13 Junio 2007
RECUERDOS. Cervera guarda libros, medallas y un avión en miniatura. ARCHIVO LA GACETA
En la ciudad de Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires, LA GACETA entrevistó en su casa a Luis Alberto Cervera, capitán (r), quien relató su bautismo de fuego ante la flota inglesa.
Recordó que luego de estar casi tres semanas en la base de Río Gallegos la ansiedad crecía y casi no dormían. Hasta que el 24 de mayo de 1982, mientras compartían unos mates con sus compañeros en la sala de pilotos, llegó la ansiada y temida orden: atacar objetivos navales en la Bahía de San Carlos.
Era una prueba de fuego para los pilotos de loa A4-B Skyhawk porque jamás habían atacado un buque, debido a que fueron entrenados contra objetivos terrestres. Cervera tenía en ese momento 28 años y el grado de teniente y jefe de sección.
Antes de subir al avión se puso el equipo de supervivencia, aunque en su cabeza no cabía la posibilidad de eyectarse. “Antes prefería explotar en el aire”, aseguró.
Luego se despidió de su hermano, el primer teniente Blas Ignacio Cervera, quien cumplió tareas en el radar móvil instalado en la zona. “En realidad, yo no sé dónde se sufre más, si arriba de un avión, atacando la flota, o esperando el regreso de un hermano con la impotencia propia del que está sentado frente a una pantalla de radar”, admitió.
La escuadrilla despegó a las 9.10, desde Río Gallegos, en busca del avión Hércules para reabastecerse en el aire.
Durante ese tiempo pensó en sus padres y en sus hermanos y en su Tucumán querido. Cuando llegó al Hércules, cargó combustible, conectó el panel de armamento y bajó para seguir el trayecto a ras del agua.
El jefe de la escuadrilla “Chispa”, el primer teniente Oscar Berrier, descargó una única bomba de 500 kilos y debió regresar a la base.
Cervera, inesperadamente, tuvo que asumir como jefe de escuadrilla y se ubicó detrás del grupo “Nene”, comandando por el mayor Manuel Mariel.
Sorpresa en la bahía
Cuando llegaron al archipiélago -recordó- todos iban en silencio hasta que Mariel, luego de subir una empinada lomada, dijo: “¡ahí están!” y luego se perdió. “Cuando alcancé la cima de la loma vi entre 12 y 15 buques y pensé: Dios, de aquí no sale nadie”, confesó con el mismo asombro del aquel día.
“El Tucu” precisó que en ese momento perdió de vista a sus compañeros; aceleró y se lanzó, rasante sobre el agua, como un halcón, mientras los ingleses respondieron disparando con misiles y cañones antiaéreos.
Señaló que entre tantas embarcaciones decidió apuntarle al “grandote”. Su objetivo habría sido el Sir Lancelot o el Sir Tristam, dos naves de desembarco.
“Boom, boom, boom, era lo único que escuchaba”, recordó Cervera. Le dispararon sin cesar, pero no lograron alcanzarlo porque venía rasante a la altura del casco.
“El Tucu” siguió su relato, mientras sus manos tomaron un palanca imaginaria e inclinó su cuerpo como si estuviera de nuevo viviendo esos segundos interminables.
“Yo sólo estaba ciego en mi objetivo y cada vez me pegaba más al agua, a 1.000 kilómetros por hora”, añadió.
En ese momento, otro avión se le cruzó al frente y casi chocan. “Cuando llegué al buque, vi que tenía aberturas y pensé que estaba roto. Hasta que estuve más cerca y me di cuenta que así era su diseño”, contó.
“Vi la cubierta encima mío y en ese momento tomé altura y disparé la bomba. Y le entré seguro”, afirmó, mientras con un paquete de cigarrillos y un encendedor representaba la riesgosa maniobra que había realizado para hacer blanco.
Se enteró después que la bomba no explotó, debido a que necesitó más tiempo para detonar, antes de hacer impacto.
Según la Fuerza Aérea Argentina, el artefacto perforó la nave y quedó en la sala de máquinas. El barco terminó varado y debió ser evacuado y los ingleses perdieron el equipo embarcado.
Cervera, luego de revivir un momento decisivo en su vida y en la vida del país, sacó otro cigarrillo y le dio una profunda pitada.
Después invitó al periodista a compartir la cena junto a su familia, que se extendió hasta la medianoche, y en esa mesa Tucumán fue el tema excluyente.
Recordó que luego de estar casi tres semanas en la base de Río Gallegos la ansiedad crecía y casi no dormían. Hasta que el 24 de mayo de 1982, mientras compartían unos mates con sus compañeros en la sala de pilotos, llegó la ansiada y temida orden: atacar objetivos navales en la Bahía de San Carlos.
Era una prueba de fuego para los pilotos de loa A4-B Skyhawk porque jamás habían atacado un buque, debido a que fueron entrenados contra objetivos terrestres. Cervera tenía en ese momento 28 años y el grado de teniente y jefe de sección.
Antes de subir al avión se puso el equipo de supervivencia, aunque en su cabeza no cabía la posibilidad de eyectarse. “Antes prefería explotar en el aire”, aseguró.
Luego se despidió de su hermano, el primer teniente Blas Ignacio Cervera, quien cumplió tareas en el radar móvil instalado en la zona. “En realidad, yo no sé dónde se sufre más, si arriba de un avión, atacando la flota, o esperando el regreso de un hermano con la impotencia propia del que está sentado frente a una pantalla de radar”, admitió.
La escuadrilla despegó a las 9.10, desde Río Gallegos, en busca del avión Hércules para reabastecerse en el aire.
Durante ese tiempo pensó en sus padres y en sus hermanos y en su Tucumán querido. Cuando llegó al Hércules, cargó combustible, conectó el panel de armamento y bajó para seguir el trayecto a ras del agua.
El jefe de la escuadrilla “Chispa”, el primer teniente Oscar Berrier, descargó una única bomba de 500 kilos y debió regresar a la base.
Cervera, inesperadamente, tuvo que asumir como jefe de escuadrilla y se ubicó detrás del grupo “Nene”, comandando por el mayor Manuel Mariel.
Sorpresa en la bahía
Cuando llegaron al archipiélago -recordó- todos iban en silencio hasta que Mariel, luego de subir una empinada lomada, dijo: “¡ahí están!” y luego se perdió. “Cuando alcancé la cima de la loma vi entre 12 y 15 buques y pensé: Dios, de aquí no sale nadie”, confesó con el mismo asombro del aquel día.
“El Tucu” precisó que en ese momento perdió de vista a sus compañeros; aceleró y se lanzó, rasante sobre el agua, como un halcón, mientras los ingleses respondieron disparando con misiles y cañones antiaéreos.
Señaló que entre tantas embarcaciones decidió apuntarle al “grandote”. Su objetivo habría sido el Sir Lancelot o el Sir Tristam, dos naves de desembarco.
“Boom, boom, boom, era lo único que escuchaba”, recordó Cervera. Le dispararon sin cesar, pero no lograron alcanzarlo porque venía rasante a la altura del casco.
“El Tucu” siguió su relato, mientras sus manos tomaron un palanca imaginaria e inclinó su cuerpo como si estuviera de nuevo viviendo esos segundos interminables.
“Yo sólo estaba ciego en mi objetivo y cada vez me pegaba más al agua, a 1.000 kilómetros por hora”, añadió.
En ese momento, otro avión se le cruzó al frente y casi chocan. “Cuando llegué al buque, vi que tenía aberturas y pensé que estaba roto. Hasta que estuve más cerca y me di cuenta que así era su diseño”, contó.
“Vi la cubierta encima mío y en ese momento tomé altura y disparé la bomba. Y le entré seguro”, afirmó, mientras con un paquete de cigarrillos y un encendedor representaba la riesgosa maniobra que había realizado para hacer blanco.
Se enteró después que la bomba no explotó, debido a que necesitó más tiempo para detonar, antes de hacer impacto.
Según la Fuerza Aérea Argentina, el artefacto perforó la nave y quedó en la sala de máquinas. El barco terminó varado y debió ser evacuado y los ingleses perdieron el equipo embarcado.
Cervera, luego de revivir un momento decisivo en su vida y en la vida del país, sacó otro cigarrillo y le dio una profunda pitada.
Después invitó al periodista a compartir la cena junto a su familia, que se extendió hasta la medianoche, y en esa mesa Tucumán fue el tema excluyente.