

Hace 130 años, hubo 46 segundos que marcaron el inicio de una nueva era en el entretenimiento. Una escena de extrema cotidianeidad, vivida diariamente por millones de personas en todo el mundo, de pronto quedaba registrada para la historia y se transformaba en la protagonista de un evento extraordinario y una experiencia inaudita.
El 22 de marzo de 1895, en la Sociedad Francesa de Fomento de la Industria Nacional en París, se proyectó para unos 200 miembros de esa entidad y contra un telón blanco la primera película de la historia: “La salida de los obreros de la fábrica Lumière en Lyon” (www.youtube.com/watch?v=HI63PUXnVMw). Apenas un mes antes, Auguste Marie Louis Nicolas Lumière y Louis Jean Lumière habían patentado un invento bajo el nombre de cinematógrafo, que reunía en un mismo aparato una cámara con la cual se tomaban registros fílmicos y un proyector para exhibirlas. Era una caja cerrada de madera con un objetivo que tenía dentro una película perforada de 35 milímetros; accionar una manivela les permitía tomar fotografías instantáneas que, en secuencia, mostraban los movimientos. Nueve meses más tarde, la innovación se transformaría en negocio cuando los hermanos consumaron la primera función comercial de su corto, para 40 curiosos que se deslumbraron con sus imágenes.
Los saberes de los hermanos fueron complementarios: Auguste se formó en medicina y biología, y Louis en física y química, junto a la música. Todas las experiencias anteriores sucumbieron ante lo alcanzado por los escépticos Lumière, pese a que ellos auguraron que “el cine es una invención sin futuro”, formados como estaban en la fotografía por mandato familiar. Amalgamar la técnica con el contenido permitió al cine evolucionar hasta conformar el séptimo arte a partir del aporte de la ficción narrativa, los efectos especiales y los trucos que despertaron tanto admiración como temor en los espectadores iniciales (es inolvidable la repercusión de “La llegada de un tren a la estación de La Ciotat”).
Los Lumière fueron además precursores en el color en el cine (su placa autocroma es de 1903), así como su compatriota Georges Méliès construyó mundos alternativos antes de que los grandes estudios naciesen en Estados Unidos y cambiaran las reglas de juego comercial.
Al pensar en esos inicios, la inocencia aparece como una referencia ineludible. Hoy todo ha cambiado, pero la muerte del cine ha sido tantas veces anunciada como refutada en los hechos. La tecnología dio origen a la radio, la televisión, el cable y las plataformas de streaming, pero la convivencia entre soportes permitió que cada una tenga un nicho de existencia. Hoy ir a una sala es una experiencia que excede ver pasivamente un filme, con butacas que se mueven, sonido envolvente, aromas y viento en la cara, sintonizado con lo que pasa en la pantalla.
“La gente buscaba en 1895 lo mismo que buscamos hoy: estar juntos en una sala, a oscuras, compartiendo emociones ante una gran pantalla”, afirmó hace una década Thierry Frémaux, director del Instituto Lumière de Lyon. Más allá de los cambios de hábitos de consumo y avances tecnológicos, la necesidad de que algo nos conmueva, nos asombre o nos haga pensar sigue siendo el motor cada vez que elegimos una película para ver.
PUNTOS DE VISTA
Una fábrica de cultura, sensaciones, ilusión y emoción
Juan Carlos Veiga
Director de la Escuela Universitaria de Cine de la UNT
Desde aquella salida de obreros registrada por los hermanos Lumiére, la incertidumbre por la evolución -o involución- del cine arrojó múltiples análisis, teorías y premoniciones.
Para imaginar un futuro escenario de su desarrollo y sus formas de consumo, puede resultar útil trazar un recorrido hacia sus comienzos, observando los múltiples cambios generacionales, tecnológicos, culturales y los más diversos contextos globales de toda índole por los que ha atravesado. Fue siempre tentador para las teorías apocalípticas vaticinar su defunción a partir de la irrupción de los grandes hitos de la tecnología y los nuevos modos de comunicación audiovisual que han aparecido, desde las primeras transmisiones de televisión en los años 30 hasta las nuevas plataformas actuales con una amplia paleta de contenidos para el espectador y sus diversas formas de pantallas en el mercado.
Un hecho es incuestionable: se sigue produciendo, filmando y proyectando (con notables modificaciones de sus procesos) como hace bastante más de un siglo. Es verdad que la industria impulsa a un individualismo donde, cada vez más, el sujeto tiende a ver en solitario y desde la comodidad del hogar o del lugar donde se encuentre, sin importar lo diminuto del dispositivo. También es cierto el cambio cultural y generacional que parece establecer nuevas reglas sobre los efímeros tiempos de atención, con un bombardeo audiovisual y hasta un cambio en la orientación vertical de la pantalla en algunos casos. Esto junto a la carga abrumadora de información en pocos segundos que dificulta la reflexión, la comprensión y, por qué no, el disfrute.
Es preciso diferenciar ante los posibles escenarios futuros dos dimensiones esenciales de esta disciplina. Una es la concepción y elaboración del producto cinematográfico y otra es la forma en la que llega al espectador.
A manera subjetiva, pensar en los próximos 100 años sería arriesgado. No olvidemos que presagios de ciencia ficción como los de Ridley Scott o Steven Spielberg han aparecido en la vida real antes de la cuenta. No podemos ser ajenos a lo que ya es presente y marca una tendencia hacia lo inminente.
La bifurcación del camino la imagino en dos formas de “cines”: una, el cine digital actual con algunas dimensiones todavía “analógicas” como equipos de trabajo y personas reales, con logísticas complejas y costosas, escenarios y elementos tangibles, con una producción y realización que tal vez en un futuro se consideren artesanal; y por otro lado un cine prácticamente virtual, que no solo abarca los soportes técnicos digitales de hoy o las maravillas de la animación, sino que abre la puerta a una nueva dimensión con escenografías virtuales hiperrealistas, posibles inteligencias artificiales que construyan personajes con avatares de actores reales, suplantación de voces auténticas y más.
Ni qué hablar de las nuevas dimensiones de la proyección de los filmes con tecnologías como el cine inmersivo donde podríamos ver películas que no solo se proyectan en pantallas, sino que envuelven al espectador en experiencias de realidad virtual o aumentada para sentir que estás dentro de la película, interactuando con los personajes o recorriendo sus escenarios. Además aparece la posibilidad de un cine a la carta, donde las narrativas sean interactivas desde la creación de películas completas o con historias personalizables, donde el espectador elija el rumbo que toman los personajes, similar a los videojuegos que están teniendo una notable influencia. Esto puede incluir tecnología sensorial: integrar elementos que estimulen los sentidos, como aromas específicos, vibraciones, cambios de temperatura y todo lo que nuestras mentes puedan imaginar para sumergirte aún más en las escenas. .
Todo tiende a que este último “cine” debiera ser el que se imponga de manera masiva. Sobre todo, en las nuevas generaciones donde toda actividad vinculada a la tecnología está pensada para que sea consumida de manera personal e individual, con accesos de la manera más fácil y rápida. Este punto hace que la pantalla cada vez se achique más.
Pero como todo lo artístico, cultural (¿y porque no lo comercial?) terminan siendo cíclicos, lo clásico siempre vuelve a aparecer como una gran opción que sigue atrayendo aún 130 años después de “La salida de la fábrica”, incluso a las nuevas generaciones. Fundamentalmente porque no somos seres individualistas es que podemos ver en pleno 2025 salas comerciales convencionales abarrotadas de niños o adolescentes disfrazados, en un estreno de su película favorita; eso nos hace pensar que las clásicas salas no caerán ante los facilismos de las plataformas digitales.
La pregunta es: si a lo largo de la historia el cine ha sabido adaptarse, reinventarse y evolucionar a los cambios radicales del pasado y presente, ¿por qué no podrá hacerlo a los del futuro? La industria (con sus realizaciones y proyecciones) es una fábrica de cultura, sensaciones, ilusión, emoción y entretenimiento. La respuesta la sabremos cuando en las próximas décadas sigamos viendo espectadores y realizadores en “La salida de la fábrica”.
En un continuo diálogo con sus tiempos
Adriana Chaya
Directora de Medios Audiovisuales del Ente Cultural
Existe mucho interés sobre el futuro del cine, en cuanto a cómo los cambios tecnológicos impactaron y siguen impactando en él. No tenemos duda de que el cine fue una gran invención revolucionaria que, con el transcurrir de los años, se fue posicionando en nuestras vidas. Tras muchos cambios y alteraciones, fue encontrando su camino para entrar en cada casa: hoy en día, todo el contenido audiovisual está a un botón de distancia: series, youtubers, formatos cortos, dejan entrever que los modos de consumo han cambiado y que las nuevas generaciones van cada vez menos a las salas de proyección.
Estamos en un momento clave para la industria. Su desafío es mantenerse vigente más allá de todo cambio, abrazarlos y seguir conquistando a sus espectadores. Todos sabemos que la sensación de ver una película por primera vez en pantalla gigante es, sin duda, una experiencia memorable e inigualable.
El cine ya se enfrentó a los desafíos de la televisión, del video y ahora del streaming; pero inevitablemente el tiempo no se detiene, y las películas forman parte de ese movimiento combinando instantes y eternidad en cada una de sus escenas, de sus historias.
Es una herramienta que está en constante desarrollo, y que siempre nos pone al alcance momentos políticos, sociales y culturales de nuestra historia y que, sin dudas, seguirá existiendo como tal porque aún tiene mucho por contar. Es que el cine es un continuo diálogo con sus tiempos: pasado, presente y futuro.