Un estadio de Primera en una realidad de cuarta: cuando ir al Nuevo Gasómetro también es sobrevivir

Un estadio de Primera en una realidad de cuarta: cuando ir al Nuevo Gasómetro también es sobrevivir

En el corazón del Bajo Flores, el estadio de San Lorenzo se alza como un templo del fútbol, rodeado por una realidad que impone miedo, silencio y pasos apurados.

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IMPONENTE. El Nuevo Gasómetro es un monumento ubicado en una de las zonas más precarias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires IMPONENTE. El Nuevo Gasómetro es un monumento ubicado en una de las zonas más precarias de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires

“Poné el teléfono en el bolsillo y no lo saqués hasta que entremos a la cancha”. La frase es una advertencia de un padre para su hija, mientras bajan del auto en las inmediaciones del estadio. Ella no debe tener más de 11 años y no entiende por qué no puede sacarse una foto con la camiseta en la puerta de la cancha. No entiende, pero obedece. Y camina rápido, como todos.

El estadio Nuevo Gasómetro, el Pedro Bidegain, se erige imponente en el corazón del Bajo Flores. Desde 1993 es la casa de San Lorenzo, pero también una frontera: la que separa la fiesta de las tribunas del temor cotidiano. A su alrededor, el barrio Padre Ricciardelli, más conocido como la villa 1-11-14, marca el pulso de una zona donde las leyes, si es que existen, parecen ser otras. Acá se entra rápido y se sale más rápido todavía. Porque aunque el fútbol sea una fiesta, el barrio no siempre lo permite.

“Cuando el partido es de día venimos todos, pero de noche no. Yo no traigo a mi familia. Nunca. Es peligroso”, dice Gustavo, que prefiere no revelar su nombre completo. Hace años que es socio del Club Daom, a varias cuadras del estadio, solo para tener un lugar seguro en donde dejar el auto. “Antes lo dejaba en la calle, pero un día me rompieron el vidrio”, comenta como si fuera algo de todos los días.

La caminata desde Daom implica atravesar parte del Ricciardelli; una travesía que se hace más liviana cuando hay hinchas por todas partes. Pero nadie se detiene a charlar ni a mirar lo que sucede alrededor. No hay tiempo para eso. “Todos vamos rápido, a veces ni hablamos entre nosotros. Caminamos y ya”, describe.

No es casualidad. La villa 1-11-14, delimitada por las avenidas Varela, Perito Moreno, Fernández de la Cruz, Riestra y Bonorino, es el asentamiento más grande de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Se estima que viven allí unas 40 mil personas, muchas en condiciones muy precarias. Algunas con miedo, otras acostumbradas, casi resignadas. La realidad es cruda. “Hay buenos vecinos, claro que sí. Gente de laburo. Pero también hay narcos, armas, droga. Y la policía está, pero no se mete. Sólo custodia, a veces”, cuenta Gustavo mientras mira a los costados.

La marginalidad no se esconde. Está en los techos de chapa que se inclinan hacia el cielo como pidiendo ayuda. Está en los chicos descalzos corriendo entre los autos, en los puestos improvisados que venden empanadas y cerveza caliente. Y está en las historias no contadas.

El Gobierno porteño muchas veces se prometió urbanización, pero en los hechos el barrio sigue siendo un foco de exclusión. Una tierra donde los servicios básicos no están garantizados y donde la seguridad es un lujo. Desde el club reconocen que la zona afecta directamente el desarrollo. “Acá no vienen recitales, ni eventos grandes. San Lorenzo no puede alquilar el estadio como hacen otros clubes. Es un estadio que cuesta mantener, que no genera ingresos extras, porque el barrio espanta”, explican, sin vueltas. El Bidegain es un estadio de Primera atrapado en una realidad de cuarta.

“A veces pienso si no sería mejor que ni existiera el estadio acá. Pero después me acuerdo de lo que significa, del esfuerzo que costó tenerlo, y eso me llena de orgullo”, reflexiona Gustavo.

Ese orgullo, no obstante, convive con la angustia. Volver de noche puede ser un suplicio. Conseguir un Uber, una odisea. Y cuando uno acepta, como Alejo, lo hace con recaudos extremos. “Sólo acepté ese viaje porque por chat me avisaste que eras periodista y estabas adentro del estadio. Si no, ni loco. Y no por prejuicio, sino por experiencia”, explica, mientras activa todos los seguros del auto y sube las ventanillas. “Vivo en Temperley. Vi cosas. Pero esto es distinto. Acá manejás con el corazón acelerado”, agrega.

La pregunta que flota es inevitable: ¿cómo es posible vivir el fútbol con temor? ¿Cómo es ir a ver al club que amás con la incertidumbre de no saber si vas a volver con todas tus pertenencias, o siquiera si vas a volver?

Para un lector tucumano todo esto puede sonar lejano, irreal. En Tucumán también hay villas, inseguridad, pobreza. En las canchas de Atlético o de San Martín puede haber tensión por el partido, por el resultado. Pero no por la vida misma.

El contraste duele. Porque si hay algo que tienen en común todos los barrios populares del país es la falta de oportunidades. Pero lo del Bajo Flores es otra cosa. Es el síntoma crónico de una ciudad partida en dos. Con el Obelisco en un extremo y la 1-11-14 en el otro; con un estadio de Primera en el centro del barrio más postergado.

Cuando San Lorenzo regresó a Primera en los ‘80, el sueño era volver a tener un estadio propio. Y lo logró. Pero no fue en avenida La Plata, su cuna histórica en Boedo. Fue en este rincón olvidado del sur porteño. “Nos dijeron que con el estadio iba a venir el progreso, que iba a ser otra cosa, pero fue al revés. Empeoró”, lamenta un vecino. “Y no por el club, eh. El club hizo lo que pudo. Pero sólo no puede”.

Para San Lorenzo, volver a Boedo es una necesidad

Por eso, la vuelta a Boedo no es solamente una obsesión identitaria. Es también una necesidad práctica. Una esperanza concreta de dejar atrás la marginación, el miedo, el caminar rápido y en silencio. Con la demolición del hipermercado sobre avenida La Plata ya en marcha, los hinchas vuelven a soñar. “Cuando se ponga el primer ladrillo, voy a llorar como un nene”, dice Gustavo. “Ahí van a poder venir mis hijas sin que yo esté con el corazón en la garganta”, confiesa.

Volver a Boedo no es traicionar al Bajo Flores. Es, quizás, la única forma de soltar un pasado de promesas incumplidas, de gritos silenciados, de fútbol con el alma en vilo. Es una manera de volver a sentirse en casa. Aunque sea en otro barrio, aunque haya que empezar de nuevo.

Porque el fútbol es eso: pertenencia, sentirse parte de algo más grande. Pero cuando el miedo te acompaña desde que bajás del auto hasta que lo volvés a encontrar intacto, la pasión se vive con el alma en vilo.

“Yo a la cancha no voy por el resultado. Voy porque San Lorenzo me hace sentir viva”, dice una señora de pelo gris que camina apurada. Alguien le responde: “Pero que no te cueste la vida, por favor”.

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