Era una mañana de noviembre de 2011 cuando Gisèle Pelicot sintió que algo no andaba bien. Había estado durmiendo demasiado, pasando fines de semana enteros en un estado de somnolencia que no podía explicar. A los 58 años, con una carrera exitosa como gerenta de una cadena de suministros, Gisèle valoraba su tiempo libre, pero su energía parecía evaporarse. Aunque no lo sabía en ese momento, esa sensación de agotamiento era el preludio de una de las más desgarradoras traiciones imaginables.
En ese entonces, Gisèle vivía con su esposo, Dominique, con quien llevaba 38 años de matrimonio. Juntos habían planeado un retiro tranquilo en el idílico pueblo de Mazan, en el sur de Francia. Gisèle, quien siempre había considerado a Dominique como su roca y confidente, estaba profundamente enamorada de él. “Cuando lo vi por primera vez en un suéter azul, fue amor a primera vista”, reveló. Sin embargo, lo que ella no podía imaginar era que su esposo, el hombre con el que había compartido su vida durante décadas, era también el artífice de su pesadilla.
A medida que pasaron los años, los problemas de salud de Gisèle se intensificaron. Perdía peso, se le caía el cabello y sufría frecuentes desmayos inexplicables. Su familia estaba preocupada. “La llamábamos, pero la mayoría de las veces era Dominique quien contestaba y nos decía que estaba dormida, incluso al mediodía”, recordó su yerno, Pierre. Los médicos no lograban encontrar una causa, mientras Dominique la acompañaba fielmente a cada consulta.
Lo que nadie sabía era que Dominique llevaba años drogando a Gisèle. Había comenzado mezclando tranquilizantes en la comida y bebida, práctica que había aprendido a través de foros en internet. La medicación, recetada originalmente para tratar su supuesta ansiedad, dejaba a Gisèle en un estado de inconsciencia total. Dominique no solo la violaba mientras dormía, sino que también filmaba los abusos y, eventualmente, invitaba a extraños a participar. En total, 71 hombres pasaron por la casa de Mazan durante una década, perpetrando actos atroces mientras Dominique documentaba todo.
La revelación llegó en septiembre de 2020, cuando Dominique fue arrestado por filmar a una mujer por debajo de su ropa en un supermercado. La investigación llevó a la policía a descubrir más de 20.000 videos y fotos de los abusos que había sufrido Gisèle. El jefe de policía mostró una de las imágenes a Gisèle, quien inicialmente no reconoció a las personas en la fotografía. Cuando se dio cuenta de que era ella, todo se desmoronó. “Le dije que parara... Todo se me vino encima, todo lo que había construido en 50 años”, relató la víctima.
El juicio, que comenzó en septiembre de 2024, sacudió a Francia y al mundo. Gisèle tomó la valiente decisión de renunciar al anonimato para dar visibilidad al fenómeno de la sumisión química. “Quiero que toda mujer que se despierte una mañana sin memoria de la noche anterior recuerde lo que dije”, declaró. Durante el proceso judicial, los videos fueron proyectados en el tribunal para demostrar la magnitud de los crímenes. Los abogados defensores intentaron argumentar que los hombres no sabían que Gisèle estaba inconsciente, pero las grabaciones desmentían esa tesis.
A pesar del inmenso dolor, Gisèle demostró una entereza extraordinaria. “Transformó en fortaleza lo que la hubiera podido destrozar”, dijo la médica forense Anne Martinat Sainte-Beuve. Aunque el divorcio de los Pelicot finalizó pocos días antes del juicio, Gisèle mantuvo el apellido para proteger a sus nietos de la vergüenza asociada con Dominique.
Este caso es un punto de inflexión en la lucha contra la violencia sexual y la cultura de la violación, no solo en Francia sino a nivel global. Su importancia radica en varios aspectos transformadores que abren debates sociales, jurídicos y culturales.
Primero, la decisión de Gisèle de rechazar las audiencias a puertas cerradas marcó una ruptura histórica en la práctica judicial, al poner el foco en la necesidad de transparencia en casos de violencia sexual. Al permitir que los juicios fueran públicos, no solo expuso la magnitud del horror sufrido, sino que también desplazó la vergüenza del lado de la víctima al de los agresores. Este gesto simbólico es un llamado a resignificar el papel de las víctimas en los procesos legales y a eliminar los estigmas asociados a su lucha por justicia.
Además, la proyección de las imágenes durante el juicio rompió con el clásico paradigma de “palabra contra palabra”, eliminando cualquier espacio para dudar de los hechos. Este precedente no solo refuerza el peso de las pruebas materiales en casos de violencia sexual; también desafía las narrativas que históricamente han revictimizado a las mujeres con argumentos como “ella lo provocó”.
El impacto social del caso Pelicot va más allá del ámbito legal. Ha desatado un debate mundial sobre la noción de consentimiento y sobre la necesidad de redefinir el concepto de violación. Este caso plantea preguntas esenciales sobre cómo garantizar que la carga de la prueba no recaiga injustamente en las víctimas, y cómo avanzar hacia una legislación que respete el consentimiento como eje central.
En términos culturales, el caso expuso de manera cruda y directa la persistencia de una cultura de la violación que normaliza la cosificación de las mujeres. La viralización del juicio, el debate sobre la masculinidad y el enfrentamiento entre discursos feministas y posiciones conservadoras muestran la polarización de una sociedad que debe replantear sus dinámicas de género. La actitud misógina de Christophe Bruschi, abogado de uno de los acusados, incluso después de presenciar meses de pruebas devastadoras, demostró cuánto queda por recorrer en el cambio de mentalidad.
De aquí en adelante, el caso Pelicot puede marcar un antes y un después. Si bien queda un largo camino, se espera que este juicio sea un catalizador para cambiar la percepción de la violencia sexual, impulsar reformas legislativas y fomentar una reflexión profunda sobre las relaciones entre hombres y mujeres. Gisèle Pelicot, al enfrentar a sus agresores y a una sociedad entera, no solo se convirtió en un símbolo de resistencia, sino que abrió una puerta para que futuras víctimas no enfrenten solas el peso del silencio y de la injusticia.