

La fría madrugada del 18 de julio de 1927, dos policías a caballo del Escuadrón de Seguridad regresaban de una recorrida de rutina por la avenida Mate de Luna. Avenida que distaba mucho de tener, entonces, su actual condición de vía pavimentada, de tránsito veloz y con iluminación. Era sólo un ancho camino de tierra, con enormes árboles que le daban un aire inquietante en la oscuridad.
El cadete Alberto Félix Soria y el soldado José Santos Córdoba mantenían sus caballos al trote, desde el Camino del Perú, contentos de volver a casa. Eran cerca de las 3 cuando, a la altura de la numeración 3.100 actual, advirtieron, por la vereda sur, a un hombre que caminaba hacia el oeste, ebrio y dando la vuelta la cabeza de vez en cuando, como si lo persiguieran. Le dieron “voz de alto”.
Lo demás ocurrió muy rápidamente. El hombre extrajo un revólver calibre 38 y disparó resueltamente contra los uniformados. El cadete Soria, con la cabeza destrozada, ya estaba muerto antes de tocar el suelo. Otra bala perforó el brazo del atónito Córdoba. El desconocido disparó cuatro veces más, hasta agotar la carga. Tiró el revólver entre los pastos y se perdió corriendo en la oscuridad.
La muerte de Soria enfureció a la Policía, que se lanzó a la búsqueda del asesino. Ese mismo día detuvieron a José Ricardo Suárez, alias “El Águila”, delincuente recién liberado de la Cárcel de Contraventores, que desde 1912 venía figurando en las crónicas policiales de Villa Luján, zona de su domicilio. Lo llevaron al hospital donde asistían al herido Córdoba para que lo identificase.
Córdoba lo miró bien. “El Águila”, mientras tanto, le decía que no lo perjudicara, que era inocente, que acababa de salir de la cárcel. El soldado lo escuchó y después dijo implacablemente que estaba casi seguro de que se trataba del mismo hombre que les disparó en la avenida. Acosado por el jefe de Investigaciones, Miguel Macario Ricci, pocas horas después “El Águila” confesaba todo.
Dijo que ese mismo día había comprado el revólver en el centro, en la calle Mendoza, a un “señor de barba blanca”, por 36 pesos que había juntado entre la venta de un calentador y algo que ahorró en la prisión. Venía por la Mate de Luna con unos tragos adentro cuando vio a los policías. El susto hizo todo lo demás.
Poco importaba todo esto al pobre Soria, cuya vida había terminado absurdamente esa noche, en plena juventud. Sus camaradas resolvieron rendirle homenaje, construyendo un monumento a su memoria en el Cementerio del Norte. Lo encargaron al joven escultor Agustín Aragonés. Él realizó la efigie del cadete uniformado, en posición de firme y con la espada desenvainada, y la de una mujer llorando en el suelo, a un costado. Al fondo estaba un monolito con la inscripción respectiva.
El monumento se inauguró con toda solemnidad el 19 de julio de 1928, en un acto donde habló el bizarro general Juan Esteban Vacarezza, jefe de la V Región Militar. Desde entonces, constituirían algo típico del Cementerio del Oeste estas figuras a las cuales el capricho de los administradores fue pintando siempre de colores brillantes. El uniforme del cadete algunas veces fue rojo, otras azul oscuro, otras celeste. La mujer fue de color carne, dorada o plateada.
Un clásico de LA GACETA
La columna que se publicó durante 27 años
Carlos Páez de la Torre (h) se propuso contar, todos los días, una pequeña gran historia sobre el pasado de Tucumán. Bautizó a la columna “Apenas ayer” y se preocupó por darle continuidad, al punto de que no salía de vacaciones sin dejar las notas prolijamente editadas para su publicación. Aquí reproducimos la primera de ellas.