Juan Carlos Calabró nos ha legado un personaje de infinita densidad filosófica, a pesar de que jamás aparece en escena en los numerosos capítulos de Calabromas emitidos desde 1980: el Bobero. Una suerte de “hombre de la bolsa” para los bobos, cuya omnipresencia simbólica lo convierte en una figura tan absurda como profundamente humana.
La figura del bobo volvió a nuestra lista de palabras más usadas a partir de que hace dos años Lionel Messi lo usó para su famoso: “¿Qué mirás, bobo? Andá pa’ allá, bobo”. La prensa trató de magnificar el insulto, como que Lio había dado lugar a un Mr. Hyde o peor, a un Maradona. Por caso, “La Nación” describe la escena de la pulga enfurecida como una “reacción intempestiva” que “convulsionó” el ambiente. Sin embargo el insulto de Messi dista de ser tan punzante. En realidad, tiene cierto candor, una inocencia que lo diferencia de otros improperios más brutales. Es, incluso, uno de los pocos insultos que tienen una dimensión reflexiva, se aplica a sí mismo: es un poco bobo decir “bobo”.
La palabra “bobo” tiene connotaciones peculiares en el ámbito hispanohablante. En el teatro del Siglo de Oro, por ejemplo, el “bobo” era el criado gracioso, alguien cuya simpleza provocaba risa, pero no rechazo. Sin embargo, en la cultura argentina, el “bobo” se enfrenta a un curioso antagonista: el “vivo”. Aquí es donde encontramos una distinción fundamental. El “bobo” denota ingenuidad, una falta de astucia que, en su inocencia, resulta incluso entrañable. El “vivo” es el bobo peligroso, porque es la picardía individualista, que se paga con indiferencia y estupidez comunitaria.
En este contexto, Aníbal, el antihéroe de barrio que protagoniza Calabromas, se sitúa en un terreno ambiguo. Es un bobo al cuadrado, con su camiseta y las extravagancias cancheras de perdedor ruidoso. Su único espejo para no reconocer su condición es el amigo Juan. Anibal juega a interponerse entre él y el hombre de la bolsa de los bobos. De ahí que al ser el rey de los bobos sea un personaje entrañable. Recordarán muchos la escena: “Juan, te aviso que el Bobero anda cerca. Lo vi anoche con un saco enorme y preguntó por vos”, le dice con sorna. Los personajes arrancan carcajadas, pero también despierta una empatía sutil. En esas bromas se cuela la melancolía por la certeza de que el primero en caer en la bolsa sería el propio Anibal. Bobero, andá pa’ llá.
Los críticos de Calabró lo acusaron de perpetuar estereotipos, de repetir fórmulas. Pero esto lo coloca en una tradición rica de la comedia y quizás muestra una comprensión de la esencia del arte de hacer reí en la línea de pensadores como Henri Bergson. Tengamos en cuenta por caso a los más grandes payasos del siglo XX: Gaby, Fofó y Miliki. Sus acciones eran una estructura clásica: el “payaso bobo”, el “serio y mandón” y el “contramandón”. Ellos conocieron un éxito varias veces mayor al de nuestro Juan Carlos Calabró. Sin embargo, quizás Calabró fue más allá. Porque creó personajes que sacó del imaginario argentino, riéndose con nosotros y de nosotros. Sus figuras reflejan nuestras contradicciones profundas en lo que a educación, a vida social y sentimental se refiere (pensemos también en su “borromeo”, en “el contra” con su “!Eh Pedro!”, o el cantante ridiculisimo que encarnaba en “El majestuoso”.
Los “payasos de la tele” (tal era el nombre del show que consagró a Gaby, Fofó y Miliki) apuntaban a un imaginario colectivo que clamaba por esa inocencia. No eran bobos. Hace poco, Fofito, hijo de Fofó y también parte de la compañía, señaló que ellos como payasos fueron “apolíticos pero no tontos” al crear sus historias. Recordó con cariño a Francisco Franco, quien debutó como dictador apenas días antes que ellos en la pantalla chica. Para dar cuenta del vínculo, contó que en una ocasión el generalísimo, al enterarse de un incendio en la Televisión Española (TVE), se puso gritar como loco “¿Le ha pasado algo a Fofó?, ¿Le ha pasado algo a Fofó?” . Bombero, andá pa’ llá.