
Por Alvaro José Aurane
Para LA GACETA - TUCUMÁN
Hay dos noticias: una buena y otra mala. La buena es que la editorial Seix Barral, que pertenece al Grupo Planeta, ha reeditado La revolución es un sueño eterno, la significativa novela de Andrés Rivera (1928-2016) que tiene como personaje excluyente a Juan José Castelli (1764-1812). La mala es que ilustraron la tapa del libro, lanzado este mes, con un retrato de Mariano Moreno (1778-1812).
Este error a los efectos materiales de la publicación representa todo un lapsus respecto de la obra literaria. Es, prácticamente, un homenaje involuntario a la circularidad de la historia que sustenta la trama desarrollada por Rivera. Y, también, un sarcasmo del inconsciente respecto de la vida del prócer a quien, con justicia, se ha llamado “el orador de la revolución”.
Abogado y no cura
Castelli fue el mayor de ocho hermanos. Uno debía ordenarse sacerdote para que la familia tuviera derecho a una herencia: lo escogieron a él. Fue enviado al Colegio Montserrat, en Córdoba, donde conocería El contrato social, de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778). Allí trabaría amistad con Juan José Paso (1758-1833), Manuel Alberti (1763-1811) y Saturnino Rodríguez Peña (1755-1819).
Su padre murió en 1785 y Castelli dejó la carrera sacerdotal. Desistió del ofrecimiento de irse a estudiar a España junto con su primo, Manuel Belgrano (1770-1820). Prefirió estudiar leyes en la Universidad de Chuquisaca, donde se empapó del ideario de la Revolución Francesa (1789).
Se instaló como abogado en Buenos Aires y se hizo amigo del hermano de Saturnino, Nicolás Rodríguez Peña. La casa de este último fue sede de reuniones de los revolucionarios de 1810.
Orador y jurista
Castelli fue comisionado, junto con Martín Rodríguez, para persuadir al virrey Baltasar Hidalgo de Cisneros (1756-1829) de que convocara a un cabildo abierto. A esa instancia se llega tras las noticias de la España invadida por Napoleón: la disolución de la Junta Central (había asumido la representación de la soberanía del rey Fernando VII) y su reemplazo por un Consejo de Regencia.
Los historiadores Ricardo Germán Rincón y Liliana Patricia Heavey, en “La votación del cabildo abierto del 22 de mayo de 1810” (Revista Anales de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales. Universidad Nacional de La Plata, 2023), documentan el clima de tensión entre los revolucionarios, que quieren deponer al virrey, los partidarios de la continuidad de Cisneros.
“El Virrey en su carta del 22 de junio de 1810 dice que en el cabildo abierto del 22 no había vecinos principales porque fueron detenidos por las tropas en su camino al Cabildo, y que en su lugar se dejó pasar a habitantes sin significación y a hijos de familia sin edad suficiente. La misma opinión tuvo el Mariscal Vicente Nieto, en su carta del 23 de junio de 1810”.
En su Historia de la República Argentina (Sopena, 1964, Tomo II) Vicente Fidel López (1815-1903) da cuenta de que el virrey había dispuesto custodias en las bocacalles para garantizar que los partidarios de la Corona llegasen sin problemas al Cabildo. De otra manera no se entiende que hubiese accedido a llamar a un cabildo abierto, el único con derecho a formar un nuevo gobierno. Pero las milicias respondían -dice López- a líderes embanderados con la causa revolucionaria. Ellos entorpecieron la llegada de los leales a Cisneros y dieron vía libre a sus adversarios.
En este clima, la suerte no estaba echada. Del bando de los continuistas, la primera voz fue nada menos que la del obispo Benito de Lué y Riega. “Dijo que era un desacato insolente eso de querer negarle a la ciudad de Cádiz el derecho de imponer un gobierno general a las Indias -reproduce López-. Desconocer la Regencia que allí se había erigido era un crimen de alta traición; porque mientras quedara un punto libre de la Península Ibérica en donde se defendiera la causa del rey cautivo, ese pedazo de tierra o esa aldea tenía el derecho innegable de tomar el nombre del soberano para crear un gobierno provisional y para nombrar o autorizar todos los empleados y virreyes que debían gobernar las colonias. Por las leyes del reino, la soberanía del gobierno general y particular residía en España y era privativa de los españoles, fueran pocos o muchos. Los americanos tenían la obligación natural y canónica de obedecerlos. Y dado el caso de que toda la Península cayese en poder de los malditos franceses, los españoles que en América estuviesen constituidos en dignidad, por sus empleos civiles y eclesiásticos, eran los únicos que tenían derecho a concentrarse para erigir el gobierno que debía conservar estos dominios a Su Majestad Fernando VII”.
La respuesta de Castelli -reconstruye López- comenzó por plantear que, según el obispo, “los españoles que habían conquistado y poblado la América no habían engendrado hombres sino carneros en ella, puesto que los que habían nacido de esos padres eran simple cosa semoviente, y no hijos ni herederos de los españoles de América. (…) ‘El señor Lué nos trae -dijo Castelli- una singular novedad. Los hijos no heredan a sus padres. Los extraños, los mercaderes que no han hecho jamás otra cosa que chupar el jugo de nuestra tierra, esos son los herederos. Nadie ha dicho jamás un absurdo más ridículo ni más falso. Y ahí atrás -hace bien de tenerlas detrás- tiene el obispo las leyes que lo desmienten. Esas leyes declaran que los hijos legítimos son los herederos forzosos y únicos de los padres. Y como aquí no hay más que herederos, ni más conquistadores ni pobladores que nosotros, es falso que el derecho de disponer de nuestra herencia, hoy que la madre patria ha sucumbido, pertenezca a los españoles de Europa y no de los americanos’”.
“Pero el señor Lué ha dirigido otro grande ataque contra el legítimo derecho de las naciones -siguió Castelli-. Ha sostenido, sin sospecharlo, que debemos someternos a Napoleón, por el sagrado e inenajenable derecho de conquista. ¿Quién ha conquistado España? ¿Quién ocupa todas sus provincias y quién manda a la gran mayoría de los españoles? El obispo no nos negará que es Napoleón. Luego, si el derecho de conquista pertenece, por origen y por jurisdicción privativa, al país que conquista, justo sería que España comenzase por darle razón al obispo, abandonando la resistencia que hace a los franceses y sometiéndose por los mismos principios con que se pretende que los americanos se sometan a las aldeas de Pontevedra o al populacho de la Carraca. La razón y la regla tienen que ser iguales para todos. (…) Aquí no hay conquistados ni conquistadores. Aquí no hay sino españoles. Los españoles de España han perdido su tierra. Los españoles de América tratan de salvar la suya. Los de España que se entiendan allá como puedan. Los americanos sabemos lo que queremos, lo que podemos y adónde vamos, aunque el señor obispo no lo sepa ni quiera seguirnos”.
En el capítulo “La Semana de Mayo” de la colección “Crónica Histórica Argentina” (Codex, 1968, Tomo I) se recoge un argumento más de Castelli, de contundencia jurídica notable. “Desde que el señor infante Don Antonio (tío de Fernando VII a quien el rey confió la presidencia de la Junta Suprema de Gobierno) salió de Madrid (obligado por los franceses), ha caducado el gobierno soberano de España. Ahora con mayor razón debe considerarse que ha expirado con la disolución de la Junta Central (…). Los derechos de la soberanía -alegó el abogado- han revertido al pueblo de Buenos Aires, que puede ejercerlos libremente en la instalación de un nuevo gobierno, principalmente no existiendo ya la España en la dominación del señor Don Fernando VII”.
La reversión de la soberanía en favor del pueblo era el argumento que habían esgrimido las provincias españolas ante la invasión de Napoleón. Castelli resulta ovacionado.
Habrá un planteo de refutación de parte del fiscal de la Real Audiencia, Manuel Genaro Villota, pero no prosperará gracias a los argumentos de Juan José Paso sobre la “urgencia” de que “Buenos Aires se ponga a cubierto de los peligros que la amenazan”. Para ello, propone el amigo de Castelli, debe formarse de inmediato una junta provisoria de gobierno a nombre de Fernando VII.
Tras los debates se pasó a votar la siguiente proposición: “Si se ha de subrogar otra autoridad a la superior que obtiene el Excelentísimo señor Virrey dependiente de la soberana que se ejerza legítimamente a nombre del señor don Fernando Séptimo; y en quién”. De los 251 asistentes al Cabildo, votaron 224. Es decir, Por la continuidad del virrey se pronunciaron 69. Los restantes 155 se inclinaron por su destitución. Aquí están incluidos los que apoyaban la designación de Cisneros en la junta y los que proponían que gobernase asociado con otra autoridad, detallan Rincón y Heavey.
Prócer y personaje
“Escribo: un tumor me pudre la lengua”, anota el Castelli recreado por Rivera. “¿Yo escribí eso, aquí, en Buenos Aires?”, se pregunta en el capítulo primero de La revolución es un sueño eterno. “Y ahora escribo: me llamaron -¿importa cuándo?- el orador de la Revolución. Escribo: una risa larga y trastornada se enrosca en el vientre de quien fue llamado el orador de la Revolución”.
La circularidad está planteada. El destino sardónico quiere que la lengua del orador de la Revolución de Mayo esté descomponiéndose, allí donde el ideario de los revolucionarios terminó pudriéndose. El Castelli de la novela lo expone: “El invierno llega a las puertas de una ciudad que extermina la utopía, pero no su memoria”. Al Castelli de la historia le extirparon la lengua. Al Castelli de la novela, la realidad le extirpó el anhelo de un país libre y justo. Los ideales de las revoluciones, la de Mayo de 1810 y las de toda la historia, parecen condenadas a ser sólo un sueño eterno. De allí el interrogante medular de la novela: “¿Qué revolución compensará la pena de los hombres?”.
Ninguna compensó la pena de Castelli. Después de Mayo actuó con firmeza contra los enemigos de la emancipación. Él mandó a ejecutar al ex virrey Santiago de Liniers en agosto de 1810, por haber conspirado contra la Junta. Se unió en el Alto Perú al ejército de Antonio González Balcarce (1774-1819) y estuvo presente en la victoria de Suipacha. La Junta lo llamó a Buenos Aires y suscribió con el comandante realista José Manuel de Goyeneche (1775-1846) un armisticio en Desaguadero. Pero el acuerdo fue violado por los realistas, quienes ganaron la batalla de Huaqui, volviendo a someter a todo el Alto Perú. Tras la asonada del 5 y 6 de abril de 1811, Castelli se vio sometido a proceso del cual resultó absuelto. El Castelli de la novela, justamente, enfrenta a un tribunal.
El Castelli de la historia murió el 12 de octubre de 1812, pobre, perseguido y calumniado. “Yo, Juan José Castelli, que escribí que un tumor me pudre la lengua, ¿sé, todavía, que una risa larga y trastornada cruje en mi vientre?”, interroga al papel en el que escribe.
El olvido corrompe el recuerdo de ese hombre al que la historia le encomendó los argumentos que sostuvieran, en la hora decisiva, el comienzo del fin de la colonia, que culminaría en Tucumán con la declaración de la Independencia. Este mes, al reeditar un libro que rescata su figura, confundieron su retrato con el de otro prócer. “Escribo: mi boca no ríe”, garabatea el Castelli de la novela.
La podredumbre de la memoria histórica prohíbe, a cualquier boca, la risa.
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