29 Agosto 2004
El general Bartolomé Mitre estuvo a punto de perder la vida, una soleada mañana del 2 de junio de 1853, en Buenos Aires. Eran los días en que la ciudad estaba convulsionada. La habían sitiado las fuerzas confederadas del general Hilario Lagos, lo que daba lugar a constantes combates. Tales encuentros, dice el historiador y testigo Vicente Fidel López, "aunque algunos muy encarnizados, no resolvían nada", y "su único resultado era la correspondiente pérdida de vidas". A comienzos de mayo, la infantería porteña, incluídas las legiones extranjeras, "se desplegó a campo abierto para evitar un fulminante avance sobre la ciudad. La lucha fue denodada y cruenta y hubo muertos y heridos por ambos bandos, pero la situación continuó sin variantes", escribe Miguel Angel De Marco.
Las fuerzas de Buenos Aires, de rato en rato, intentaban briosamente romper el círculo de los sitiadores. Con ese propósito fue que, ese 2 de junio, salió el coronel Bartolomé Mitre, al frente de sus tropas.
Según López, llegaron sin inconvenientes hasta "el punto en que comienza la avenida Montes de Oca, en los llamados Potreros de Langdon". El ejército de Lagos estaba en sus posiciones en esa zona, y los recibió con un nutrido tiroteo. Mitre, entonces, pidió que le enviaran refuerzos de artillería. Y mientras tanto, con sus ayudantes, se arriesgó hasta el borde de la barranca para observar. Pensaba que tenía desde allí un buen panorama de los sitiadores, y que estaba fuera de alcance de sus tiros.
El coronel se equivocaba. De pronto, una bala le acertó en la frente, sobre la escarapela del quepí, "quedando -dice López- embotada entre el galón y el forro interior, que era muy resistente". Ese obstáculo, unido a la reducida fuerza que, a esa distancia, llevaba el proyectil, impidió que lo matara en ese instante. De todas maneras, le fracturó el frontal, y la sangre empezó a bañar el rostro y el uniforme de Mitre, quien se apeó del caballo. Cuando uno de los oficiales le dijo que tenía hundida la frente, pensó que la herida era mortal.
Rehusó sentarse: "quiero morir de pie, como un romano", dijo y se desvaneció. Los médicos que llegaron en el primer momento pensaron que vendarlo era lo mejor. Pero Mitre sangraba copiosamente y parecía arder de fiebre. Arribó entonces, al galope, el doctor Irineo Portela. Sin titubear, dictaminó: "Hay fractura del frontal y es gravísima. La masa cerebral está oprimida por el fragmento de hueso roto. Es preciso operar ya mismo; de lo contrario, morirá dentro de una hora". Portela era un médico de enorme prestigio, y en esos momentos estaba al frente del Consejo de Higiene de Buenos Aires, de modo que se acató su diagnóstico. Fue el doctor Hilario Almeyra, entonces Cirujano Mayor del Ejército, quien acometió la operación, por demás peligrosa dado el rudimentario instrumental con que se contaba. Narra De Marco que "practicó con precarios elementos la intervención, y días más tarde concluyó su labor extrayendo los fragmentos óseos. La herida cicatrizó, pero la débil capa de piel no evitó que se advirtiesen ?los latidos de la pía madre? según expresó el informe médico". Por eso es que Mitre, desde entonces, usó siempre un chambergo blando, incluso con el uniforme. Tal prenda se convirtió en su favorita, "aunque en algunas oportunidades la cambiara por una gorra de cuartel y, en las grandes ocasiones, por el clásico bicornio plumado".
Hasta el fin de su vida, una cicatriz profunda en la frente de Mitre -perceptible en muchas de sus fotografías- evocaba aquel serio trance. La marca se incorporó al rostro inconfundible del patricio: la cabellera larga y ondeada, la boca de labios finos y -dice Julio Piquet- "bajo el arco noble de las cejas oscuras, dos grandes ojos glaucos, enigmáticos, impenetrables, de un turbador misterio inexpresivo..."
Las fuerzas de Buenos Aires, de rato en rato, intentaban briosamente romper el círculo de los sitiadores. Con ese propósito fue que, ese 2 de junio, salió el coronel Bartolomé Mitre, al frente de sus tropas.
Según López, llegaron sin inconvenientes hasta "el punto en que comienza la avenida Montes de Oca, en los llamados Potreros de Langdon". El ejército de Lagos estaba en sus posiciones en esa zona, y los recibió con un nutrido tiroteo. Mitre, entonces, pidió que le enviaran refuerzos de artillería. Y mientras tanto, con sus ayudantes, se arriesgó hasta el borde de la barranca para observar. Pensaba que tenía desde allí un buen panorama de los sitiadores, y que estaba fuera de alcance de sus tiros.
El coronel se equivocaba. De pronto, una bala le acertó en la frente, sobre la escarapela del quepí, "quedando -dice López- embotada entre el galón y el forro interior, que era muy resistente". Ese obstáculo, unido a la reducida fuerza que, a esa distancia, llevaba el proyectil, impidió que lo matara en ese instante. De todas maneras, le fracturó el frontal, y la sangre empezó a bañar el rostro y el uniforme de Mitre, quien se apeó del caballo. Cuando uno de los oficiales le dijo que tenía hundida la frente, pensó que la herida era mortal.
Rehusó sentarse: "quiero morir de pie, como un romano", dijo y se desvaneció. Los médicos que llegaron en el primer momento pensaron que vendarlo era lo mejor. Pero Mitre sangraba copiosamente y parecía arder de fiebre. Arribó entonces, al galope, el doctor Irineo Portela. Sin titubear, dictaminó: "Hay fractura del frontal y es gravísima. La masa cerebral está oprimida por el fragmento de hueso roto. Es preciso operar ya mismo; de lo contrario, morirá dentro de una hora". Portela era un médico de enorme prestigio, y en esos momentos estaba al frente del Consejo de Higiene de Buenos Aires, de modo que se acató su diagnóstico. Fue el doctor Hilario Almeyra, entonces Cirujano Mayor del Ejército, quien acometió la operación, por demás peligrosa dado el rudimentario instrumental con que se contaba. Narra De Marco que "practicó con precarios elementos la intervención, y días más tarde concluyó su labor extrayendo los fragmentos óseos. La herida cicatrizó, pero la débil capa de piel no evitó que se advirtiesen ?los latidos de la pía madre? según expresó el informe médico". Por eso es que Mitre, desde entonces, usó siempre un chambergo blando, incluso con el uniforme. Tal prenda se convirtió en su favorita, "aunque en algunas oportunidades la cambiara por una gorra de cuartel y, en las grandes ocasiones, por el clásico bicornio plumado".
Hasta el fin de su vida, una cicatriz profunda en la frente de Mitre -perceptible en muchas de sus fotografías- evocaba aquel serio trance. La marca se incorporó al rostro inconfundible del patricio: la cabellera larga y ondeada, la boca de labios finos y -dice Julio Piquet- "bajo el arco noble de las cejas oscuras, dos grandes ojos glaucos, enigmáticos, impenetrables, de un turbador misterio inexpresivo..."
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