Un Evangelio cómodo y del que la mayoría queda a salvo. Esto vale sólo si se lo interpreta con la superficialidad literal: Cristo derriba las mesas de cambistas y vendedores de palomas (quiosquitos de velas y estampitas). (Dicho sea de paso, en la mayoría de las parroquias las colectas no alcanzan para pagar sueldos, teléfono, luz...-créase o no-). Pero la esencia de este episodio radica en ver cuándo nos aproximamos a la experiencia religiosa con ánimo generoso, sacrificado, desinteresado, de servicio a los demás y para glorificación de Dios, y cuándo con un espíritu de interés personal. El caso de los fariseos era dramático: el ánimo se centraba en el encumbramiento personal, en el éxito y en el poder. Accedían a estos réditos a través de una buena conducta no asumida por convicción, sino por razones de eficiencia y conveniencia. Santa Teresa de Jesús interrogaba: “¿qué buscamos, los consuelos de Dios o al Dios de los consuelos?” Nosotros podríamos preguntarnos cuando nos confesamos, ¿qué buscamos, la paz de Dios o al Dios de la paz? Cuando rezamos: ¿buscamos los milagros de Dios o al Dios de los milagros?
Cristo censura el interés de los fariseos -“todo lo hacen para ser vistos”- y les dice: “¿qué gloria pueden dar a Dios si lo único que hacen es procurársela entre ustedes?”. En tanto, a sus discípulos los adoctrina en la renuncia y el desinterés: “el que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, cargue su cruz y sígame”. El sacrificio de Abraham, a quien Dios le pide que inmole a su único hijo, produce un giro copernicano en la experiencia religiosa, pues ya no es el hombre el que le pide a Dios, sino Dios el que pide al hombre, como todo buen padre. De esto, los fariseos no se daban por enterados, pero Dios Padre iba a ir más lejos. El no iba a perdonar, como en el caso de Abrahan, a su hijo único, sino que lo iba a entregar en la cruz. Allí culmina nuestra Cuaresma.