La misa de hoy: La presentación del Señor

La misa de hoy: La presentación del Señor

Por Pbro. Marcelo Barrionuevo.

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02 Febrero 2025

Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.

Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción –y a ti misma una espada te traspasará el alma–, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.

Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él. (Lc 2, 22-40)

La narración del episodio de la Presentación de Jesús al templo es solo presentado por el evangelista Lucas, que dedica los primeros capítulos de su Evangelio a los eventos de la infancia del Señor. El marco es el del Templo de Jerusalén, donde María y José llevan al niño para cumplir con la ley que indicaba que todos los primogénitos fueran rescatados.

En verdad, el evangelista concentra aquí una serie de ritos antiguo-testamentarios, pero con aparente poca precisión, dejando inclusive algunas cuestiones en suspenso. En el versículo 22 por ejemplo, se habla de los días en que “habían de purificarse”, refiriéndose a la mamá y del niño, mientras que la purificación era cuestión solo de la mamá y no del niño. Lucas pasa de inmediato a otro rito: la presentación del niño al templo, mismo que al tiempo de Jesús no estaba ya en uso, mientras que después omite el del rescate del primogénito, que por el contrario si estaba prescrito por la ley (Nm 8, 14-16) y se podía realizar en cualquier lugar, sin que fuera necesario ir al Templo.

La intención del evangelista es la de poder narrar el evento central: el encuentro con Simeón y Ana, israelitas fieles al Señor que, en obediencia al Espíritu reciben la revelación de la presencia del Mesías.

Por una parte, se subraya la obediencia a la ley: en tres versículos, del 22 al 24, Lucas habla en tres ocasiones de la obediencia de María y de José a la ley del Señor (“según la ley de Moisés… como prescribe la ley…”).

Por otra, encontramos otra obediencia, la de Simeón al Espíritu: de nuevo en tres versículos (del 25 al 27) es nombrado tres veces el Espíritu, que mueve los pasos de Simeón hacia el Mesías esperado. En este pasaje el verdadero protagonista es el Espíritu Santo.

Podemos decir que la obediencia a la ley mueve los pasos de la Sagrada Familia hacia el Templo, y la obediencia al Espíritu mueve los pasos de Simeón. En aquel momento, en un cierto sentido, la antigua ley se encuentra en una nueva manera con el Espíritu Santo y su ley. Es así que ocurre el encuentro con la revelación.

Simeón entonces, movido por el Espíritu, reconoce en aquel niño el Mesías esperado y alza a Dios una oración. Pide poderse despedir de la vida ahora que ha llevado a término su misión, la de esperar al Señor. El Espíritu le había preanunciado que no habría muerto sin haber visto antes “El Ungido del Señor” (26). Ahora esto se ha llevado a cabo, el tiempo de espera terminó.

Simeón no ha hecho nada de particular, no tiene nada de que sentirse orgulloso, solo el haber visto que Dios ha sido fiel a aquello que le había gratuitamente prometido.

Ha visto la salvación del Señor, no ha visto solamente un niño; con los ojos del Espíritu, ha visto que este niño, este Mesías, es Aquel que salva, es la salvación.

En otras palabras, Jesús, que es llevado al templo para ser rescatado, es reconocido como aquel que rescatará a su pueblo y a todo el mundo, como Aquel que traerá la salvación definitiva. Para todos, este Mesías será luz.

Ha sido el Espíritu que ha permitido a Simeón y después a la profetiza Ana, ver aquello que la multitud del Templo no ha podido ver. Fue el Espíritu Santo que permite ver la salvación que se realiza, que permite ir más allá que los ojos de la carne puedan ver, y entender el sentido profundo de estos sucesos.

El modo en que esto se cumplirá, permanece aún un misterio, y permanece una especie de sombra que apunta al interno de esta luminosa profecía. La salvación pasará a través de la hostilidad y el rechazo: un sufrimiento a precio alto.

Esta salvación, anunciada para todos, se convierta sin embargo en signo de contradicción, de rechazo . (Lc 2, 34-35).

Delante de esta salvación, será necesario tomar una posición: para quien no la reciba, será motivo de tropiezo, y para quien la reciba será resurrección y vida.

En esta fiesta se celebra también la jornada de la vida religiosa, o bien, de aquellos que como Simeón y Ana, desgastando la vida solamente esperando el encuentro del Señor, en la oración y en el servicio de la caridad, y, como dos centinelas, anunciando que ven con los ojos del Espíritu la salvación, de la cual han hecho experiencia como don para todos.

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