Es probable que Papá Noel y los Reyes vengan para cumplir deseos que de otro modo quedarían pendientes, puesto que no se trata tanto de si nosotros mismos podemos darnos el gusto, sino de que esperamos que éste sea satisfecho por otros. Por eso el valor de un regalo no es ajeno a su procedencia, que le da un brillo particular más allá de sus propiedades materiales, su utilidad o su precio.
También cuenta el envoltorio, a menudo más vistoso que el mismo regalo, que suele ser tomado como seña del afecto que el regalador siente por el regalado. Están, además, las apariencias de los encargados de regalar.
El encanto de los Reyes Magos y de Papá Noel, del que dan prueba los enjambres de chicos que quieren acercárseles cada vez que el comercio los convierte en instrumentos de marketing, no se asienta en lo esbelto o apolíneo. La simpatía y una amable generosidad los hacen atrayentes, otorgando a la abundancia de las barbas y a las dimensiones de las barrigas un halo agradable y tranquilizador.
Sucede algo parecido con la gracia de sus camellos y renos, no forzosamente inherente a su apariencia. Esopo relataba en una de sus fábulas que la primera vez que los hombres vieron un camello quedaron aterrados, pero que después, notando que era manso, dejaron de temerle y empezaron a sentir simpatía por él. También comenzaron a cargarlo y, viendo que no se resistía, pasaron a ponerle frenos y a someterlo a todo tipo de exigencias y sacrificios.
En su novela El diablo enamorado, Jacques Cazotte, iniciador de la literatura fantástica francesa, representaba al mismo Belcebú como un horrible camello. Allí el protagonista, para acceder a aquello que deseaba, se daría primero de cara con esa figura pavorosa. Pero nuestros camellos navideños, para cuyo alimento la vieja costumbre es que los pequeños dejen junto a sus zapatitos pasto y agua la noche del 5 de enero, distan de intimidar a nadie.
Sócrates era particularmente feo, por esta causa, la índole del atractivo que lo convertía en irresistible objeto de afecto es uno de los aspectos más interesantes de esa obra de Platón esencial para la reflexión sobre el amor que es El banquete. No es extraño que una figura sin prestancia nos haga sentir más cómodos y confiados que una ostensiblemente bella. Tal vez eso se deba a que el ser humano, si no padece la infección de la vanidad, tiende a sentirse más cercano a la imperfección que al esplendor o a la hermosura.
En el camino hacia algo valioso o deseado, tampoco es raro encontrar figuras que infunden miedo, como muestra una bella leyenda del norte argentino sobre un paraje en el Aconquija tucumano conocido como Laguna del Tesoro. Los indios habrían arrojado a sus aguas el oro destinado a pagar el rescate del inca Atahualpa cuando recibieron la noticia de que éste ya había sido asesinado. En la laguna, según se cuenta, habita todavía un bravo y espantoso toro negro con astas doradas que protege al tesoro de los intrusos.
Ni ese toro temible ni el feo Sócrates regalan los tesoros que esconden. No es el caso de los Reyes Magos, ni el de Papá Noel, ni el de los gentiles camellos y renos, todos dadivosos y desprendidos, que sí procuran satisfacer nuestros antojos haciéndonos llegar los esperados regalos.
Queda la duda, eso sí, de si no guardan para ellos mismos, con secreta satisfacción, el pensamiento de que el verdadero tesoro no es el regalo sino el regalar, y que, a ese tesoro, precisamente a ese, no lo dan. Quizás haya ahí una pista para desentrañar uno de los misterios de los rituales regalones de esta época del año.
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Raúl Courel – Psicoanalista tucumano. Ex decano de la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires.