Historias de la pandemia
En este número reunimos fragmentos de textos del libro Partituras del universo (Esmecu editorial), recientemente publicado. El volumen, compilado por Honoria Zelaya de Nader y Luciano Jorrat, agrupa relatos y un ensayo escritos durante la crisis de Covid-19 y la cuarentena de cuyo inicio se cumplieron cinco años esta semana. Sumamos un texto de Osvaldo Ferrari (no incluido en la compilación) y reseñas de libros sobre la pandemia.

La Intimidad
Por Santiago Kovadloff
La peste ha desfigurado, con su acoso inclemente y planetario, infinidad de aspectos de nuestra vida que parecían llamados a perdurar. Entre ellos, la relación íntima de cada cual con su cuerpo. Por eso y profundamente, en tiempos de pandemia como estos se alteran no solo nuestras relaciones sociales sino también el trato íntimo con nuestro propio cuerpo. Asediado por la peste, acechado por el contagio, el cuerpo pierde las habituales características que lo convertían en algo familiar. Al verse usurpado, en la percepción y en los hechos, por el riesgo, el temor y la desconfianza, se vuelve impersonal, incierto, amenazante. Y aun siniestro, en aquel sentido que Sigmund Freud atribuye al término al concebirlo como angustiante conjunción entre lo reconocible y lo extraño. El posesivo usual -mi- ya no se aplica con naturalidad al cuerpo. Él ha ganado, por obra del miedo, otra realidad que la que le atribuíamos al llamarlo nuestro. Ahora es poco menos que tierra de nadie. Allí se despliega la batalla entre salud y enfermedad. Y en días como estos, el desenlace es todavía incierto. Seguramente la especie sobrevivirá a esta catástrofe. Nosotros, en cambio, cada uno de nosotros, no lo sabemos.
La pandemia no solo ha convertido en imprudente, cuando no en riesgosa, la cercanía con otros cuerpos. Al despertar ahora cada mañana, sentimos que el día que ella nos trae puede ser el fatídico y que en él se manifiesten los síntomas más temidos. Solo nos distendemos, al menos en parte, al volver por la noche a acostarnos. Como si en ella el peligro fuese menor o nuestra salud más robusta.
No es necesario ser hipocondríaco para advertir que lo que a tantos les ha sucedido ya también a nosotros nos puede pasar. Aun cuando no haya síntomas, aun cuando ningún indicio lo delate, nuestro cuerpo podría estar incubando lo más temido.
A diario crece el número mundial de contagiados. A diario, el número de muertos. La peste es sigilosa, secreta en su acechanza. Basta sentirnos rozados por su sombra para que la intimidad con nuestro cuerpo estalle en pedazos. Esa proximidad nos altera como un espejo deformante. Al mirarnos en él, no podemos reconocernos. Se ha roto con nuestro cuerpo la identificación usual. ¿A quién refleja el cristal que no nos re produce tal como creemos ser? Hasta ayer, lo sabíamos. Hoy ya no. El intruso que rondaba nuestra casa bien puede haberse adueñado de ella. A ese cuerpo al que me resisto a dejar de llamar mío, la extrañeza empieza a arrebatármelo. Así, lo más íntimo deja de serlo. ¿Qué leyes son las que ahora lo gobiernan? ¿Cuándo, cómo darán a conocer ellas el veredicto de mi desalojo?
Abrumados por la duda, no renunciamos al cuidado del cuerpo. Pero ya no hay garantías de que él nos responderá con igual solidaridad.
Esta atención obsesiva sobre nosotros mismos ex cede todo interés sensato por nuestras personas. Si aún no estamos en manos del virus, es innegable que ya estamos emocionalmente alterados por su irrupción.
Vivenciado como algo que ya no es estrictamente nuestro en términos de intimidad, progresivamente incierto y en esa medida más y más ajeno, el cuerpo y nuestra conciencia se disocian. En una confiamos. En el otro, ya no...
45 / 718 / 121
Por Daniel Dessein
El último ensayo de Jorge Carrión tiene un comienzo potente. En dos líneas nos cuenta que el 17 de noviembre de 2019, por la mañana, un virus desconocido entró en el cuerpo de un hombre de 55 años cuyo nombre también desconocemos. Por la tarde, agrega, empezó el siglo XXI.
Es magnífico ese intento de identificar el momento exacto de un quiebre histórico. El segundo en que una época muere y otra nace. El nacimiento del siglo XX, desde el punto de vista de su cohesión histórica, podría situarse en el momento en que la bala disparada desde la pistola del bosnio Gavrilio Princip entra en la yugular del archiduque Francisco Fernando de Austria, un 28 de junio de 1914, en Sarajevo. El final del siglo, según Carrión, ya no está generado por un pedazo de metal que daña gravemente a la vena más vulnerable del cuerpo humano sino por un virus microscópico que entra en el organismo de un ignoto paciente cero, presumiblemente en Wuhan, enfermando a su receptor y replicándose luego en otros individuos no identificados que iniciarán una cadena exponencial de contagios.
Un final alternativo para el siglo se había planteado, para muchos, en el momento en que el segundo avión de United Airlines se estrelló contra la Torre Sur del World Trade Center, el 11 de septiembre de 2001. Este final guarda cierta simetría con el comienzo. Un siglo que se inicia y se cierra con atentados, con estruendos. El de una bala que impacta a un hombre que encarna el poder de un imperio. Y el de un avión, vehículo que recién en el año 3 del siglo -si nos atenemos a una formulación estrictamente aritmética- hace su vuelo inaugural con los hermanos Wright. Una variante contemporánea de esa invención impacta, 98 años más tarde, contra un edificio que simboliza el poder económico de otro imperio.
El segundo inaugural del siglo XXI imaginado por Carrión, en cambio, deriva de un hito silencioso, imperceptible para el ojo humano, diametralmente opuesto a la espectacularidad del 11-S. Imposible de verificar con precisión, se trata de un hecho cuya reconstrucción está atada en buena medida a la imaginación. Aceptemos que fue en Wuhan. Pero ¿quién fue ese paciente cero? ¿Llegó a dimensionar lo que ocurriría meses más tarde en todo el planeta? ¿Sobrevivió al virus? ¿O murió sin sospechar que en su cuerpo había gestado un fenómeno que abriría un paréntesis inédito en la forma de vida del género humano?
Toda esta divagación es un rodeo para contar otra historia en la que también podemos distinguir el momento en que una etapa se cierra y otra se abre. Su protagonista nació en La Habana y sus padres le pusieron un nombre que pocos años más tarde sería uno de los más elegidos por los padres cubanos. Ernesto González se exilió en Miami con su familia cuando tenía diez años, poco después de que su tocayo, Guevara, tomara el poder junto a Fidel Castro.
En Miami, Ernesto González terminó el colegio y luego estudió diseño gráfico. Tres décadas más tarde se convertiría en uno de los más destacados referentes de esa disciplina en el mundo. Un mundo que conoció como pocos.
Comenzaba sus conferencias proyectando una serie de cifras en una pantalla. La última vez que lo vi, los números eran 45 / 718 / 121. El primero indicaba los años que llevaba trabajando; el segundo, la cantidad de proyectos que había realizado; el tercero, la cantidad de países en los que había estado. Ernesto se aferraba a esa ecuación biográfica en la que el crecimiento de los números que cifraban sus acciones parecían desafiar el paso del tiempo…
El croto
Por Fabián Soberón
El croto tiene nombre pero nadie lo sabe. Los extranjeros lo llaman el homeless.
Hace años que no sabe nada de su familia. Su mujer y sus hijos se han ido al sur. Una vez habló con otro croto, en una estación de servicio, y le dijo que la vida en la calle era lo mejor. Así no tenía que despedirse por las noches de su esposa ni atender a sus hijos ni trabajar ni cumplir horario en una fábrica. No tendría jefe nunca.
El viernes el presidente de la República dictó la cuarentena. Fue un mensaje corto, estudiado, amable y sentencioso. Los millones de habitantes lo vieron en las pantallas. La mayoría hizo caso, se quedó recluido y cumplió con la exhortación del primer mandatario. Pero el croto no tiene casa ni televisión ni equipos elec trónicos.
El primer día de la cuarentena, se queda en el hall de entrada al banco, ese rincón en el que suele dormir en los últimos meses.
La cuestión de la comida es lo que más le preocupa. Él no sabe ni del discurso del presidente ni de la cuarentena. Solo se da cuenta de que algo pasa ya que los clientes del banco no están y los empleados, que suelen llegar temprano, tampoco asisten a su trabajo.
El croto piensa que es un gran beneficio. Tiene el espacio cerrado y chico para él solo.
Al mediodía hace su paseo por los basureros del barrio. En uno encuentra restos de pizza, un pedazo de pan y una botellita de agua casi llena. Seguro que fue alguien que no valora lo que tiene, piensa el croto.
Malos Augurios
Por Carlos Alfredo Alonso
Quizás toda la historia no sea más que una moraleja. Comencé a escribirla al poco tiempo de la detención del mundo. Elijo esta palabra, detención, porque el mundo se detuvo, sin más alegrías en las plazas, sin gente en las veredas, ni bocinazos en las ciudades. Y la elijo también, porque quedamos presos, una especie de arresto cautelar, en cualquier sitio donde estemos…
Las Piedras del Corazón
Por Roberto Espinosa
Fijate que siempre se busca un chivo expiatorio por más chico que sea el quilombito. “¿Sabés quién fue?” “¿Lo conocés?” Eso interesa más que analizar lo sucedido, ver en qué te equivocaste, si hiciste algo mal. Y sí, también es cierto que muchas veces hay cosas inmanejables, como los fenómenos de la naturaleza. En tantos siglos y con todos los avances de la ciencia, todavía no se puede predecir un terremoto o una sequía, pero tampoco las enfermedades, aunque haya indicios que nos anticipen de qué se trata. Vos me dirás que quien mal anda mal acaba; sin embargo, tenés sujetos que nunca han agarrado un pucho y se chupan un cáncer de pulmón feroz... Y en esos momentos, cuando parece que el agua está por llegar al río te asustás, te viene el julepe de la muerte. Te acordás de Diosito y de cuanto santo o virgen encontrás en el panteón, en busca de piedad. Toda la soberbia se te va al carajo.
Empezás a repasar tu vida, tal vez a valorar lo bueno que viviste o lo poco o mucho que tenés. Mirás a tu alrededor y descubrís que hay gente en la que nunca te fijaste por estar en tu nube de Úbeda, como decía el finado don Vicente Leónidas. No se te ocurrió que 105 podías compartir, ayudar en el mejor de los casos, ser solidario... Mucho golpearse el pecho en la parroquia. Le pedís al Tata que te haga ganar la lotería, que podás comprarte un auto, un depto., o hacer un viajecito a Europa, Asia o Ñuiork (nunca a Camas Amontonadas o a Sobaco Yuyo), que te haga aprobar una materia o que te aumenten el sueldo, que tu hijo consiga laburo, que la persona que te guste te dé bola, o ganar las elecciones para ser “un representante del pueblo”, y a cambio prometés que vas rezar más y a conseguir adeptos para la causa… Pero, claro, no escuchás que le pidan: haceme mejor persona, más tolerante, menos imbécil, más solidario, comprensivo, menos yoísta, como decía doña Matilde…
Hagia Sophia
Por Jorge Daniel Brahim
Esa mirada lánguida...
... pienso... mientras veo a través del ventanal que da hacia el jardín el lento remoloneo de las hojas secas que se pasean indolentes por el césped. Con esa pereza, tan propia de ellas, cuando el viento sólo es una brisa leve o, por caso, se olvida de soplar en serio.
Tucumán siempre es así. La llegada del otoño se anuncia por la decrepitud del follaje mucho antes de que se marche el calor que agobia. El verano, acá, se pega tanto a las casas, a las calles, a los campos y hasta a la mismísima fronda del San Javier que no da respiro ni un instante. Es la forma torpe e impúdica que elige, cada año, para evidenciarnos el exaltado amor que nos prodiga y que algún día, ¡hace tanto!, nos juró para toda la eternidad. El verano nos ama. Cada vez que nos visita, moroso del tiempo, nos envuelve en un abrazo interminable. En su aritmética absurda resta sus días a otras latitudes para sumárnoslo a nosotros, pobres, que entre exhaustos y hastiados de tanto bochorno pe dimos tregua a gritos. Sí, el verano nos ama... Nosotros, en cambio, lo aborrecemos.
Y encima, ahora, el virus…
... pienso... este virus maldito que nos viene a reiterar, ¡como si falta hiciera!, con énfasis amenazante, lo que nunca podremos obviar: la certeza de nuestra finitud inminente, esa volátil levedad que es el sello indeleble que llevamos marcado desde el llanto prístino.
Por estas horas atroces sólo pienso en esa mirada lánguida que se desvanece en un fondo sin fin. Tal vez ni haga falta decir que estamos en cuarentena, la única terapéutica que puesta en práctica desde el fondo de los tiempos nunca perdió vigencia. En estos días de estupor creciente cada minuto es la repetición exacta del que pasó y el anticipo del que viene, de un tiempo lineal compuesto sólo de monotonía y desasosiego. Ya ni siquiera nos convoca la tele. Hace días que decidimos renunciar a la pantalla porque todos los canales, a toda hora, no dejan de hablar de la pandemia…
Desierto
Por Bruno Cinellu
Las pocas personas que habían estado presentes en el sepelio, continuaban con sus barbijos colocados, ahora estaban distanciados unos de otros en la puerta del cementerio. En total eran seis, como marcaba rigurosamente el protocolo.
Otros que quisieron despedirse permanecían dentro de los autos estacionados, desde ahí todos saludaban con sus manos, o simplemente con sus miradas, a los dos familiares directos que pudieron venir a la íntima ceremonia.
Una viuda, esposa de un viejo amigo del difunto, junto a su hija se atrevieron a bajar de su auto, vinieron a abrazar al hijo del fallecido. Él no quiso ser descortés y aceptó el abrazo. Pero al primer contacto de una de ellas, es decir, cuando el primer rostro tocó el hombro de este señor, él sintió que bramaba. Las lágrimas de la mujer ni llegaron a permanecer sobre la blanca camisa, el calor de su cuerpo hacía que todo se evapore al contacto.
Ahí él empezó a sentirse afiebrado… primero no sabía distinguirlo, tal vez por todo lo vivido desde ayer, debido a los padecimientos y a la posterior muerte de su padre. A partir de este momento ya claramente lo diferenciaba…
Es como si después de enterrado su padre, a él le hubieran bajado las defensas en un solo golpe de cortina y en ese momento hizo efecto el virus…
Minutos de fama
Por Ricardo Alberto Bocos
Sólo puedo mirar por esta ventana amplia pero mezquina. Un roble americano, un trozo de pasto de la plaza que apenas caminé un par de veces y alguno que otro vecino con barbijo, gordo y mala traza. Con esto del coronavirus nadie se acuerdo ya del todos, todas, todes ni toddys, como el chocolatito que consumíamos de niños. Bah, las modas van y vienen y yo aquí, sentado tratando de mirar el mundo. No quisiera que todo desaparezca, pero parece que vamos para ahí según la televisión y el diario, que por suerte me sigue llegando religiosamente vaya a saber cómo y hasta cuándo. Y así pasan todos, hasta los días, desde este departamento de viejo viudo en cuarentena.
Cuando era estudiante de Fotografía siempre recordaba que para Andy Warhol 15 eran los minutos de fama que cualquier persona tenía el derecho de tener en su vida. Y en mi cabeza se reproducían mis sueños en 100, 1.000, 10.000 imágenes, como por el ojo de una mosca, como por los carteles de Time Square. Hasta llegar a ser un profesional reconocido y olvidado. Vivo como en una película. Lo que sucedió en fracciones de segundos, en estos momentos lo puedo representar en un largometraje completo… mientras respiro y me queda transcurrir en el tiempo sin tiempo. A contrapelo de Alfred Hitchcock que lograba filmar en tiempo real lo que narraba en sus películas…
Tempo
Por Alejandra Burzac Sáenz
Tac, Tac, Tac, Tac, Tac, Tac, Tac… las siete campanadas del reloj de pared le indicaban la hora exacta en la que antes salía en dirección al templo. Era jueves. Y los jueves eran los días del templo. La tarde caía con torna solados arreboles en el horizonte.
Ella se acicaló, y salió de forma imaginaria, ya que el nuevo DNU (Decreto de Necesidad y Urgencia) había extendido la cuarenta unos 12 días más. Se internó en las profundidades de su ser.
Tac, Tac, Tac, Tac, Tac, Tac, Tac, Tac, las ocho campanas la hicieron regresar de esta suerte de vuelo astral íntimo. Volvió en sí.
Y continuó la rutina de esta Cuarentena Preventiva y Obligatoria. Abrió la heladera, eligió el platillo con los ingredientes a los que parecía tomar asistencia en los estantes. Y armó el plato.
Entre la preparación y el momento de servirlo con testó Whatsaap, siguió a un amigo que se había pro puesto dar un recital de rock en vivo. Dejó comentarios en el muro de un poeta que publicaba en toda red que encontraba a mano un poema de esperanzas. Reenvió siete videos con coros que repetían, Quédate en casa. Cuidate, y escuchó el audio de su hija que preguntaba como hacía el guiso de lentejas con chorizo colorado.
Casi por inercia dijo mecánicamente primero los ingredientes y, audio seguido el procedimiento. En el tercer audio dijo monocorde: sal y ají, poquito. Al gusto. -Temiendo que si no lo decía las lentejas del otro lado del celular salieran insípidas-.
El ruido de la plancha sonaba como agua de cascada. La freidora acompañaba con cierto toque disonante a contratiempo. Todo estaba sincronizado, las costillitas de cerdo, las papas tipo fritas -como las que se compran en el supermercado- y daditos de manzana,
Cuando todo estuvo listo, casi al unísono los colocó como quien pretende mostrar una obra de arte, o quien prepara el platillo para una gran cena de festejos. Con la mostaza da un toque de color. El amarillo intenso parece un moño en el costado del plato blanco con enormes margaritas amarillas estampadas.
Tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac, tac.
La mesa lista y el llamado a cenar coincide con el aplauso a los médicos de los vecinos del edificio y de los que rodean la manzana.
Su marido la miró incrédulo. Hasta el día anterior ella preparaba música y saca el parlante para compartir alguna linda canción con los eufóricos encerrados que esperaban esos minutos para comunicarse, con los otros encerrados. Con los que como ellos temían por sus vidas, y se emocionaban de vivir esos cinco minutos en compañía, ruidosa, explosiva para volver a sus silencios y aislamientos. Cenó con la misma sonrisa y calma que la que lo venía haciendo los diez días anteriores.
También a la mesa concurren los mismos comensales. Él y ella. El mismo noticiero como música ambiental.
Pero algo no era lo mismo. Ella no era la misma. No había un llanto ahogado en la garganta, ni los lentes tapando los ojos rojos de llorar desesperadamente la angustia de esta forzada inmovilidad.
Los días de aislamiento le sirvieron para saber que nada de afuera era necesario. Que todo lo que había pedido, ambicionado y buscado en su vida estaba ahí pleno y vital, entre esas pocas paredes.
Carta a H. A. Murena
Por Osvaldo Ferrari
Para LA GACETA - BUENOS AIRES
Nuestro mundo, nuestra época, de los cuales tantas veces usted se ocupó, ha caído en una impensable reducción: ha tenido que cerrarse sobre sí mismo, mirarse y reconocerse en un cuadro de enfermedad y de muerte progresivos, que exige el distanciamiento entre cada uno y los otros para evitar el inmediato contagio de un virus desconocido.
Se ha debido entrar en una clausura social nunca antes experimentada.
Se ha detenido el consumo. la fabricación, la industria.
Se ha detenido el espectáculo, las manifestaciones, los eventos.
Cada uno debe quedarse en su casa durante un tiempo aún indefinido, y no salir de ella salvo para compras de alimentación y de medicinas.
En ese mundo interrumpido, unos gobernantes se aferran al aislamiento de la sociedad, mientras que otros lo condenan.
Se cierran las fronteras, se cierran aún las provincias, no vuelan los aviones, no corren los trenes ni los ómnibus.
Usted, que concibió ya en 1960 la salida del hombre al espacio, le mudanza del hombre de la tierra al espacio, vería que ahora, sorpresivamente, el hombre no puede salir a la calle en que vive.
Ese hombre, largamente encerrado en su casa, pierde la noción cotidiana del tiempo y el espacio.
Pierde a la vez la noción de su lugar en el mundo, la de sus derechos y hasta la de su libertad.
Al punto que no advierte que la democracia se ha convertido en una delegación integral del poder a la figura tutelar de quien manda.
Para usted, que señaló tempranamente la aguda preocupación de la gente por la salud, esta delegación quizá le parecería coherente con una población aprehensiva en estado de marcada sugestión.
El temor al virus ha hecho olvidar la vida social, ha hecho olvidar la vida económica, ha hecho impracticable la vida religiosa, la vida deportiva, la vida cultural.
Una predicción de empobrecimiento de todos sobrevuela el ambiente de la extendida clausura.
La disyuntiva vigente es la de si se debe consagrar los esfuerzos a asegurar la vida, o a asegurar la economía.
Para usted, que concibió el hábito de nuestro tiempo de volar en aviones como una forma de muerte insensible, este detenimiento, este freno al desplazarse, esta insólita limitación, quizá le parecería una forzosa posibilidad de recuperar la conciencia del aquí y del ahora.
Y en éste, el más raro de los aquí y de los ahora, en que la comunicación entre vecinos es de balcón a balcón, de aislado a aislado; en el colmo de la experiencia del extrañamiento del hombre en el mundo, quizá cada uno se vuelva sobre sí mismo, a su interioridad, quizá cada uno llegue a habitar lo que usted llamó ¨la ciudad interna¨; aquella en la que todos nos identifiquemos, en la peripecia, con todos.
© LA GACETA
Osvaldo Ferrari - Escritor. Autor, junto a Jorge Luis Borges, de Los diálogos (Seix Barral, 2023).