Se fue el personaje polémico, al periodista será difícil olvidarlo

Se fue el personaje polémico, al periodista será difícil olvidarlo

El escenario es un estudio de TV abrumado por la tensión. Se percibe un zumbido ambiente inquietante. Y allí, en vivo, tiene lugar un episodio fascinante e infrecuente: el entrevistado se convierte en entrevistador.

- Charly García: ¿a vos te parece que yo soy artista?

- Jorge Lanata: no lo sé. ¿Te digo en serio? No lo sé. Yo creo que hiciste grandes cosas y que después te empezaste a copiar a vos y creo que te das cuenta.

- Charly: y yo creo que vos sos un pelotudo.

- Lanata: gracias.

- Charly: de nada... Pero bien.

- Lanata: bueno. ¿Y cómo es un bien pelotudo?

- Charly: y, no sé. Sale por televisión.

Las risas descomprimen un poco, pero los espadachines no aflojan. Charly mueve las fichas y hasta mete a Mercedes Sosa en la discusión. Hasta que, finalmente...

- Lanata: sos un artista García.

- Charly: bueno... Y además soy un artista muy bueno.

- Lanata: y además sos alto.

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Se trata de un momento icónico en la historia de la televisión argentina. Una televisión que ya no se hace por muchas razones, pero básicamente porque faltan los lanatas y los garcías que la nutran de contenido. Es también un Lanata esencial, que se niega a decirle al genio que sí, que efectivamente es un genio, porque el reportaje perdería sentido. Es a la vez un Lanata arrogante y en pose, enfundado en el traje de su propio personaje. Pero, por sobre todas las cosas, ese encuentro en el que Lanata y García hablan sin dejar de mirarse a los ojos es una joya del periodismo. Por ahí va el legado de Lanata.

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Dos biografías se escribieron de Lanata. Seguramente vendrán varias más. Una, de Eduardo Blaustein (“Las locuras del rey Jorge”, 2014), habla de un gran periodista devorado por su adicción a la popularidad. “Hoy hace un periodismo chanta”, resume Blaustein. En la otra, de Luis Majul (“Lanata: secretos, virtudes y pecados del periodista más amado y más odiado de la Argentina”, 2012), la admiración y la condescendencia resultan evidentes. Las fuentes de ambos autores -ellos también cercanos a Lanata en distintas etapas de su vida- no difieren demasiado. Esa bipolaridad en los abordajes y en las conclusiones es Lanata en estado puro. Se puede escribir sobre él por derecha o por izquierda, con arrobo o con desdén y entonces, según el prisma, será héroe o villano, pero siempre -siempre- ocupará el centro del ring.

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El periodista, el empresario y el personaje. ¿Dónde empezaba cada uno? ¿Y dónde terminaba? ¿Cómo convivían en ese cuerpo afecto a la sistemática autodestrucción, ajeno e inmune a los consejos médicos? El Lanata multidimensional no podía ser otra cosa que contradictorio. Contradicciones que fueron un clásico de Lanata y que lo hacían sentirse vivo. Quedó claro que para Lanata ser fiel a sí mismo no implicaba atarse al mástil de un alineamiento político, sino conservar la capacidad de transformarse. Y lo hizo un millón de veces, por más que le dijeran vendido.

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Por eso, por ejemplo, tras años de criticar con lujo de detalles las posiciones oligopólicas del Grupo Clarín, firmó con ese mismo Grupo Clarín el contrato que lo convirtió en mascarón de proa de su guerra con el kirchnerismo. Y, de paso, en el periodista mejor remunerado de la Argentina.

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El perfil de Lanata es el de un creador. Cuentan que nada lo estimulaba más que la génesis de un proyecto, etapa en la que se convertía en una máquina de disparar ideas, por más insensatas que sonaran. Podía ser un diario, una revista, un programa de radio o de TV, una película, un libro, una obra de teatro, y así hasta el agotamiento. Ese Lanata, afirman, era de una brillantez asombrosa, capaz de abstraerse de la realidad para reconfigurarla a su manera. El éxito (que los tuvo, y muchos) o el fracaso (que los tuvo, y muchos) dependieron de infinidad de variables. Posiblemente porque, al tiempo, el propio Lanata se aburría y pasaba de pantalla. O se peleaba con los ocasionales socios. O se equivocaba en la toma de decisiones y arrastraba al resto en la caída. Por eso hay quienes lo quieren tanto y hay quienes lo denuestan tanto. No le erró Majul al momento de titular su libro.

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Por supuesto que hay un estilo Lanata. Es lo más difícil, el máximo desafío para un periodista, y Lanata lo disfrutó porque el lenguaje fue su patio de juegos. Sus mejores notas abundan en frases cortas, incisivas, ingeniosas, dotadas de un hábil ejercicio de la intertextualidad. Un estilo potente, atractivo, poco adepto a las sutilezas o al vuelo. Será por eso que no le fue bien cuando intentó hacer pie en el campo literario. No era lo suyo, como no lo eran el teatro de revistas, ni la actuación ni el modelaje publicitario. Eso no implicó que dejara de intentarlo.

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Al Lanata hedonista era más fácil pegarle. Puede que, ocasionalmente, se viera en el espejo de William Randolph Hearst o, mucho más acá, en el de Natalia Botana. El coleccionista de arte, de matrimonios y de placeres -públicos y privados- se farandulizó a caballo de ese personaje popular que, como lo demuestra esta historia- siempre quiso ser. Escorados tras esa figura, de un poder tan voluminoso e intimidante, flotaban muchísimos dolores: una infancia compleja, amores resquebrajados, una (mala) salud implacable, amistades perdidas, los apuntados fracasos económicos. Lidiar con Lanata fue una misión descomunal para Lanata.

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Para los lectores de Página/12 o de Veintiuno, Lanata era imprescindible. Cuando pasó a Clarín, lo detestaron. A la inversa: de “progre” mirado de reojo, más allá de su prestigio, cuando saltó al mainstream del periodismo lo recibieron con los brazos abiertos. ¿Tomarlo o dejarlo? Mientras el público oscilaba en sus posiciones, Lanata escribía algunos buenos ensayos históricos -otros no tanto-, investigaba con acierto acerca de la deuda externa, se arriesgaba con nuevos formatos, a veces intentaba ser disruptivo y le salía bien, por momentos lucía errático y contrariado. Lo que nunca dejó de hacer fue periodismo.

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No fue Rodolfo Walsh ni quiso serlo. A cada paso, y resultaron innumerables, decidió ser Lanata. Es tanto lo que se escribe, lo que se dice, lo que se recuerda de él en las horas de su muerte, que sin dudas estaría satisfecho. Habría detestado que todo se redujera a una colección de necrológicas insulsas e indiferentes. Será porque hay tantos lanatas como argentinos que lo vieron, lo escucharon, lo leyeron, lo siguieron y lo interpretaron, hasta quererlo o despreciarlo. Lo que ninguno podrá negar es que se marchó un gran periodista. De por sí, esa noticia es conmovedora.

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La anécdota televisiva pinta a Lanata con asombrosa franqueza. Cara a cara con Charly, y a su manera, Lanata se esfuerza por dejar constancia de que en el periodismo hay arte. Pero, a la vez, de que no cualquiera puede cultivarlo.

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