Twain y el coyote
Twain y el coyote

Samuel Clemens fue piloto de barco de vapor en el Misisipi, pero sus conocimientos de edición y tipografía, adquiridos en la imprenta de su hermano, no eran redituables. La Guerra Civil lo dejó sin trabajo: era como ser chofer de ómnibus entre las dos Coreas en 1948. Siguiendo la corriente (Mark Twain es, después de todo, una medida de calado de barcos), se unió a un regimiento improvisado que iba a luchar por la Confederación. Su contribución fue breve -si es que hay actos pequeños en una guerra-: se piró a los diez días. Como escribió más tarde: “Corrí como si me persiguiera un apocalipsis de artillería....”

¿Qué hace entonces un escritor sin nombre, imprentero sin ingresos y piloto sin río luego de abandonar su efímera carrera militar? Efectivamente: ir a buscar oro al oeste. La fiebre del oro lo llevó junto a su hermano a Nevada, donde tuvo la misma mala suerte que con sus decisiones vocacionales previas. Así lo narra: “Nos prometimos que, cuando fuéramos millonarios, nunca nos olvidaríamos unos de otros. Pero al final, lo único que recordamos fue que nunca fuimos millonarios.”

El fracaso no fue en vano: del viaje surgió “Recuerdos de la época de las minas” (“Roughing It”), aunque una traducción más precisa sería “Pasándola mal”. En ella, Twain retrata el Oeste no como un lugar de epopeyas heroicas, sino como un teatro de absurdos y desengaños. Es, en cierto modo, un Jack London al revés. London, autor de historias bellísimas como “Colmillo blanco” o, mi favorita, “El llamado de la selva”, idealiza la lucha por la supervivencia y el poder de la naturaleza. Mark Twain la observa con escepticismo: cada día se despierta más desencantado, cada noche está más afilado con su pluma para destripar una mirada romántica de ese caos de codicia. Nada lo diferencia mejor que su visión del coyote:

“El coyote es una alegoría viva y palpitante de la necesidad. Siempre es pobre, desafortunado y sin amigos. Es un esqueleto largo, delgado y lastimoso… No le importa recorrer ciento cincuenta kilómetros para desayunar y otros doscientos para cenar, porque está acostumbrado a pasar tres o cuatro días sin comer.”

El viaje a Nevada fue el fin de su peregrinar vocacional. En 1862 abandonó su último fracaso y comenzó a trabajar como periodista en el “Territorial Enterprise”. Tres años después, su cuento “La célebre rana saltarina del distrito de Calaveras” lo convirtió en una celebridad. Después vendrán consagraciones como “Tom Sawyer”, “Huckleberry Finn” y “Un yanqui en la corte del rey Arturo”, homenaje a su amigo Tesla.

Y aquí entra en escena Chuck Jones, el creador de El Coyote y el Correcaminos. La descripción tan humana de Twain lo fascinó desde pequeño y lo animó -literalmente- a dar vida a Wile E. Coyote. Recordarán, además de no atrapar jamás al Correcaminos, que nunca habla. Dado el caso, levanta un letrero. Las dos cosas están relacionadas: prometió a su padre no decir una palabra hasta cazar al pajarraco.

Es tan querido que de vez en cuando surgen episodios apócrifos en los que atrapa al Correcaminos pero causan una suerte de angustia. Porque el Coyote Wile es un “Sísifo” de las rutas, la tenacidad es su esencia: caer al vacío y al instante levantarse para, con sus extraordinarias compras de productos ACME, seguir con el plan. El Coyote es esa enseñanza existencialista de que la vida es proyecto. Sin un exasperante beep beep, no somos nada.

Tamaño texto
Comentarios 3
suscribite ahora
Informate de verdad Aprovechá esta oferta especial
$11.990 $3.590/mes
Suscribite ahoraPodés cancelar cuando quieras
Comentarios
Cargando...