
La noche previa casi no durmieron. Dos horas, con suerte. A las tres de la mañana ya estaban desayunando, con la certeza de que ese día sus cuerpos serían puestos al límite. Javier Fernández Figueroa y Leonardo Broczkowski se preparaban para enfrentar los 42 kilómetros del Río de la Plata, una travesía de nado que, más que un desafío deportivo, sería una batalla contra sí mismos.
El agua estaba fría. Más fría de lo que habían imaginado. Para Javier, que ya venía con un cuadro gripal complicado, el frío se convirtió en su mayor enemigo. “Estuve destemplado todo el cruce, eso me perjudicó con el estómago. Por suerte no llegué a vomitar, pero tuve que tomar dos reliverán en dos oportunidades para ayudarme”, recuerda. Para Leonardo, en cambio, la temperatura no era un problema: “A mí me gusta el agua fría y tenía experiencia, con lo cual no representaba un temor”. Pero pronto descubriría que otros obstáculos lo acechaban.
Las primeras brazadas marcaron el ritmo. La travesía había comenzado y los tucumanos avanzaban con determinación. Pero apenas unas horas después, Leonardo sintió cómo su cuerpo comenzaba a jugarle en contra. “Mis hombros arrancaron a dolerme mucho antes de lo que tenía en mente, con lo cual fue una lucha en toda la travesía el dolor”. Trató de soportarlo, pero el tormento era tan intenso que tuvo que tomar una dosis muy grande de analgésicos. Sabía que ponía en riesgo su estómago, pero no tenía otra opción.
El segundo golpe llegó cuando el río decidió imponer sus propias reglas. La corriente se volvió feroz y los arrastraba fuera de la ruta. En ese tramo, el avance se redujo a un desesperante kilómetro por hora, cuando necesitaban tres. “Nos quedamos a mitad de camino y se produjo una frustración importante”, admite Leonardo. Braceaban con todas sus fuerzas, pero no avanzaban. Era como estar atrapados en un laberinto de agua sin salida.
La mente, el otro desafío
Javier había enfrentado desafíos duros en su vida. Desde niño, las adversidades lo habían esculpido. “Todos estamos influenciados por la vida que hemos vivido. En mi caso, pasé por momentos difíciles que me forjaron para ser quién soy”, dice. Pero en el río, no bastaba con la resistencia física. Había que ganar la batalla en la cabeza. “Lo superamos porque sabíamos que podía pasar y uno se apoya en los buenos pensamientos, sino abandonás”.
Leonardo, por su parte, encontró en el agua una conexión especial con su mente. “Nadar ultradistancias hace que uno pueda tener momentos de pensamiento: familia, amigos, trabajo. Y por otro lado, momentos de desconexión mental, una zona casi hipnótica en la cual todo fluye mejor”. En esos momentos de lucha interna, “cuento notas musicales, uso la parte rítmica para asegurar regularidad en el nado, una especie de metrónomo mental”, explica Leonardo.
La recta final
El día se convirtió en noche y el cansancio se volvió insoportable. El agua oscura del Río de la Plata parecía infinita, como si el destino se alejara en lugar de acercarse. A esa altura, cada brazada era un acto de fe. “Al final, cuando ya estaba oscuro, él se guiaba por el gomón y yo lo seguía, porque cuando iba adelante me desorientaba”, cuenta Javier sobre su compañero de ruta. Se habían hermanado en el agua, compartiendo el mismo agotamiento, la misma extenuación, el mismo deseo de llegar.
La costa tardó en aparecer. Las luces de la orilla se veían diminutas y lejanas, como si nunca fueran a alcanzarlas. Pero en algún momento, casi de repente, el murmullo del agua cambió y la arena se sintió bajo sus pies. Habían llegado. El último esfuerzo fue salir del agua con las piernas entumecidas, con el cuerpo vencido pero el espíritu intacto. “Cuando salimos, todo el dolor se convirtió en alivio. Lo habíamos logrado”, recuerda Javier. Después de 17 horas nadando, contra el frío, la corriente, el dolor y los pensamientos limitantes, habían cruzado el Río de la Plata.
Los próximos sueños
Ahora, con el cuerpo aún adolorido, Javier se permite descansar. No tiene nuevos desafíos en mente, al menos por ahora. “Mis capacidades nunca las termino de conocer, esta hazaña me enseñó mucho”. Leonardo, en cambio, ya piensa en lo que sigue. “Tengo en mente cruzar el Río de la Plata en invierno y sin neopreno. No creo que nadie lo haya intentado. Por ahora es un delirio, pero así arrancan estas cosas”.
El cruce del Beagle. El Canal de la Mancha. La lista de sueños es larga. Pero si algo han aprendido en el agua es que todo empieza con una brazada. Y después otra. Y otra más. Hasta que, contra todas las probabilidades, se llega a la otra orilla.