Un historiador de un mundo en crisis

Un historiador de un mundo en crisis

Por Roberto Cortés Conde, para LA GACETA - Buenos Aires. El mercado es el primer ámbito en el que se independiza el trabajo, y deja mayores márgenes de libertad. El dinero lo posibilita. La ciudad inicial fue una ciudad ideológica, fundada en medio de la nada. Fue un centro de poder y también de elaboración de ideas.

CONQUISTA. La colonización española, decía Romero, se basó en fundar redes de ciudades como centros de imposición del poder metropolitano. CONQUISTA. La colonización española, decía Romero, se basó en fundar redes de ciudades como centros de imposición del poder metropolitano.
10 Junio 2007
Para comprender a Romero hay que referirse al marco histórico que le tocó vivir, que incidió en una preocupación común a todos sus trabajos.
Romero fue -por sobre todo- un historiador de sociedades en proceso de cambio. En sus estudios de las sociedades antiguas y medievales, como en los referidos a la vida urbana en América latina o a la política Argentina, el cambio fue el tema vinculante en la descripción y en el análisis de procesos históricos de períodos y lugares distintos. Las crisis del Imperio Romano, desde el siglo III hasta las invasiones germánicas, y más tarde las de la Europa cristiana retraída con las invasiones musulmanas, nórdicas y magiares; el surgimiento de la burguesía en el mundo urbano; la transformación de las ciudades latinoamericanas; las etapas en que divide a la Argentina son escenarios que le sirvieron para explicar con peculiar lucidez las crisis y los procesos de cambio.
Sucede que Romero fue un hombre de entreguerras. Nacido en 1909, había cumplido diez años cuando terminaba la Grand guerre y, con ella, un mundo, al tiempo que nacía otro. Tenía algo más de veinte cuando estalló la crisis de 1930 y estaba en plena madurez intelectual en los comienzos de la trágica Segunda Guerra.
Fue testigo de un mundo de entreguerras, que conoció reiteradas crisis y enormes cambios; de uno que concluía y de otro que nacía, y que, como decía Paul Valery al fin de la primera guerra, había tomado conciencia de que nosotros y las civilizaciones somos mortales.
Con la Primera Guerra había terminado la época de la ingenua (o quizá soberbia) convicción de que los valores europeos basados en los progresos del conocimiento científico y de las innovaciones tecnológicas serían extendidos al resto de los continentes y harían posible un mundo mejor y en paz. La cruenta guerra de 1914-18; sus millones de muertos; las movilizaciones masivas de poblaciones campesinas aisladas y el disloque financiero que generó cambiaron el mundo, que ya nunca sería el mismo. Quedaban la Revolución Bolchevique rusa con su ambicioso intento de vigencia universal, las enormes hiperinflaciones y las tensiones políticas y sociales europeas para recordarlo.
Los años veinte y treinta vieron el fascismo, la crisis de 1930 y el nazismo. Aunque en el resto del mundo occidental las respuestas al capitalisimo en crisis fueron menos extremas, no sólo los que habían profetizado su desaparición coincidían en que el régimen capitalista, que parecía tan sólido, estaba fallando sin que los actores de los consensos y de los disensos recordados por Romero advirtieran, mientras sucedían, la profundidad de los cambios.
Pero en una Argentina todavía segura, pacífica y algo soberbia, la guerra y las crisis posteriores se vieron principalmente como un fenómeno europeo, a pesar de que llegaron al Plata las consecuencias de la tremenda depresión económica y algunos frustrados intentos de repetir aventuras totalitarias.
¿Qué haría un intelectual culto y preocupado, pero fundamentalmente un historiador por vocación y por entrenamiento, sino buscar en la historia, en otras épocas, explicaciones a los procesos de cambio para encontrar respuestas a sus propios interrogantes?
En la historia de la Europa medieval en crisis donde una civilización concluía debía encontrar las explicaciones a esos cambios .

La revolución burguesa...
Con la crisis del Imperio Romano comenzada en el siglo II y acentuada con las invasiones germánicas aparecieron nuevos actores y también nuevas relaciones sociales. La conquista impuso un nuevo régimen de propiedad basado en el poder. Los regímenes de la tribus germánicas, regidas por monarcas electivos y con poderes limitados, penetraron en el mundo romano, donde, con el cristianismo, se había difundido un nuevo sistema de creencias y valores.
El retroceso de Europa con las invasiones posteriores (musulmanas, nórdicas y orientales) produjo cambios -diría Pirenne - aún más serios: la caída del comercio, especialmente por el cierre del Mediterráneo; la decadencia de las ciudades y la casi total ausencia del dinero. Las monarquías no pudieron ejercer el poder en ámbitos extendidos y la aristocracia territorial armada, a su tiempo, disputó el poder a los reyes
En este mundo en peligro los campesinos más débiles necesitaron protección de los hombres de armas y a ellos se encomendaron en un régimen de servidumbre. A medida que se logró mayor orden, paz y progreso económico y demográfico comenzó la contraofensiva europea. Las nuevas tierras, las villas nuevas, las factorías de las ciudades italianas en Africa y en Asia Menor se extendieron a un Mediterráneo recuperado para Europa.
Por su parte, la monarquía volvió a disputarle el poder a la sociedad feudal y buscó legitimarlo en los antecedentes romanos y cristianos. A Romero no le preocupa sólo la política y la economía, sino el cambio de mentalidades. Al mundo romano del goce y de la riqueza sucedió uno feudal cristiano, que privilegió la austeridad y el heroísmo.
En el mundo rural, el hombre está aterrado, inmerso en la naturaleza, y la realidad se concibe como una visión imperfecta de un perfecto mundo irreal. No existe el conocimiento de la realidad; la visión de los signos de lo sobrenatural revela la realidad. Lo sobrenatural prevalece.
El mundo medieval en expansión lleva, sin embargo, los elementos de su propia crisis
La difusión cada vez más extendida del comercio y la práctica de los mercaderes dejan lugar a nuevas iniciativas, a una acción directa del hombre con la realidad y con otros. El intercambio, primero en ámbitos reducidos pero luego ampliado y más complejo, va generando nuevas percepciones; ideas sobre la situación social distintas de las que tenía el campesino dependiente del señor, y va creando nuevas mentalidades. Mientras que durante el régimen señorial las prestaciones eran absolutas, se entregaba el propio trabajo a cambio de protección y de tierras, y se quedaba obligado permanentemente y atado a la tierra, cuando aparece el mercado las obligaciones se especializan; se obtiene un instrumento, el dinero, que permite fraccionar los ingresos del trabajo; y estos se pueden cambiar por una diversidad de bienes, que el hombre elige según sus preferencias. El mercado es el primer ámbito en el que se independiza el trabajo, y deja mayores márgenes de libertad; y es el dinero el instrumento que lo hace posible. Se terminan las relaciones de dependencia señorial. Ese mundo sólo se puede dar en el marco de la vida urbana, de las libertadas conseguidas para los ciudadanos, que dejan de ser siervos para ser hombres libres
La burguesía lleva en sí la disolución de ese mundo señorial construido sobre relaciones de dependencia y también de su sistema de creencias. De la idea de lo sobrenatural se pasó a la observación del mundo real y a la experimentación. La revolución burguesa abrió así el camino a la modernidad.

Ciudades latinoamericanas
Cuando analiza las ciudades latinoamericanas Romero continúa esas líneas de pensamiento. La conquista y la colonización del continente americano fue la continuación de la expansión europea hacia la periferia, consecuencia de las mismas necesidades de expansión que la habían llevado hacia al Este y al Mediterráneo.
Pero en el caso español, ese proyecto tuvo aspectos específicos resultado del hecho de que durante la conquista la ciudad fue la avanzada en las regiones conquistadas. La colonización española -decía Romero- se basó en la fundación de redes de ciudades como centros desde los que se impuso el poder metropolitano.
La ciudad inicial fue la ciudad ideológica de sólo una traza, fundada en medio de la nada. Pero no sólo fueron centros de poder sino de elaboración de ideas, y se creó alrededor de ellas un sistema de producción y, sobre todo, de intermediación. Así, la ciudad ideológica devino la ciudad real, y las vías de comercio fueron generando redes de ciudades
En el mundo en que se establecieron estaban destinadas a ser ciudades burguesas y mercantiles, pero las fuerzas del proyecto originario las constreñían para que fueran marginadas del mundo mercantil. Así se constituyeron contra la corriente como ciudades hidalgas y lo fueron mientras pudieron, aunque siempre dispuestas a ceder a la tentación burguesa.
En la segunda mitad del siglo XVIII las ciudades se asomaron al mundo mercantilista, un escenario en el que se desenvolvió una economía más aburguesada y en el que cobraron vigor nuevas ideas: se identificó la libertad mercantil con el progreso. La sociedad había empezado a acriollarse; sus pobladores notaban que su destino no era volver a la metrópoli. La ciudad criolla nació bajó el signo de la Ilustración pero desató fuertes tensiones entre tradicionalistas y reformistas, reformistas y revolucionarios. El impacto mercantil -aunque no el único- fue el factor desencadenante de la crisis.
En el paso de las ciudades hidalgas, a las patricias y de estas a las burguesas, cuando las corrientes comerciales prevalecieron y dominaron los puertos, se produjeron transformaciones que llevaron al surgimiento de una elite revolucionaria que dirigiría los movimientos independentistas. Los sectores tradicionales rurales, que entraron en la vida política en ocasión de las guerras, resistieron el cambio, y los países hispanoamericanos vivieron en el siglo XIX una larga confrontación entre la ciudad y el campo. La independencia produjo un resurgimiento rural.
El fin del siglo XIX asistió a una renovada expansión europea, con la incorporación de capitales y gracias al aporte de la inmigración, lo que ofreció un marco para que prevaleciera una elite modernizante europeizada, vinculada al desarrollo externo.
La crisis de 1930 acentuó un proceso iniciado después de la Primera Guerra que implicó la caída de la demanda de productos primarios y que se tradujo en éxodo rural. La crisis y la depresión de 1930, con su caída dramática de precios, no hicieron más que agravarla. Población de la campaña emigró hacia las ciudades, pero allí también faltaba trabajo, y cundió la miseria. Esos migrantes se instalaron precariamente en la periferia de las ciudades, cuya cultura no estuvieron en condiciones de asimilar. La metrópoli se continuó en el rancherío y se formaron dos sociedades escindidas, yuxtapuestas. Este proceso transformó la fisonomía urbana y generó nuevas formas de vida y de mentalidad. Se construyeron sociedades anómicas en las que persistieron rasgos tradicionales, y se instauraron la vinculación directa de las masas con el caudillo y relaciones clientelísticas. Por estas migraciones internas hacia las ciudades y la formación de los asentamientos marginales, con valores y culturas rurales, fue la campaña, esta vez, la que modificó la cultura urbana.
Volviendo a mi caracterización de Romero, cabe una pregunta. ¿Cómo hubiera analizado Romero, un hombre que recibió la influencia del siglo XIX y que vivió los grandes cambios de una gran parte del siglo XX, lo que está pasando ahora, en el siglo XXI, treinta años después de su muerte?
Algunas claves se pueden rastrear en “Las ciudades...”, donde describe la sociedad de masas y el mundo anómico, proclive a la tentación populista, al mensaje nacionalista y a la reparación colectiva.
Creo que se hubiera sentido atraído por estos cambios; los hubiera estudiado, buscando entender sus tendencias, confusas, a veces contradictorias, para distinguir sus causas subyacentes e integrar un intento coherente de explicación. No me cabe duda de que no sólo lo hubiera hecho, sino de que también lo hubiera disfrutado. Se trató de un gran historiador. © LA GACETA