Objetividad y pasión de un pensador mayor

Objetividad y pasión de un pensador mayor

Por Víctor Massuh, para LA GACETA - Buenos Aires. "Si de pronto transita por un período caótico, sangriento y autoritario del pasado, el historiador no se tapa los ojos sino que intenta ver más hondo".

10 Junio 2007
1. Pensador penetrante, docente calificado, respetado hombre público y escritor notable, José Luis Romero solía definirse a sí mismo sólo como historiador. Y entiendo esta actividad como parte de una disciplina rigurosa, para no decir científica. Se cuidaba de no confundir esa vigilia erudita con la pasión militante, la narración literaria, la simpleza ideológica o la filosofía de la historia, tentada esta última por aclarar el sentido de la historia universal. Le importaba que el resultado de su oficio fuera objetivo, no nublado por el subjetivismo o el afán de construir ambiciosos esquemas interpretativos. Su ideal era el de un conocimiento cercano al de la ciencia, aun reconociendo los límites de esta por tratarse de la compleja peripecia humana.
2. José Luis Romero tuvo presentes estos recaudos, pero no siempre los cumplió al punto de llegar a excluir algunos términos de la oposición. Pasión, subjetividad, militancia, narración literaria, filosofía de la historia están incorporados al conjunto de su obra sin comprometer la objetividad que requieren la disciplina y el trabajo erudito. En esta combinatoria de gran estilo creo que reside la originalidad de quien hizo historia como los grandes de nuestro país y siendo, por añadidura, uno de sus pensadores mayores.
3. Muchos accedimos a sus libros y clases, atraídos por el modo de comprender la Argentina, aunque nos recordara, una y otra vez, su idoneidad como medievalista. Pero aquella preocupación marginal fue ganando terreno en el historiador y el hombre público. Y José Luis Romero no tardó en ser reconocido como el maestro que orienta y crea categorías innovadoras para una mejor comprensión del pasado argentino y también de su presente. Romero pensaba la historia y la vivía de tal modo que nos instalaba ante el audaz diseño de una objetividad de alto vuelo. Fascinaba el resultado: "hacer" la historia en su doble sentido, como conocimiento y protagonismo. Como distancia teórica e inmediatez comprometida.
4. Reconociendo la legitimidad de este doble comportamiento, Romero tenía a su favor una larga tradición del pensamiento argentino: su carácter de "pensamiento aplicado". En el hermoso libro La experiencia argentina, con ensayos recopilados por su hijo Luis Alberto, también destacado historiador, José Luis Romero escribe: "En la Argentina, el pensamiento, sin dejar de ser en algunas ocasiones pensamiento puro, ha sido predominantemente práctico, o si se quiere, pensamiento aplicado. Por eso es que puede hablarse de cierta militancia del pensamiento argentino" (Editorial Belgrano, Buenos Aires, 1980, p. 133).
No podía ser de otra manera. Romero había aprendido de Sarmiento, su constante paradigma, que al ejercicio de las ideas en la Argentina le resulta difícil no completarse con una praxis pedagógica, moral o política. De sus maestros, especialmente de su hermano Francisco, uno de los fundadores de la filosofía entre nosotros y de quien siempre se consideró un discípulo, José Luis Romero aprendió que sobre el intelectual latinoamericano pesa el imperativo de unir dos magisterios: el del saber y la virtud.
5. Lo notable en José Luis Romero es que no confundía los requerimientos profesionales que a veces se presentan como opuestos. Por ejemplo: los que corresponden al historiador de oficio que él asumía con pulcritud artesanal por un lado, y los requerimientos que pertenecen a la mirada díscola del humanista por otro. Quiero decir que fue un erudito severo, pero también un ensayista de pluma brillante. La calidad de su prosa hace pensar que su lugar también se halla en la buena literatura. El historiador tenía claro lo que corresponde a cada campo, pero lograba una integración enriquecedora que resultaba ser la base de un enfoque original, de una nueva metáfora historiográfica. Un ejemplo de esta síntesis lo hallamos en el modo en que armonizó la tarea del historiador con la del culturalista.
Para Romero, el historiador no puede pasarse sin una investigación ceñida a acontecimientos definidos temporalmente. No obstante, el horizonte histórico le resulta tan ilimitado como puede ser la vida humana en la tierra. En cambio, el estudioso de las culturas se ocupa de totalizaciones limitadas en el tiempo: organismos que nacen y mueren según un principio unificador interno, un "alma", una weltanschauung que otorga coherencia al conjunto. Según la visión culturalista, la historia quedaría fragmentada en una sucesión de unidades culturales autónomas. La opción de Romero es la del historiador. Pero aun en este terreno logra una síntesis de extremo interés, como veremos enseguida.
6. Ocurre que nuestro historiador, ceñido a lo empírico, publica en 1944, a los 35 años de edad, Bases para una morfología de los contactos de cultura (Institución cultural española, Buenos Aires, 85 págs.). Este libro excepcional aparece en un momento en que los estudios de Oswald Pengler y Arnold Toynbee nos habían familiarizado con la idea de que las culturas eran sistemas autónomos regidos por determinaciones endógenas y de contactos epidérmicos entre sí.
Romero viene a decirnos, en cambio, que estos contactos son sustanciales: de esa dinámica exógena de intercambios profundos depende la vida de una cultura. El estudioso argentino invierte el esquema spengleriano y adelanta una morfología de tales encuentros, basada en fenómenos de "descubrimiento", "imposición", "prestigio" e "interacción". Analiza tales fenómenos con un detallismo narrativo memorable, vigente aún hoy en la mayoría de sus rasgos.
7. Algo más: Romero integra esa morfología culturista dentro de la metodología del historiador, y eso permite una perspectiva más amplia del proceso histórico. En lugar de que las culturas aparezcan fragmentando la historia en identidades definidas, es la historia la que las incluye en virtud de la continuidad de un desarrollo humano más libre y abierto. No obstante, Romero asume aspectos de la visión culturalista para definir, por ejemplo, etapas decisivas en la vida de una sociedad. Pero sobriamente prefiere llamarlas así: etapas, eras, edades, legados, incluso ideologías. Con todo uno advierte el modo legítimo en que Romero saca partido de la seducción narrativa del culturalismo (narración a la que él mismo era proclive). Sin embargo, permanece vigilante ante esos atractivos, porque le importa preservar la idea de continuidad de una historia omnicomprensiva, abierta, que cambia, no se agota, no tiene un cierre ni una decadencia segura o está sometida a un cierto fatalismo naturalista. ¿No es esta la razón de fondo por la cual llama eras (colonial, criolla, aluvial) a los tres grandes períodos descriptos en su libro mayor Las ideas políticas en Argentina? ¿Y también el hecho de que en su libro La cultura occidental, dividida en tres edades su larga trayectoria?
Sencillamente: Romero es el historiador que no quiere ontologizar la cultura, pero sí aprovechar su mirada diestra en unificar lo diverso, trazar los contornos de un gran fresco. Se resiste a radicalizar estos contornos cuando implican cierre, diferencias excluyentes, "alma" cultural, identidades inalterables, acabamiento, determinismo endógeno, fatal decadencia. Para Romero, la historia es siempre algo más: tiene la continuidad creadora de la vida.
8. Al cabo de treinta años de su muerte, no podemos sino celebrar una existencia ejemplar y la calidad inmensa de su obra. Romero supo armonizar requerimientos legítimos que aparecían como opuestos. Es cierto que no confundía la objetividad del conocimiento con lo que atañe a una subjetividad apasionada. Asimismo, respetaba la distancia que separa el juicio histórico del compromiso ciudadano. Pero en todo momento hizo gala de una sensatez de alto vuelo sin sacrificar un término o su opuesto. Tuvo el insobornable sentido de la verdad histórica, pero también el de jugarse por una causa justa. Y si esto resultaba confuso, se apresuró a poner las cartas sobre la mesa, como lo hizo, de modo conmovedor, en el epílogo de la segunda edición de su Las ideas políticas en Argentina. Cito: "Hombre de partido el autor quiere sin embargo, expresar sus propias convicciones? Sólo la democracia socialista puede ofrecer una positiva solución? Pero el autor teme que esta afirmación incite a algunos a sospechar de su objetividad y repite que no le otorga otro valor que el de una opinión. Si la confía a este epílogo es para cumplir con lo que considera un deber de conciencia. El historiador tiene una deuda con la vida presente que sólo puede pagar con la moneda de su verdad, moneda en la que a veces funde un poco de su pasión. Pero la historia sólo apasiona a quien apasiona la vida?" (Ob. Cit., p. 259, 2a. edición).
9. Los argentinos hemos aprendido mucho de su verdad, pero también de su pasión. Amó profundamente a su país con sus luces y sus sombras. Si de pronto transita por un período caótico, sangriento y autoritario del pasado, el historiador no se tapa los ojos sino que intenta ver más hondo: el proceso que lo gesta, la historia "haciéndose" en lo oscuro, destructora y creadora.
Entonces, en el caos Romero percibe los signos del ordenamiento venidero; en el desgaste, la irrupción de lo nuevo. Y en la comparsa de los antihéroes prefigura a los héroes verdaderos. Eso le permitió ver en nuestra Colonia la preparación de la era criolla; en el caudillismo del siglo XIX una "democracia inorgánica" que va en camino de la Organización. En la mezcla de la inmigración "aluvial" distinguió el formidable experimento de una sociedad plural como pocas veces se dio en otras partes del mundo. Su pasión por la historia se convirtió en una refinada forma de conocimiento: a la evocación del presente histórico también acudían, simultáneos, el pasado y el futuro.
José Luis Romero fue un historiador excepcional porque cualquiera fuese el acontecimiento que examinara, veía al trasluz de la gestación de ese salto creador que da siempre la vida humana para continuar su aventura. Salto creador, rapto de luz naciente de un hecho que, al manifestarse, ilumina lo que abandona en el ayer, por un lado; y por otro, borronea las formas de lo nuevo que viene abriendo su camino.
Para José Luis Romero eso fue el oficio del historiador: el avance de una mirada total que cubra la amplitud del espectáculo. Le importaba la vida. Y eligió la historia para estar más cerca de ella, como testigo y como protagonista; más cerca de la incesante fundación de lo humano. Lo hizo de un modo tan ejemplar que aún hoy seguimos agradeciéndolo. © LA GACETA