09 Julio 2007
El 9 de Julio de 1816 representa para los argentinos, en general, y para los tucumanos, en especial, un momento particularmente entrañable de la historia argentina. No sólo por el significado concreto, formal y político de la ruptura definitiva e irreversible de vínculos con la corona de España, sino –principalmente- por las más que complicadas circunstancias que se vivían al momento de la solemne y aclamada Declaración de la Independencia.
Las Provincias Unidas del Río de la Plata se encontraban al borde de la catástrofe. Los conflictos políticos se venían sumando y complicando, sin solución de continuidad. El escenario internacional había sufrido un drástico vuelco, como consecuencia de la derrota final de Napoleón en Europa.
Los amargos enfrentamientos entre los porteños y Artigas, habían derivado en una situación de virtual anarquía. La intolerancia recíproca entre el caudillo oriental y el director supremo Alvear desembocó en el inicio de la larga guerra civil argentina, en la que unitarios y federales se enfrentaron durante décadas sin ley, tregua ni cuartel. El alzamiento del ejército en Fontezuelas, conducido por Alvarez Thomas contra Alvear, provocó la caída de este y la consecuente agonía del régimen directorial. En tanto, el gobierno nacional se desintegraba e iban perfilándose las históricas provincias.
La toma de Montevideo por las tropas revolucionarias al mando de Alvear, luego de un largo sitio, se frustró cuando, dos años después, los portugueses, aprovechando las luchas fraticidas entre unitarios y federales, ocuparon la Banda Oriental. De hecho, a partir de entonces la secesión de la Banda se convirtió en definitiva. Nunca más los orientales se reintegraron al conjunto de las Provincias Unidas.
La situación en la frontera norte era desesperada. Las noticias del exterior no podían ser peores . La Santa Alianza, integrada por los monarcas que habían liquidado el imperio napoleónico, había decidido apoyar al restaurado Fernando VII a recuperar sus posesiones americanas. Como se advierte, la situación a mediados de 1816 era exactamente inversa a la que había servido de marco a la Revolución de Mayo: los Borbones habían regresado a sus tronos en Madrid y en París. Y volvían llenos de odio y ansias de venganza. No habían olvidado ni aprendido nada.
Las irreconciliables diferencias entre Buenos Aires y Artigas pusieron el Congreso al borde del abismo. Fue en ese catastrófico escenario que un puñado de diputados procedentes de ciudades principales de viejo Virreinato del Río de la Plata, que ni siquiera tenían dinero para viajar a Tucumán, tomaron la trascendente decisión de romper con los poderes dominantes de la época. Lo más notable es que luego los diputados comenzaron a dudar sobre lo que habían hecho. En todo caso, estas dudas resaltan el inmenso valor simbólico y práctico del 9 de Julio. A partir de entonces, la causa nacional no tuvo retorno.
Las Provincias Unidas del Río de la Plata se encontraban al borde de la catástrofe. Los conflictos políticos se venían sumando y complicando, sin solución de continuidad. El escenario internacional había sufrido un drástico vuelco, como consecuencia de la derrota final de Napoleón en Europa.
Los amargos enfrentamientos entre los porteños y Artigas, habían derivado en una situación de virtual anarquía. La intolerancia recíproca entre el caudillo oriental y el director supremo Alvear desembocó en el inicio de la larga guerra civil argentina, en la que unitarios y federales se enfrentaron durante décadas sin ley, tregua ni cuartel. El alzamiento del ejército en Fontezuelas, conducido por Alvarez Thomas contra Alvear, provocó la caída de este y la consecuente agonía del régimen directorial. En tanto, el gobierno nacional se desintegraba e iban perfilándose las históricas provincias.
La toma de Montevideo por las tropas revolucionarias al mando de Alvear, luego de un largo sitio, se frustró cuando, dos años después, los portugueses, aprovechando las luchas fraticidas entre unitarios y federales, ocuparon la Banda Oriental. De hecho, a partir de entonces la secesión de la Banda se convirtió en definitiva. Nunca más los orientales se reintegraron al conjunto de las Provincias Unidas.
La situación en la frontera norte era desesperada. Las noticias del exterior no podían ser peores . La Santa Alianza, integrada por los monarcas que habían liquidado el imperio napoleónico, había decidido apoyar al restaurado Fernando VII a recuperar sus posesiones americanas. Como se advierte, la situación a mediados de 1816 era exactamente inversa a la que había servido de marco a la Revolución de Mayo: los Borbones habían regresado a sus tronos en Madrid y en París. Y volvían llenos de odio y ansias de venganza. No habían olvidado ni aprendido nada.
Las irreconciliables diferencias entre Buenos Aires y Artigas pusieron el Congreso al borde del abismo. Fue en ese catastrófico escenario que un puñado de diputados procedentes de ciudades principales de viejo Virreinato del Río de la Plata, que ni siquiera tenían dinero para viajar a Tucumán, tomaron la trascendente decisión de romper con los poderes dominantes de la época. Lo más notable es que luego los diputados comenzaron a dudar sobre lo que habían hecho. En todo caso, estas dudas resaltan el inmenso valor simbólico y práctico del 9 de Julio. A partir de entonces, la causa nacional no tuvo retorno.
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