18 Agosto 2002
En 1277, tres años después de la muerte de Santo Tomás de Aquino, el famoso lógico medieval Pedro Hispano, a la sazón Papa con el nombre de Juan XXI, encargó al obispo de París, Etienne Tempier, que investigara acerca de los posibles "errores" que podrían haberse impartido en la célebre universidad, la más famosa de Europa por aquellos tiempos. Con motivo de esta investigación se produjo, en dicho año, la segunda condena del averroísmo latino, defendido sobre todo por el maestro belga Siger de Brabante.
Esta doctrina filosófica, directamente inspirada por el más importante pensador de la escolástica árabe, Averroes, sostenía fundamentalmente cuatro tesis que pueden enunciarse con brevedad de la siguiente manera: primera, el mundo es eterno y, por lo tanto, no tiene sentido, respecto de él, hablar de su historia o de su creación; segunda, no hay libertad humana de manera que el averroísmo adopta una postura decididamente determinista en cuestiones morales; tercera, Dios no es omnipotente y, en consecuencia, no puede ejercer sobre el mundo una acción providente; finalmente, no existe algo así como un sujeto individual autónomo, sino que cada hombre está subsumido en una única inteligencia universal. Esta última tesis implica un monopsiquismo absoluto, esto es, la afirmación de que todas las funciones psicológicas superiores del alma, como el conocer o el amar, son meramente accidentales; por supuesto, la misma realidad singular del alma humana queda de hecho cancelada, como así también su inmortalidad personal.
La expresión "condena del averroísmo" no debe tomarse en un sentido jurídico y policial, de manera tal que Siger de Brabante, en virtud de las prerrogativas reales de que gozaban los maestros de la Universidad de París, no terminó aherrojado en una cárcel sino que abandonó la universidad y, a lo mejor, se vio en la necesidad de repensar sus ideas filosóficas para que no entraran en conflicto con las del Aristóteles cristianizado, ni con las enseñanzas de la Sagrada Escritura. A pesar de la condena, el averroísmo siguió siendo muy fuerte en las universidades del noreste italiano, sobre todo en la de Padua; al parecer, recién con la muerte de Cesare Cremonini, en 1631, el averroísmo latino desapareció de la escena europea.
Ahora bien, el papel del obispo Tempier no se limitó a la descalificación de esta doctrina, que, desde nuestra perspectiva actual puede parecer un acto de intolerancia filosófica, sino que se extendió también a la propuesta de una novedosa concepción epistemológica que habrá de tener hasta nuestros días y, quizás para siempre, una importancia filosófica de primer orden. En efecto, Etienne Tempier admitió por primera vez, que yo sepa, la posibilidad de la existencia de "otros mundos posibles" en donde no rigieran las leyes cosmológicas del aristotelismo; por ejemplo, un mundo posible donde las esferas celestes, que Santo Tomás, siguiendo a los neoplatónicos, llamaría "inteligencias separadas", se movieran en una línea recta y no de forma circular, y esto sin contradicción alguna. Tal tesis, que puede parecer un dato histórico sin importancia, implica para muchos historiadores de la ciencia el "renacimiento" definitivo de alguna de las características más importantes de la epistemología actual: el falibilismo, el probabilismo, el ficcionalismo, el convencionalismo, el instrumentalismo, etc. Digo "renacimiento", y no "nacimiento", porque las características mencionadas, en especial el probabilismo, estaban ya presentes en el pensamiento antiguo, aunque de una manera muy confusa, larval y ambigua.
Las extrañas opiniones del obispo Tempier indicaban ya un distanciamiento de la interpretación literal y naturalista de Aristóteles; según ellas, puede pensarse sin contradicción en mundos posibles cuyas leyes no estuvieran formuladas bajo los cánones del animismo y de la intuición sensible, "obstáculos epistemológicos" que fueron magistralmente denunciados por Gaston Bachelard en su libro La formación del espíritu científico. Dichas opiniones, digo, fueron cuidadosamente pensadas y tenidas en cuenta por Pierre Duhem, físico excepcional, historiador y filósofo de la ciencia; en efecto, en 1909, Duhem escribió: "Si tuviera que fijar la fecha del nacimiento de la ciencia moderna, escogería sin dudar el año 1277, cuando el Obispo de París proclamó solemnemente que pueden existir muchos mundos y que el conjunto de las esferas celestiales podría, sin contradicción, ser movido en una línea recta". Esta rotunda afirmación de Duhem dividió las aguas entre los historiadores contemporáneos de la ciencia: la mayoría está de acuerdo con él, sobre todo en el mundo angloamericano; pero Alexander Koyré, por ejemplo, disiente totalmente con esta arriesgada opinión. Gilson, en La filosofía de la Edad Media, adopta una posición más equilibrada, pues afirma que las preocupaciones del obispo Tempier eran más bien de índole teológica; no obstante, 1277 es "la fecha en que se hizo posible el nacimiento de las cosmologías modernas en el medio cristiano", como así también "la libertad de hipótesis en el terreno científico...".
Lo cierto es que Galileo y Newton no hubieran suscripto las opiniones cosmológicas del lejano obispo de París. Los dos más grandes creadores de la moderna ciencia experimental, a pesar de que esto pueda sonar como una provocación historiográfica, seguían siendo aristotélicos en ciertos aspectos. Por ejemplo, nunca aceptaron el valor heurístico de las hipótesis, en la medida que siguieron creyendo que las leyes naturales forzosamente debían ser verdaderas y no meras aseveraciones con un alto grado de probabilidad. Además, ambos estuvieron siempre convencidos de que el método de la ciencia era el demostrativo, es decir, aquel en que las conclusiones inferidas heredan la verdad de las premisas, lo cual acontece sin duda en el dominio de los cálculos de la lógica y de la matemática estándares, aunque no en el dominio del conocimiento de la naturaleza y de la sociedad obtenido por medio de la inducción. Pero todo esto exige aclaraciones y comentarios adicionales, que pueden postergarse para otra oportunidad.
Con todo, para continuar el desarrollo de las ideas de este trabajo, hay que tener en cuenta los siguientes presupuestos. En primer lugar, la bibliografía existente al respecto es tan abundante, documentada e inteligente que abrir juicio anticipado constituiría una imprudencia intelectual. En segundo lugar, habría que aclarar exactamente qué es lo que se entiende por "falibilismo", "ficcionalismo" y "probabilismo", lo que no es tan sencillo como en principio podría parecer, en parte debido al apoyo lógico-matemático que tales nociones reclaman. En tercer lugar, el famoso conflicto entre Galileo y el cardenal Belarmino no puede plantearse de la manera como lo presentan las historias generales; es un conflicto de una densa complejidad, donde la epistemología tiene mucho que decir, y donde las paradojas científicas y filosóficas surgen con frecuencia y excitante interés.
(c) LA GACETA
Esta doctrina filosófica, directamente inspirada por el más importante pensador de la escolástica árabe, Averroes, sostenía fundamentalmente cuatro tesis que pueden enunciarse con brevedad de la siguiente manera: primera, el mundo es eterno y, por lo tanto, no tiene sentido, respecto de él, hablar de su historia o de su creación; segunda, no hay libertad humana de manera que el averroísmo adopta una postura decididamente determinista en cuestiones morales; tercera, Dios no es omnipotente y, en consecuencia, no puede ejercer sobre el mundo una acción providente; finalmente, no existe algo así como un sujeto individual autónomo, sino que cada hombre está subsumido en una única inteligencia universal. Esta última tesis implica un monopsiquismo absoluto, esto es, la afirmación de que todas las funciones psicológicas superiores del alma, como el conocer o el amar, son meramente accidentales; por supuesto, la misma realidad singular del alma humana queda de hecho cancelada, como así también su inmortalidad personal.
La expresión "condena del averroísmo" no debe tomarse en un sentido jurídico y policial, de manera tal que Siger de Brabante, en virtud de las prerrogativas reales de que gozaban los maestros de la Universidad de París, no terminó aherrojado en una cárcel sino que abandonó la universidad y, a lo mejor, se vio en la necesidad de repensar sus ideas filosóficas para que no entraran en conflicto con las del Aristóteles cristianizado, ni con las enseñanzas de la Sagrada Escritura. A pesar de la condena, el averroísmo siguió siendo muy fuerte en las universidades del noreste italiano, sobre todo en la de Padua; al parecer, recién con la muerte de Cesare Cremonini, en 1631, el averroísmo latino desapareció de la escena europea.
Ahora bien, el papel del obispo Tempier no se limitó a la descalificación de esta doctrina, que, desde nuestra perspectiva actual puede parecer un acto de intolerancia filosófica, sino que se extendió también a la propuesta de una novedosa concepción epistemológica que habrá de tener hasta nuestros días y, quizás para siempre, una importancia filosófica de primer orden. En efecto, Etienne Tempier admitió por primera vez, que yo sepa, la posibilidad de la existencia de "otros mundos posibles" en donde no rigieran las leyes cosmológicas del aristotelismo; por ejemplo, un mundo posible donde las esferas celestes, que Santo Tomás, siguiendo a los neoplatónicos, llamaría "inteligencias separadas", se movieran en una línea recta y no de forma circular, y esto sin contradicción alguna. Tal tesis, que puede parecer un dato histórico sin importancia, implica para muchos historiadores de la ciencia el "renacimiento" definitivo de alguna de las características más importantes de la epistemología actual: el falibilismo, el probabilismo, el ficcionalismo, el convencionalismo, el instrumentalismo, etc. Digo "renacimiento", y no "nacimiento", porque las características mencionadas, en especial el probabilismo, estaban ya presentes en el pensamiento antiguo, aunque de una manera muy confusa, larval y ambigua.
Las extrañas opiniones del obispo Tempier indicaban ya un distanciamiento de la interpretación literal y naturalista de Aristóteles; según ellas, puede pensarse sin contradicción en mundos posibles cuyas leyes no estuvieran formuladas bajo los cánones del animismo y de la intuición sensible, "obstáculos epistemológicos" que fueron magistralmente denunciados por Gaston Bachelard en su libro La formación del espíritu científico. Dichas opiniones, digo, fueron cuidadosamente pensadas y tenidas en cuenta por Pierre Duhem, físico excepcional, historiador y filósofo de la ciencia; en efecto, en 1909, Duhem escribió: "Si tuviera que fijar la fecha del nacimiento de la ciencia moderna, escogería sin dudar el año 1277, cuando el Obispo de París proclamó solemnemente que pueden existir muchos mundos y que el conjunto de las esferas celestiales podría, sin contradicción, ser movido en una línea recta". Esta rotunda afirmación de Duhem dividió las aguas entre los historiadores contemporáneos de la ciencia: la mayoría está de acuerdo con él, sobre todo en el mundo angloamericano; pero Alexander Koyré, por ejemplo, disiente totalmente con esta arriesgada opinión. Gilson, en La filosofía de la Edad Media, adopta una posición más equilibrada, pues afirma que las preocupaciones del obispo Tempier eran más bien de índole teológica; no obstante, 1277 es "la fecha en que se hizo posible el nacimiento de las cosmologías modernas en el medio cristiano", como así también "la libertad de hipótesis en el terreno científico...".
Lo cierto es que Galileo y Newton no hubieran suscripto las opiniones cosmológicas del lejano obispo de París. Los dos más grandes creadores de la moderna ciencia experimental, a pesar de que esto pueda sonar como una provocación historiográfica, seguían siendo aristotélicos en ciertos aspectos. Por ejemplo, nunca aceptaron el valor heurístico de las hipótesis, en la medida que siguieron creyendo que las leyes naturales forzosamente debían ser verdaderas y no meras aseveraciones con un alto grado de probabilidad. Además, ambos estuvieron siempre convencidos de que el método de la ciencia era el demostrativo, es decir, aquel en que las conclusiones inferidas heredan la verdad de las premisas, lo cual acontece sin duda en el dominio de los cálculos de la lógica y de la matemática estándares, aunque no en el dominio del conocimiento de la naturaleza y de la sociedad obtenido por medio de la inducción. Pero todo esto exige aclaraciones y comentarios adicionales, que pueden postergarse para otra oportunidad.
Con todo, para continuar el desarrollo de las ideas de este trabajo, hay que tener en cuenta los siguientes presupuestos. En primer lugar, la bibliografía existente al respecto es tan abundante, documentada e inteligente que abrir juicio anticipado constituiría una imprudencia intelectual. En segundo lugar, habría que aclarar exactamente qué es lo que se entiende por "falibilismo", "ficcionalismo" y "probabilismo", lo que no es tan sencillo como en principio podría parecer, en parte debido al apoyo lógico-matemático que tales nociones reclaman. En tercer lugar, el famoso conflicto entre Galileo y el cardenal Belarmino no puede plantearse de la manera como lo presentan las historias generales; es un conflicto de una densa complejidad, donde la epistemología tiene mucho que decir, y donde las paradojas científicas y filosóficas surgen con frecuencia y excitante interés.
(c) LA GACETA