios y tribunos cooptados, proclame candidaturas afines y su propio relevo familiar, con un marco dialéctico despectivo de quienes no las comparten ideológicamente o por su hegemónico estilo de nominación. Las fiestas patrias no pueden cumplir con esa suerte de cuarto intermedio, donde la ciudadanía interrumpe su trajín por el "infierno" con que el discurso oficial define a más de cuatro años de gestión. Por lo demás, esas celebraciones de la identidad nacional dejaron de tener la expresión tradicional de la relación directa con la comunidad, tomando distancia de ella físicamente por un desmedido temor o desconfianza en escenarios tradicionalmente compartidos. Testimonio de ello fue la fugaz visita a la Casa de Tucumán y su reticente trámite.
La confianza en la ciudadanía no se abriga únicamente con encuestas de opinión, como demuestra la baja temperatura que esos temores evidencian en los poderes públicos. Temores que se realimentan cuando se olvida la naturaleza del sistema democrático pluralista, de gobierno para todos y no exclusivo de quienes por convicción o clientelismo aceptan la verdad oficial.
Las fiestas patrias han perdido por todo ello su naturaleza de jornadas para el reencuentro profundo que, en nuestro caso, son las de una comunidad libre, cuya condición debe ser el respeto de las instituciones bajo ese gran proyecto de la Constitución histórica. Es imprescindible que quienes tienen bajo sus decisiones el gobierno de los argentinos, reflexionen sobre sus responsabilidades como gestores de todos y no de parcialidades enfrentadas en la lucha por el poder. No hacerlo así implica seguir provocando un grave daño a la identidad nacional que, tarde o temprano, tendrá un alto costo para la comunidad.
Discursos y mensajes públicos expresaban sentimientos comunes y compartidos, donde el presente pasado de los próceres se asociaba con el futuro de las nuevas generaciones. Era, en suma, la sustancia del gran partido nacional, donde la gran mayoría, por no decir todos los argentinos, miraba al mundo con orgullo por una Nación que se abría y era meta ininterrumpida de inmigrantes. Desafortunadamente, ese estilo de revivir las jornadas históricas es hoy un periclitado valor entre quienes tienen el deber moral y político de convocar a la gran comunidad nacional para reunirse de tanto en tanto bajo los signos de identidad de la patria. Las últimas celebraciones del 25 de Mayo y del 9 de Julio han sido por el contrario verdaderos campos de Agramante, con el común denominador, en Mendoza como en San Miguel de Tucumán, de la confrontación política que invita a la polémica sucia, no por imprevisible circunstancia, sino deliberadamente exacerbada.
La pérdida de la conciencia histórica por buena parte de nuestras dirigencias públicas hace que los nombres de los próceres, cuando ocasionalmente asoman en sus mensajes, lleguen a la ciudadanía vacíos de sentimientos, pues se pretende con ello adornar sectarismos y expresiones oportunistas, antes que iluminar el discurso con valores comunes. Es posible así que el Presidente de la Nación, entre un coro bullicioso de funcionarios y tribunos cooptados, proclame candidaturas afines y su propio relevo familiar, con un marco dialéctico despectivo de quienes no las comparten ideológicamente o por su hegemónico estilo de nominación. Las fiestas patrias no pueden cumplir con esa suerte de cuarto intermedio, donde la ciudadanía interrumpe su trajín por el "infierno" con que el discurso oficial define a más de cuatro años de gestión. Por lo demás, esas celebraciones de la identidad nacional dejaron de tener la expresión tradicional de la relación directa con la comunidad, tomando distancia de ella físicamente por un desmedido temor o desconfianza en escenarios tradicionalmente compartidos. Testimonio de ello fue la fugaz visita a la Casa de Tucumán y su reticente trámite.
La confianza en la ciudadanía no se abriga únicamente con encuestas de opinión, como demuestra la baja temperatura que esos temores evidencian en los poderes públicos. Temores que se realimentan cuando se olvida la naturaleza del sistema democrático pluralista, de gobierno para todos y no exclusivo de quienes por convicción o clientelismo aceptan la verdad oficial.
Las fiestas patrias han perdido por todo ello su naturaleza de jornadas para el reencuentro profundo que, en nuestro caso, son las de una comunidad libre, cuya condición debe ser el respeto de las instituciones bajo ese gran proyecto de la Constitución histórica. Es imprescindible que quienes tienen bajo sus decisiones el gobierno de los argentinos, reflexionen sobre sus responsabilidades como gestores de todos y no de parcialidades enfrentadas en la lucha por el poder. No hacerlo así implica seguir provocando un grave daño a la identidad nacional que, tarde o temprano, tendrá un alto costo para la comunidad.
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