El escritor que descubrió las ataduras que nos hacen libres

El escritor que descubrió las ataduras que nos hacen libres

MONTESQUIEU. Analizó la importancia de dividir el poder de los gobernantes. MONTESQUIEU. Analizó la importancia de dividir el poder de los gobernantes.

Como síntoma inequívoco de la pandemia de disgregada calidad institucional que atraviesa buena parte de occidente, la fecha pasó sin penas ni glorias. El lunes pasado se cumplieron nada menos que 250 años del fallecimiento de Charles-Louis de Secondat. La posteridad lo recuerda por el nombre de las tierras francesas de la que era barón: Montesquieu. En rigor, debería ser recordado por la misma razón por la que son legión los que prefieren olvidarlo. Su obra más señera, El espíritu de las leyes, determinó que para que las personas puedan gozar de las libertades políticas, el único camino es dividir el poder de los gobernantes. Es decir, la separación de los poderes del Estado. Y, muy en particular, la completa separación de la Justicia respecto de los poderes Ejecutivo y Legislativo.

Montesquieu nació en una familia de la antigua nobleza de Guyena. Esa condición social le dio la comodidad material para poder abocarse a estudiar. Es, de hecho, uno de los pensadores perennes de la ilustración. El tercer elemento que se suma a su prosperidad y a su intelectualidad fue su condición de viajero. Con esos ingredientes se cocinan sus obras más recordadas.

Cartas y consideraciones

Nació el 16 de enero de 1689, en el castillo familiar: La Brède. Estudio leyes en la Universidad de Burdeos (cercana a su residencia) e ingresó al parlamento de esa ciudad en 1714, tras la muerte de su padre. El título de Barón de Montesquieu lo heredó de su tío, en 1716, junto con la presidencia del cuerpo legislativo. Las magistraturas públicas, en ese tiempo, se compraban (legalmente, cabe aclarar) y él vendió la suya en 1728. Con ese dinero emprendió un prolongado periplo por el Viejo Continente. Visitó media docena de reinos. Pero el que realmente lo marcó fue Inglaterra.

El absolutismo había fracasado en su intento de arraigarse en esa nación. En su contra conspiraron la tradición parlamentaria, la influencia de contractualistas de la talla de John Locke (1632-1704) y, claro está, la “Revolución Gloriosa” de 1688. En contraste, Montesquieu fue contemporáneo del “rey sol” Luis XIV (el que acuñó aquello de “El Estado soy yo”), quien gobernó hasta su muerte, en 1715. Lo sucedió Luis XV hasta su deceso, en 1774. Así que el Señor de La Brède también presenció ese año la coronación de Luis XVI, a quien depuso la Revolución Francesa de 1789.

El contraste era brutal. Cuando regresó a Francia Charles-Louis de Secondat se instaló en su castillo y dedicó los siguientes dos años a poner en orden sus impresiones. Luego, volvió a escribir. En la década del 20 del siglo XVIII había publicado Cartas persas. Aunque lo hizo anónimamente, fue un éxito. Era un libro sardónico sobre el poder (la religión y la política) y le abrió la puerta en los círculos intelectuales. Ahora, de regreso y en otra década, dejó las ironías: Consideraciones sobre las causas de la grandeza y la decadencia de los romanos, publicada en 1734. El crítico literario Charles-Augustin Sainte-Beuve (1804-1869) la consideró “la más clásica y la más perfecta” de sus creaciones.

Montesquieu no cree que haya sido la voluntad de Dios la que intervino. En un elogio de la razón, atribuye el auge de Roma a la fortaleza de las instituciones y de los valores de la república. Y la decadencia, al empoderamiento de los líderes militares y al sacrificio de las libertades.

Principios y divisiones

Una década y media después vio la luz El espíritu de las leyes. Era, ya, una obra de madurez: su autor tenía 60 años cuando la publicó en 1748. “Para mejor inteligencia de los cuatro primeros libros de esta obra, hay que tener en cuenta que lo que llamo virtud en la república es el amor de la patria, es decir, el amor de la igualdad. No es una virtud moral ni cristiana: es la virtud política. Es el resorte que hace mover la república”, escribió, a modo de “Advertencia” preliminar.

Contemporáneo de Montesquieu, el filósofo Jean le Rond d’Alembert (1717-1783) realizó un estudio de El espíritu de las leyes, prólogo de numerosas ediciones de ese libro. Reseña que el autor identifica el “principio” de los tres tipos de gobierno posibles. El “principio” de la democracia es el amor de la república: la igualdad. Consiste en que todos los ciudadanos se sometan igualitariamente a las leyes. En las monarquías, “donde se suele confundir al Estado con un único hombre”, el “principio” es el honor: la ambición y la estima de la dignidad. En el despotismo, el “principio” es el miedo. Cuanto más severos son estos “principios”, más estable es el gobierno -plantea-. En contraposición, cuanto más se corrompen, más derivan estos regímenes hacia su destrucción.

En cuanto a las leyes, “en las repúblicas, es preciso juzgar según la ley, ya que ningún particular es dueño de alterarla. En las monarquías, la clemencia del soberano puede algunas veces mitigarla. Pero los delitos jamás deben ser juzgados sino por magistrados encargados expresamente de entender en ellos”. De Secondat postula que la ley común de todos los gobiernos “moderados” y “justos”, es la libertad política de la que debe gozar el ciudadano. Esa libertad no consiste en hacer lo que se quiera, sino en poder hacer todo lo que las leyes permiten.

Todo lo cual desemboca en la división de poderes. En el Capítulo VI del libro primero, “De la constitución de Inglaterra”, escribe Montesquieu que “en cada Estado hay tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas relativas al derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho civil.  En virtud del primero, el príncipe o jefe del Estado hace leyes transitorias o definitivas; o deroga las existentes. Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía y recibe embajadas, establece la seguridad pública y precave las invasiones. Por el tercero, castiga los delitos y juzga las diferencias entre particulares. Se llama a este último poder judicial”.

Luego define: “La libertad política de un ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su seguridad; para que esta libertad exista, es necesario un gobierno tal que ningún ciudadano pueda temer a otro”.

Entonces, “cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la confianza, porque puede temerse que el monarca o el Senado hagan leyes tiránicas y las ejecuten ellos mismos tiránicamente”.

Luego, “no hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si no está separado del poder legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos; como que el juez sería legislador. Si no está separado del poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor”.

Para concluir, razona: “Todo se habría perdido si el mismo hombre, la misma corporación de próceres, la misma asamblea del pueblo ejerciera los tres poderes: el de dictar las leyes; el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o los pleitos entre particulares”.

Claro que El espíritu de las leyes no es un libro perfecto, ni aspira a serlo. No lo intentaba en su época, mucho menos ahora, tras la era de las revoluciones políticas, primero, y de las revoluciones industriales, después. “Debe ser tomado por lo que es (reclamó Sainte-Beuve): una obra de pensamiento y de civilización”. En ese contexto, Montesquieu advierte que el poder, en el Estado, debe ser dividido. Uno dicta las leyes, otro las ejecuta y un tercero las interpreta. Esas funciones son exclusivas e indelegables. Sólo dividiendo el poder conseguirán los ciudadanos la libertad política.

Odiseas y constituciones

Esa república, consagrada en la Constitución de la Nación Argentina, cumple exactamente esa tarea en la actualidad. Lo expuso, con implacable lucidez, el constitucionalista argentino Roberto Gargarella en un ensayo a estas alturas canónico: Constitucionalismo vs. Democracia, con una metáfora de una obra fundacional de  la literatura de occidente: la Odisea.

“En el relato tradicional, Ulises, como capitán de su navío, les exige a sus marineros que lo aten al mástil de la embarcación, porque temía perder el control una vez enfrentado al canto de las sirenas. Al dar aquella orden, Ulises sabía que (…) se vería tentado a desviar su embarcación, e incapacitado así de llegar al destino que se había fijado inicialmente. Ello no lo llevo a desdecirse. Ulises tomó su decisión de modo consciente, convencido de que de ese modo -atado al mástil, inmovilizado- podría conseguir el objetivo que se había propuesto en un principio. Cualquier descripción de tal situación como una ‘pérdida de libertad’ por parte de Ulises resultaría insensata. Ulises ganó libertad, en lugar de perderla, cuando se ató al mástil: fue así cómo consiguió llegar al destino prefijado”.

“La moraleja parece clara -escribe Gargarella-: (…) en ocasiones, ganamos en libertad cuando nos limitamos. Dicho de otro modo, hay limitaciones que liberan, ataduras que nos capacitan. El traslado de esta metáfora al campo constitucional parece obvio: del mismo modo en que Ulises pudo ganar libertad, en lugar de perderla, al incapacitarse para ciertas acciones, una sociedad también puede expandir sus capacidades auto-imponiéndose determinados límites. Este sería el rol de la Constitución -poner límites ‘capacitadores’ sobre las facultades de autogobierno de la sociedad-. Reconociendo los riesgos de caer en tentaciones inadmisibles (oprimir a grupos minoritarios, censurar a la oposición), una comunidad actuaría tan racionalmente como Ulises si decidiera fijar, de una vez, ciertos límites irrenunciables, capaces de potenciar la propia libertad futura”.

En el libro III, Capítulo V, Montesquieu habla del “hombre de bien”. “No es el hombre de bien cristiano (supo aclarar), sino el hombre de bien político, que posee la virtud política de que he hablado. Es el hombre que ama las leyes de su país y que obra por amor a estas leyes”.

Charles-Louise de Secondat murió el 10 de febrero de 1775. Unos 27 años atrás, con El espíritu de las leyes, había alcanzado la inmortalidad de sus ideas.

© LA GACETA

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#2 16 Feb 2025 12:22 Hs
Estimado Álvaro Aurane, muchísimas gracias por tan excelente nota!!! Nunca se olviden: Tiranos reyes, vacías leyes!!!
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#1 16 Feb 2025 09:10 Hs
Excelente ensayo. Me gustaría que lo leyeran los próceres de derecha para que se ataran como Ulises. Gracias por tanta claridad.
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