Por José María Posse - Abogado - Escritor - Miembro de Número del Instituto Nacional Sanmartiniano.
Los historiadores de los siglos XIX y XX poco han valorado la importancia de la estadía del general José de San Martín durante los cuatro meses que estuvo en Tucumán. Se hace foco en su enfermedad y de las semanas que pasó recuperándose en La Ramada de Abajo, pero poco y nada se habla de lo que aquí se decidió.
En enero de 1814, luego de las derrotas de Vilcapugio y Ayohuma, el general Manuel Belgrano retrocedía a marcha forzada desde el Alto Perú perseguido por una importante fuerza militar realista. Por una misiva se enteró que el entonces coronel San Martín, acudía en su ayuda con su flamante regimiento de granaderos. Ya en Salta, el porteño necesitado de refuerzos despachó a Gregorio Aráoz de La Madrid con una carta dirigida a San Martín donde le pedía que, para ganar tiempo, no tomara el camino real o de las postas, sino por el de las carretas (por Burruyacu), que era más corto. El tucumano, galopando a matacaballos, le entregó en mano la misiva en Santiago del Estero. Enterado de la novedad, el correntino apuró la marcha, viajando incluso de noche.
Así fue que ingresó a la ciudad de Tucumán un día 11 de enero a las cinco de la mañana. Luego de aprovisionarse partió apresuradamente hacia Salta el día siguiente a efectos de prestar asistencia al ejército en retirada. Es de imaginar la imponencia de ese regimiento de granaderos, regimentados y en perfecta formación, atravesando las polvorientas calles de la ciudad aldea de San Miguel, al acompasado ritmo de los cascos herrados de la caballada.
El 17, Belgrano le escribe desde el camino: “Voy a pasar el río del Juramento, y respecto a hallarse V.S. con la tropa tan inmediato, sírvase esperarme con ella”. Al recibir la nota, San Martín se adelantó con su escolta personal hasta la posta de Las Juntas. Allí, aprovechando las escasas comodidades esperó al general, a quien tenía en alta estima. Y allí se vieron las caras por primera vez, fundiéndose en un fraterno abrazo, cargado seguramente de emociones encontradas. Esto ocurrió el 19 o 20 de enero; luego de conversar y almorzar juntos, Belgrano le ordenó a San Martín que se dirigiera con su regimiento a la estratégica ciudad de Tucumán; él lo seguiría con su maltrecho ejército con sus caballos agotados y esos lentos carretones tirados por mulares o bueyes, donde iban los soldados heridos y la infantería exhausta. En marcha, el general porteño le envió tres misivas a San Martín, poniéndolo al tanto de lo que tenía que esperar del temple de los tucumanos.
Cambio de mando
Belgrano llegó a Tucumán el día 27 de enero, donde fue recibido por San Martín, quien ya había dispuesto todo para la asistencia de los heridos y la atención de los soldados.
Dos días más tarde, obedeciendo las órdenes del Directorio, Belgrano traspasa el mando del Ejército a San Martín. Al día siguiente, el nuevo comandante dirige el siguiente mensaje: “Me encargo de un ejército que ha apurado sus sacrificios durante el espacio de cuatro años: que ha perdido sus fuerzas físicas y sólo conserva la moral; de una masa disponible a quien la memoria de sus desgracias irrita y electriza, y que debe moverse por los estímulos poderosos del honor, del ejemplo, de la ambición y del noble interés...”. Le pide a sus soldados confianza, subordinación y valor, y termina sus emotivas palabras diciendo: “¡Vencedores de Tupiza, Piedras, Tucumán y Salta, renovemos tan dulces, tan heroicos días!”. La Patria estaba en peligro y había que salvarla (Manuel Lizondo Borda, 1950, “San Martín y Tucumán”, publicación de l Junta Conservadora del Archivo Histórico de Tucumán”).
San Martín estableció su puesto de mando en San Miguel de Tucumán y le pidió a don Manuel que se quedara a su lado, como su segundo, a pesar que el Directorio solicitaba que Belgrano se dirigiera a Buenos Aires para que rindiera cuentas de las derrotas del año anterior.
San Martín demoró ex profeso la partida de su amigo. Fue sin duda en esos días en los que conversó (por primera y única vez en su vida) personalmente con Belgrano, donde comprendió la real situación de la Región. Sin duda alguna, fue el porteño quien le dio detalles de la situación de la revolución en el Alto Perú, actual territorio de Bolivia; del poco apoyo que tenía el Ejército del Norte allí, luego de los desaciertos del Ejército Auxiliar al Alto Perú comandado por Castelli, que enemistó al pueblo llano contra los porteños. También le advirtió acerca de la geografía áspera, las dificultades de reaprovisionamiento, la falta de mulares y caballadas en la cantidad que se requería para atravesar esas inmensidades desoladas y qué decir de la insuficiencia del armamento necesario, una verdadera pesadilla logística. Todo ello decidió al general San Martín, un hombre práctico como pocos, acerca del rol de los pueblos del Norte en su estrategia final. Gracias a ello terminó de estructurar lo que se conoció como el “Plan Continental”.
Tucumán entonces debía convertirse en el límite septentrional de La Revolución, tal como lo manifestaba Belgrano. Era allí donde debían ser detenidos una y mil veces los avances españoles. Si Tucumán caía, el corazón del país quedaba a merced de la furia vengativa de los realistas. El límite norte no sería ya el río Desaguadero perteneciente a Bolivia, sino la provincia de Jujuy.
La señalada frontera debía mantenerse “caliente”, la guerra de guerrillas se hacía entonces esencial. Se debía contar con una “plaza fuerte”, y además con grupos guerrilleros que hostilizaran a las tropas realistas que amenazaban ingresar por el actual territorio boliviano. Tucumán, como cabeza del teatro de operaciones, nutriría de armamentos y vituallas a las tropas de combatientes adiestrados, especialmente a los gauchos de Jujuy y Salta que conformarían la primera línea de batalla.
De esa manera, él tendría el tiempo suficiente de formar un ejército en Cuyo, y desde allí cruzaría los Andes para liberar primero a Chile y luego embarcar tropas para atacar el Perú, y conseguir apoderarse de su capital, Lima.
Convencido de ello, el 30 de enero, San Martín brinda un discurso, esta vez al pueblo tucumano reunido en el cabildo: “Valientes tucumanos, los lances de la guerra han traído de nuevo a vuestro seno a los soldados de la Patria, con quienes os inmortalizasteis el año anterior. Tucumán es el teatro de los héroes. Yo os felicito ya, por los triunfos memorables que nos esperan. El enemigo humillado en vuestro recinto, recuerda con horror el nombre tucumano: la sangre, la ruina y la desolación de vuestro Pueblo ocupa su atención primordial. Haced conocer al mundo que en vuestros hogares está fijado el dique que debe contener su irrupción. Constancia, unión, tucumanos, y apareceremos invencibles. Yo vengo a trabajar entre vosotros, Fijaos en los deseos y en los esfuerzos que os prometo, las esperanzas que os da un compañero. Unido el Ejército a mi mando con vosotros, ¿tendrá la Patria a quién temer?” (A. J. Pérez Amuchástegui: San Martín y el Alto Perú, 1814 -Tucumán 1976-. Pgs 328/329).
La autonomía
Lo primero que hicieron junto a Belgrano fue pedirle al Director Supremo, Gervasio Antonio de Posadas, que separara políticamente a Tucumán de Salta, de la que dependía jurisdiccionalmente. La clase dirigente salteña era mayoritariamente realista; además la ciudad estaba amenazada constantemente por los ejércitos enemigos. Como primer gobernador hicieron elegir al Coronel Mayor don Bernabé Aráoz, quien había demostrado su patriotismo y extraordinarias dotes como organizador y caudillo durante las batallas de Tucumán y Salta. Era la cabeza visible de una poderosa familia de patriotas, con estancias y comercios de importancia, quienes de inmediato se pusieron a disposición del nuevo jefe del Ejército.
San Martín tuvo la inmediata adhesión de los tucumanos, lo que retribuyó lisonjeando el valor de aquellos pobladores. Designó como capitán de caballería a Aráoz de La Madrid, por entonces de 19 años. Lo nombró además su ayudante de campo a quien le regaló “una hermosa espada de su uso, con guarnición y vaina de acero” diciéndole que era la que le había servido en San Lorenzo y que se la daba para que la usase en su nombre, “seguro que sabría él sostenerla”. (Manuel Lizondo Borda, cit, p.30). Lizondo Borda nos relata que San Martín distinguió a Bernabé Aráoz con su amistad y su más alta consideración, tanto que hizo de él, al Director Posadas, un elogio tan extraordinario, que es la mejor ejecutoria de este tucumano: “El Coronel de estas milicias es un sujeto que me aventuro asegurar no se encuentran diez en América que reúnan más virtudes”.
La población de Tucumán, que no llegaba a 7.000 habitantes en 1814, durante años alimentó y sostuvo a un ejército de 2.500 hombres acantonados en el fuerte de La Ciudadela. Además nutrió el contingente militar, con jóvenes de toda la provincia. Uno de los tantos esfuerzos del pueblo tucumano en favor de la Revolución, y que la historiografía no ha reflejado debidamente
El 13 de febrero de 1814, San Martín, como flamante jefe del Ejército del Norte acantonado en Tucumán, en un informe elevado al Poder Central manifiesta: “Convencido de la necesidad de sostener este punto, he dispuesto la construcción de un acampo atrincherado en las inmediaciones de esta ciudad, que no sólo sirva de apoyo y punto de reunión a este Ejército en caso de contraste, sino que me facilite los medios de su más pronta organización”.
Encargó el trabajo a uno de sus oficiales, el teniente coronel Enrique Paillardell. Francés, oriundo de Marsella, había estudiado en la Escuela Politécnica de su ciudad natal, donde se especializó en fortificaciones. Años después pasó al Perú con sus hermanos, con quienes se enrolaron en el ejército español. Enrique fue destinado al Cuzco y construyó el puente de Izcuyaca, en Anta. Adheridos luego al causa patriota, los Paillardell cuyo apellido los criollos habían simplificado como “Pajardel”, se pusieron a las órdenes de Belgrano. Con su acuerdo, Enrique logró sublevar en masa el pueblo de Tacna; pero Belgrano, derrotado en Vilcapugio, no pudo apoyarlo. Entonces, tuvo que huir y se unió al abatido Ejército del Norte en su penoso regreso a Tucumán. San Martín, aficionado a la ingeniería militar, delineó personalmente con Paillardell “las trazas del pentágono estrellado que, conforme a la clásica tipología del francés Vauban, se adoptó para el edificio”. El general José María Paz, que integraba el cuerpo de oficiales por esos años, afirma en sus memorias que la fortificación era “un pentágono regular, con sus correspondientes bastiones y de dimensiones proporcionadas”. Se la conocía como “La Ciudadela” (o ciudad pequeña) y se alzaba sobre terreno llano y posiblemente la rodeaba un foso. La tropa trabajó en su construcción y muchos de los materiales, dice Paz, “se traían gratis por requisiciones que hacía el gobierno”. En tiempo record, Paillardell logró erigir la fortaleza, cuyas paredes eran de barro cocido, apuntaladas por gruesos troncos de los montes vecinos y piedras de ríos cercanos.
El francés estuvo en cada detalle junto a San Martín, quién traía la experiencia en construcción de fortificaciones adquiridas durante las guerras napoleónicas en las que participó. Lizondo Borda afirma que la fortificación se alzaba inmediatamente detrás de la actual plaza Belgrano. Comprendía “cuatro manzanas de terreno, justamente las cuatro situadas en la actualidad entre las calles Jujuy por el Este, Alberdi por el Oeste, Bolívar por el Norte y avenida Roca por el Sur, estando su centro en el cruce de las calles Rioja y Rondeau, que quedan adentro”. San Martín y Belgrano, colaborados estrechamente por los Aráoz, entre otras familias tucumanas, trabajaron entonces en la construcción de una fortaleza, en las cercanías del Campo de las Carreras, donde las tropas patriotas obtuvieron la victoria del 24 de septiembre de 1812. Allí se apostarían tropas en permanente adiestramiento. La idea era también que nunca se supiera el número total de los soldados alojados dentro de sus paredes. Ello distraería importantes tropas del Ejército Realista en la frontera Norte, desguarneciendo la capital Lima, que era como ya vimos, el objetivo final del Libertador. La estrategia funcionó a la perfección y ayudó al éxito final de la operación (Paz José María, Memorias. Cit…ps 168/171).
Guerra gaucha
Fortalecida Tucumán, quedaba asimismo la determinación acerca de quién sería el hombre fuerte en Salta y Jujuy. Fue entonces cuando el genio militar de San Martín se fijó en un militar que no había tomado parte de las batallas de Tucumán y Salta, por encontrarse en Buenos Aires por motivos disciplinarios: don Martín Miguel de Güemes. Se sabía que el salteño, bravo, inteligente y determinado, tenía ascendencia sobre el paisanaje y conocía a la perfección la geografía de su provincia. Entonces le encomendó la difícil tarea de conformar escuadrones de gauchos para hostilizar a las tropas realistas apostadas en la frontera. La idea era desgastarlos con ataques sorpresa, nunca confrontarlos en batallas campales. Incendiar sus vituallas, capturar sus oficiales, distraer sus partidas, desorganizándolas. Aquellos montes espesos debían convertirse en el colchón donde se amortiguaría cualquier impulso invasor (Paz José Maria…cit. p,165). Así las cosas, Aráoz desde Tucumán manteniendo el centro de operaciones activo, Güemes desde Salta y el Comandante Manuel Eduardo Arias desde Jujuy dando combates permanentes, consumaron a rajatabla la tarea encomendada. Se convirtieron entonces en baluartes revolucionarios, permitiendo que San Martín desde el Sur y el General Simón Bolívar desde el Norte, consiguieran la libertad de América (José María Posse, “Bernabé Aráoz, el Tucumano de la Independencia” Mundo Editorial 2017).