02 Agosto 2006
Como el agua que busca a la sed
Por Alvaro Aurane, redacción de LA GACETA. No garantizar el acceso a la información de lo que hace el Estado es antidemocrático. Sueño de los justos.
Tucumán carece de una ley de acceso a la información pública. Hay tres proyectos de ley en la Legislatura, como informa la CIPPEC, que duermen el sueño de los justos. Y el Gobierno se encarga de que nadie interrumpa ese descanso.
Para el oficialismo, ahí se extingue la cuestión. Punto. La de acceso a la información pública es, desde su óptica, una ley innecesaria. El gobernador, de hecho, explicó en conferencia de prensa que no hacía falta semejante legislación y dijo que los periodistas podían preguntarle lo que quisieran. Sí, así mismo: que él y sus funcionarios respondían lo que les preguntaran cuando les preguntaran, así que para qué una ley. Este Gobierno, múltiplemente denunciado por presionar a medios de prensa para que levanten programas o echen a periodistas, y también denunciado de extinguir algunos medios -siempre presuntamente, claro está- manifestaba su vocación por asistir al periodismo.
Luego, vendrían otras explicaciones, tales como que había que preservar el secreto del sumario judicial, porque con esa ley los periodistas irían a husmear, cuál voyeuristas de expedientes, las causas judiciales entre particulares. Después, si queda tiempo, le pediría a los organizadores que nos hagan poner de pie para aplaudir la voluntad de esta administración por preservar la integridad de la Justicia.
Tanto cercenamiento al Derecho a la Información también ocasionó un daño colateral: mi impresión es que quedó en el aire la sensación de que esta era una cuestión de técnica legal y que, en el mejor de los casos, le importaba sólo a los periodistas. Y ese prejuicio, artero pero sagaz, me parece sumamente peligroso. De hecho, me parece una obra cumbre de la desinformación. Por eso, de lo quiero conversar con ustedes es de que el acceso a la información pública se vincula directa e indisolublemente con uno de los pilares más básicos, más fundamentales y fundacionales de las democracias modernas: se vincula nada menos que con la opinión pública. Es su sustento. Y esto queda palmariamente demostrado cuando se siguen, como aquí, los conceptos de Giovanni Sartori sobre la opinión pública. De paso, me gustaría reflexionar con ustedes acerca de cómo está hoy, precisamente, nuestra democracia.
El término "opinión pública" es de cuño relativamente reciente: se remonta a los decenios que preceden a la Revolución Francesa. La coincidencia no es fortuita. Porque no se trata solamente del hecho de que los hombres de la ilustración se atribuían la tarea de difundir las luces y, por ende, de formar las opiniones de un público más amplio. Se trata, también, de que la Revolución Francesa preparaba una democracia a lo grande. Luego, que Tucumán carezca de una normativa que garantice a los tucumanos el acceso a la información pública es un síntoma, uno de los muchos y muy inquietantes síntomas, de que la modernidad no ha llegado para nosotros.
El hecho de que el término "opinión pública" surja en concomitancia con la Revolución de 1789 indica también que la asociación primaria del concepto es una asociación política. La "opinión pública" se centra, en primerísimo instancia, sobre un público interesado en la cosa pública. Queda claro, ya aquí, cuán indisoluble es la vinculación entre la "opinión pública" y el acceso a la información pública. Pero aún hay más.
El público en cuestión es, sobre todo, un público de ciudadanos, un público que tiene una opinión sobre la gestión de los asuntos públicos, sobre los asuntos de la comunidad política. Esto arroja una segunda cuestión sumamente inquietante: el público de la "opinión pública" no es sólo sujeto, sino también objeto de la expresión. Una opinión se denomina pública no sólo porque es del público, no sólo porque es difundida entre muchos. Una opinión es "opinión pública" porque afecta a objetos y materias que son de naturaleza pública, como el interés general, el bien común, y en esencia, la cosa pública. La "res pública". El acceso a la información pública es por tanto, el sano alimento de la opinión pública. Y su garantía por ley es como el agua que busca a la sed.
Luego, cuando leo que John Locke concebía a la "opinión pública" como fuente no solamente de la legitimidad, sino también de la conducción de un gobierno recto, me es inevitable pensar que la modernidad debe ser como un sueño eterno para esta provincia. A veces, de hecho, me pregunto qué hacemos en Tucumán rigiéndonos, incluso, por el calendario gregoriano.
El concepto de opinión pública y la concreción del acceso a la información pública, se ubican, así, en el contexto de la democracia representativa. Y también de la democracia participativa, porque lo que plantea es el enorme desafío, de instituir la democracia en gran escala. Y esto demanda, ahora, abordar la noción de "opinión pública" no ya desde lo de "pública", sino desde lo de "opinión".
Concretamente, y perdónenme la breve tautología, la opinión es eso: opinión. La opinión, si se quiere, es doxa, no es episteme. La opinión no es ciencia. Digo esto, y en estos términos, porque desde los orígenes del término democracia, es decir, desde los griegos de la Antigüedad, la principal objeción que se viene formulando a la democracia consiste en que el pueblo, simplemente, "no sabe". O, dicho en términos barriales, "la gente es tonta". Así, Platón argumentaba que el Gobierno debía concernir a los filósofos: a los que sabían. Y en esta pequeña patria conservadora que es Tucumán, aún hay patrones que llaman a sus empleados con el apelativo de "m?hijo", muletilla que viene a denunciar, entre otras cosas, que hay grupos sociales convencidos de ser depositarios de la madurez cívica, al tiempo que asumen que hay otros grupos aún anclados en la infancia de los derechos ciudadanos.
Sin embargo, la democracia moderna, la democracia liberal, la democracia representativa, la democracia participativa, o sea cual fuere el apellido que le quieran poner a la democracia, se caracteriza por ser no el "gobierno del saber", sino por ser el gobierno de la opinión. Es una distinción sutil, tal vez, pero definitivamente abismal. No hablamos de cualquier opinión, sino de la "opinión pública". Y la "opinión pública" no es opinión erudita: es opinión informada. Su vinculación con el acceso a la información pública es incontrastable. Señoras, señores, a la democracia le basta que el público tenga opiniones. Nada más, pero nada menos. Que el público tenga opiniones nos muestra una cara de la moneda: la democracia supone disensos. Esto, a su vez, nos muestra sin demoras la segunda cara de la democracia moderna: un gobierno de la opinión necesariamente debe ser un gobierno consentido. Necesariamente debe ser un gobierno del consenso. Un gobierno que consensúe opiniones. En síntesis, negar el acceso a la información pública es, sencillamente, antidemocrático.
Las evidencias están sobre la mesa. Así como la opinión pública es fundamento operativo y esencial de la democracia, el acceso a la información pública es fundamento operativo y esencial de la opinión pública. Es su sustancia. Consecuentemente, un gobierno que no dice, es un gobierno vacío. Un gobierno de nada. Y peor aún: un gobierno de nadie. Y, por el contrario, un gobierno de la opinión es un gobierno que busca y que requiere del consenso de la opinión pública.
Aquí me detuve, cuando escribía estas líneas, a pensar en un Gobierno nacional descalificador de la oposición, censurador de disensos, cercenador de la libertad de expresión, inequitativo en la distribución de recursos a las provincias, de nula transparencia en la adjudicación y posterior ejecución de las cartelizadas obras públicas, y, para no olvidar su última gesta, impulsor de los superpoderes atentatorios contra el equilibrio de poderes. Superpoderes atentatorios también contra el acceso a la información pública, por cuanto habrá modificaciones por miles de millones de pesos que no pasarán por el Congreso y, por ende, que no tomarán estado público como cuando son debatidos en los recintos parlamentarios.
Aquí me detuve a pensar, también, en un Gobierno provincial que frena la sanción de cualquier ley que garantice el acceso a la información pública, es decir, que le impide al ciudadano acceder a la información que es del ciudadano. Que reformó la Constitución provincial comiendo asados en la casa del jefe del Poder Ejecutivo. Que estableció que en un juicio político, hacen falta más votos para echar al gobernador que para deponer al presidente de la Corte, que hoy nos acompaña en este seminario. Que no le permite a la Justicia, siquiera, darse su propio presupuesto. Que estableció institutos de selección y de remoción de magistrados con mayoría del poder político. Que, ante un fallo judicial adverso contra esas joyitas institucionales, promueve ahora un proyecto para crear un inaudito Tribunal de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo, por encima no de un juez, sino de un cuerpo colegiado como es la Cámara en lo Contencioso Administrativo. Y que persigue al Colegio de Abogados, para desfinanciarlo y quitarle el manejo de la matrícula profesional, sólo por ser el impulsor de la causa contra la reforma constitucional. Sólo por disentir.
¿Creen, entonces, por ventura, que las restricciones en el acceso a la información pública, el amordazamiento a la libertad de expresión, la censura contra el disenso, la persecución contra las instituciones que no rinden vasallaje y el patoterismo ideológico contra la oposición son hechos aislados o inconexos? ¿Deslices, casualidades, equívocos?
La pobreza de grandeza de parte de los gobernantes, y la restricción en el acceso a la información pública, también nos ha empobrecido. Entendí esto a la luz de una advertencia de Manfred Max-Neef, premio Nóbel Alternativo del Parlamento Suizo en 1983. El economista chileno, de visita en Tucumán en 1997, pautó que las necesidades básicas, como tales, son invariables en el tiempo y las culturas. Son internas, así que no pueden ser objetos externos a las personas. Y son ocho: la protección, la subsistencia, el afecto, el ocio, la creatividad, la identidad y, nada menos, el entendimiento mutuo y la libertad. Estas necesidades actúan como un sistema. Y es pobre cualquiera que tenga postergada alguna de ellas. Porque las personas no sólo se mueren de hambre. Nosotros carecemos de la libertad para acceder a la información pública. Y con ello, se cercena también la libertad de pensamiento, que no consiste en contar con un rincón para pensar lo que uno quiera, sino en el acceso garantizado a todas las fuentes de pensamiento y de información. A partir de este golpe a la opinión pública y a la democracia, al gobierno del consenso, carecemos también de un elemento esencial para el entendimiento mutuo: entendimiento entre nosotros, y entre nosotros y nuestros gobernantes. Entonces, ¿además de pobres, somos indigentes de los derechos ciudadanos?
Les dejo la pregunta. Y los saludo nuevamente, pero esta vez, para darles la bienvenida a la provincia de la pre-modernidad.
* Esta nota corresponde a la ponencia del periodista Alvaro Aurane durante el seminario "El derecho a disentir, Libertad de Prensa, Libertad de Expresión", que organizó la fundación Friedrich Naumann.
Para el oficialismo, ahí se extingue la cuestión. Punto. La de acceso a la información pública es, desde su óptica, una ley innecesaria. El gobernador, de hecho, explicó en conferencia de prensa que no hacía falta semejante legislación y dijo que los periodistas podían preguntarle lo que quisieran. Sí, así mismo: que él y sus funcionarios respondían lo que les preguntaran cuando les preguntaran, así que para qué una ley. Este Gobierno, múltiplemente denunciado por presionar a medios de prensa para que levanten programas o echen a periodistas, y también denunciado de extinguir algunos medios -siempre presuntamente, claro está- manifestaba su vocación por asistir al periodismo.
Luego, vendrían otras explicaciones, tales como que había que preservar el secreto del sumario judicial, porque con esa ley los periodistas irían a husmear, cuál voyeuristas de expedientes, las causas judiciales entre particulares. Después, si queda tiempo, le pediría a los organizadores que nos hagan poner de pie para aplaudir la voluntad de esta administración por preservar la integridad de la Justicia.
Tanto cercenamiento al Derecho a la Información también ocasionó un daño colateral: mi impresión es que quedó en el aire la sensación de que esta era una cuestión de técnica legal y que, en el mejor de los casos, le importaba sólo a los periodistas. Y ese prejuicio, artero pero sagaz, me parece sumamente peligroso. De hecho, me parece una obra cumbre de la desinformación. Por eso, de lo quiero conversar con ustedes es de que el acceso a la información pública se vincula directa e indisolublemente con uno de los pilares más básicos, más fundamentales y fundacionales de las democracias modernas: se vincula nada menos que con la opinión pública. Es su sustento. Y esto queda palmariamente demostrado cuando se siguen, como aquí, los conceptos de Giovanni Sartori sobre la opinión pública. De paso, me gustaría reflexionar con ustedes acerca de cómo está hoy, precisamente, nuestra democracia.
El término "opinión pública" es de cuño relativamente reciente: se remonta a los decenios que preceden a la Revolución Francesa. La coincidencia no es fortuita. Porque no se trata solamente del hecho de que los hombres de la ilustración se atribuían la tarea de difundir las luces y, por ende, de formar las opiniones de un público más amplio. Se trata, también, de que la Revolución Francesa preparaba una democracia a lo grande. Luego, que Tucumán carezca de una normativa que garantice a los tucumanos el acceso a la información pública es un síntoma, uno de los muchos y muy inquietantes síntomas, de que la modernidad no ha llegado para nosotros.
El hecho de que el término "opinión pública" surja en concomitancia con la Revolución de 1789 indica también que la asociación primaria del concepto es una asociación política. La "opinión pública" se centra, en primerísimo instancia, sobre un público interesado en la cosa pública. Queda claro, ya aquí, cuán indisoluble es la vinculación entre la "opinión pública" y el acceso a la información pública. Pero aún hay más.
El público en cuestión es, sobre todo, un público de ciudadanos, un público que tiene una opinión sobre la gestión de los asuntos públicos, sobre los asuntos de la comunidad política. Esto arroja una segunda cuestión sumamente inquietante: el público de la "opinión pública" no es sólo sujeto, sino también objeto de la expresión. Una opinión se denomina pública no sólo porque es del público, no sólo porque es difundida entre muchos. Una opinión es "opinión pública" porque afecta a objetos y materias que son de naturaleza pública, como el interés general, el bien común, y en esencia, la cosa pública. La "res pública". El acceso a la información pública es por tanto, el sano alimento de la opinión pública. Y su garantía por ley es como el agua que busca a la sed.
Luego, cuando leo que John Locke concebía a la "opinión pública" como fuente no solamente de la legitimidad, sino también de la conducción de un gobierno recto, me es inevitable pensar que la modernidad debe ser como un sueño eterno para esta provincia. A veces, de hecho, me pregunto qué hacemos en Tucumán rigiéndonos, incluso, por el calendario gregoriano.
El concepto de opinión pública y la concreción del acceso a la información pública, se ubican, así, en el contexto de la democracia representativa. Y también de la democracia participativa, porque lo que plantea es el enorme desafío, de instituir la democracia en gran escala. Y esto demanda, ahora, abordar la noción de "opinión pública" no ya desde lo de "pública", sino desde lo de "opinión".
Concretamente, y perdónenme la breve tautología, la opinión es eso: opinión. La opinión, si se quiere, es doxa, no es episteme. La opinión no es ciencia. Digo esto, y en estos términos, porque desde los orígenes del término democracia, es decir, desde los griegos de la Antigüedad, la principal objeción que se viene formulando a la democracia consiste en que el pueblo, simplemente, "no sabe". O, dicho en términos barriales, "la gente es tonta". Así, Platón argumentaba que el Gobierno debía concernir a los filósofos: a los que sabían. Y en esta pequeña patria conservadora que es Tucumán, aún hay patrones que llaman a sus empleados con el apelativo de "m?hijo", muletilla que viene a denunciar, entre otras cosas, que hay grupos sociales convencidos de ser depositarios de la madurez cívica, al tiempo que asumen que hay otros grupos aún anclados en la infancia de los derechos ciudadanos.
Sin embargo, la democracia moderna, la democracia liberal, la democracia representativa, la democracia participativa, o sea cual fuere el apellido que le quieran poner a la democracia, se caracteriza por ser no el "gobierno del saber", sino por ser el gobierno de la opinión. Es una distinción sutil, tal vez, pero definitivamente abismal. No hablamos de cualquier opinión, sino de la "opinión pública". Y la "opinión pública" no es opinión erudita: es opinión informada. Su vinculación con el acceso a la información pública es incontrastable. Señoras, señores, a la democracia le basta que el público tenga opiniones. Nada más, pero nada menos. Que el público tenga opiniones nos muestra una cara de la moneda: la democracia supone disensos. Esto, a su vez, nos muestra sin demoras la segunda cara de la democracia moderna: un gobierno de la opinión necesariamente debe ser un gobierno consentido. Necesariamente debe ser un gobierno del consenso. Un gobierno que consensúe opiniones. En síntesis, negar el acceso a la información pública es, sencillamente, antidemocrático.
Las evidencias están sobre la mesa. Así como la opinión pública es fundamento operativo y esencial de la democracia, el acceso a la información pública es fundamento operativo y esencial de la opinión pública. Es su sustancia. Consecuentemente, un gobierno que no dice, es un gobierno vacío. Un gobierno de nada. Y peor aún: un gobierno de nadie. Y, por el contrario, un gobierno de la opinión es un gobierno que busca y que requiere del consenso de la opinión pública.
Aquí me detuve, cuando escribía estas líneas, a pensar en un Gobierno nacional descalificador de la oposición, censurador de disensos, cercenador de la libertad de expresión, inequitativo en la distribución de recursos a las provincias, de nula transparencia en la adjudicación y posterior ejecución de las cartelizadas obras públicas, y, para no olvidar su última gesta, impulsor de los superpoderes atentatorios contra el equilibrio de poderes. Superpoderes atentatorios también contra el acceso a la información pública, por cuanto habrá modificaciones por miles de millones de pesos que no pasarán por el Congreso y, por ende, que no tomarán estado público como cuando son debatidos en los recintos parlamentarios.
Aquí me detuve a pensar, también, en un Gobierno provincial que frena la sanción de cualquier ley que garantice el acceso a la información pública, es decir, que le impide al ciudadano acceder a la información que es del ciudadano. Que reformó la Constitución provincial comiendo asados en la casa del jefe del Poder Ejecutivo. Que estableció que en un juicio político, hacen falta más votos para echar al gobernador que para deponer al presidente de la Corte, que hoy nos acompaña en este seminario. Que no le permite a la Justicia, siquiera, darse su propio presupuesto. Que estableció institutos de selección y de remoción de magistrados con mayoría del poder político. Que, ante un fallo judicial adverso contra esas joyitas institucionales, promueve ahora un proyecto para crear un inaudito Tribunal de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo, por encima no de un juez, sino de un cuerpo colegiado como es la Cámara en lo Contencioso Administrativo. Y que persigue al Colegio de Abogados, para desfinanciarlo y quitarle el manejo de la matrícula profesional, sólo por ser el impulsor de la causa contra la reforma constitucional. Sólo por disentir.
¿Creen, entonces, por ventura, que las restricciones en el acceso a la información pública, el amordazamiento a la libertad de expresión, la censura contra el disenso, la persecución contra las instituciones que no rinden vasallaje y el patoterismo ideológico contra la oposición son hechos aislados o inconexos? ¿Deslices, casualidades, equívocos?
La pobreza de grandeza de parte de los gobernantes, y la restricción en el acceso a la información pública, también nos ha empobrecido. Entendí esto a la luz de una advertencia de Manfred Max-Neef, premio Nóbel Alternativo del Parlamento Suizo en 1983. El economista chileno, de visita en Tucumán en 1997, pautó que las necesidades básicas, como tales, son invariables en el tiempo y las culturas. Son internas, así que no pueden ser objetos externos a las personas. Y son ocho: la protección, la subsistencia, el afecto, el ocio, la creatividad, la identidad y, nada menos, el entendimiento mutuo y la libertad. Estas necesidades actúan como un sistema. Y es pobre cualquiera que tenga postergada alguna de ellas. Porque las personas no sólo se mueren de hambre. Nosotros carecemos de la libertad para acceder a la información pública. Y con ello, se cercena también la libertad de pensamiento, que no consiste en contar con un rincón para pensar lo que uno quiera, sino en el acceso garantizado a todas las fuentes de pensamiento y de información. A partir de este golpe a la opinión pública y a la democracia, al gobierno del consenso, carecemos también de un elemento esencial para el entendimiento mutuo: entendimiento entre nosotros, y entre nosotros y nuestros gobernantes. Entonces, ¿además de pobres, somos indigentes de los derechos ciudadanos?
Les dejo la pregunta. Y los saludo nuevamente, pero esta vez, para darles la bienvenida a la provincia de la pre-modernidad.
* Esta nota corresponde a la ponencia del periodista Alvaro Aurane durante el seminario "El derecho a disentir, Libertad de Prensa, Libertad de Expresión", que organizó la fundación Friedrich Naumann.