A Pablo Santi, rosarino por vocación
El bus sale de la terminal de Rosario y recorre las calles oscurecidas. Una pena como flecha punzante y corta se clava en mi cuello. No sé por qué se esparce como agua fría en mis latidos. ¿Será porque Rosario se ha convertido en secreto en mi ciudad platónica? ¿Será que es utópica porque no he podido escribir sobre ella?
La primera vez que llegué tenía 19 años. Y esa noche dormí en un baldío impune al frente de la terminal. Iba con mochila en la ruta y con un amigo nacido en Perú. Llegamos en un camión sin caja, bajo el rayo abrasador, con la inclemencia como marca de fuego. Dormimos en las plazas, en estacionamientos públicos, en garajes privados, en la vereda de una casa cerca de la costa.
Veo las calles del centro, las galerías, los bares, los edificios, los teatros y escucho la tomada rosarina, veo la costanera, el rumor del río y se me viene el pasado que forjó la ciudad en mi juventud. Tengo conmigo el agua marrón, las lejanas islas, el cielo de verano que es poesía, los versos de Juanele, el humo en la lontananza.
Laura Rossi me dice que no me guie de sus pasos frente a los semáforos. Sospecho que el cansancio obra en esa dirección. Laura no es Beatriz, pienso, pero sí una extranjera, como yo, que siente lo que sentí la primera vez en esta ciudad a la que vuelvo menos de lo que quisiera. Ni bien doy unos pasos percibo el aleteo que corroboran la impresión, los latidos inconmovibles: el faro de la ciudad se mueve, intacto, secreto, y viene desde el submundo de su corazón.
Diego Segura, dueño de una librería de incunables, toca en su mente la guitarra de jazz en medio de las torres librescas. Un miembro de la banda tocó hasta antes de su muerte. Tenía 93 años. Diego sigue la estela de esa pasión: en sus palabras se escucha la entrega a la música y el deseo de su babel en miniatura. Para que yo vea el desorden actual, Diego montó los estantes, pintó las paredes, construyó su casa de papel. El orden es malo, dijo, pero el desorden es peor.
Camino con Rafael Urretavizkaya en dirección al río. La mañana es transparente y algunos pájaros rondan el cielo límpido. Desde la lejanía el agua pulula como un rumor desenfocado. Los edificios, intactos, escoltan el río. Comemos en el parque. Unos niños persiguen a las palomas mientras Rafael desgrana sus historias al lado del monumento. El sol mejora el horizonte. Rafael toma fotos de unos barriletes cuyos retazos de papel se mueven con el viento. En el río, los veleros reflejan los rayos inmemoriales y el bullicio apagado humedece la tarde. Rafael mira hacia el agua y un pescador salta la baranda opaca y hace equilibrio en el borde exiguo. Es como un breve bailarín que mueve su cuerpo según el ritmo de su caña. Miro los barcos que pasan, lentos. Dejan una estela y el agua lleva un mensaje oculto: no sabemos hacia dónde van. El tiempo se suspende. Pasado y futuro tienden a un único fin: el presente. Un hálito inexplicable nos envuelve. El vendedor de helados interrumpe con su melódico chirrido “Para Elisa”. Los chicos juegan a la pelota y el aire se torna más liviano.
Me alejo del río y la ciudad se queda suspendida en un extraño vacío. Hay un momento de la tarde en que no sé quién soy. La ciudad es un plano del extrañamiento. Jorgelina Giménez está embelesada con el flâneur. ¿Seré uno de ellos si disfruto de los esquivos pasos del extrañamiento? Pablo Colacrai se para al lado mío en la calle oscurecida. Espero un taxi: se avecina el final. Unos autos pasan rasantes con sus faros estrechos. Pablo dice unas palabras que se chocan con mi pena escondida. Un haz pega en mi cara y la noche cambia de ritmo. La ciudad estrena la velocidad de la tristeza.
No puedo escribir Rosario. La incapacidad tiene que ver con un extraño amor. La ciudad me escribe, me sobrepasa. El sentimiento me nubla la mano y me enrarece la mirada. La adoración imposibilita la escritura. La ciudad es más grande que la vida. La literatura surge cuando el amor no tiene relación con la verdad; surge si el amor se convierte en escritura.
© LA GACETA
Fabián Soberón – Escritor.