Todavía no había estallado la Revolución Francesa (1789) cuando Emanuel Kant (1724-1804) publicó “Crítica de la razón pura” (1781). En esa obra monumental, el enorme pensador de la Ilustración plantea, entre muchas otras cuestiones, que Dios no era un objeto del conocimiento, sino de la fe. Esto no quiere decir que la creencia en un ser superior sea irracional. En todo caso, razón y fe pertenecen a esferas distintas. El ser humano es el único que habita dos mundos, subraya el filósofo prusiano: el de lo natural y el de lo inteligible.
La idea de distinguir entre asuntos que coexisten, pero en planos separados (aunque no por ellos antitéticos), deviene indispensable para disfrutar de la serie de Netflix “Cien años de soledad”. Porque es un disfrute, si se recuerda que en el universo de las artes, la poesía y la literatura configuran una galaxia (el segundo arte) mientras que el cine (y las creaciones audiovisuales posteriores) compone otra (el séptimo arte). Son, cuanto menos, dos lenguajes diferentes. Y cada cual tiene términos que no son posibles de ser traducidos por el otro.
La serie es, en muchos aspectos, un verdadero deleite. Se construyó por completo el “pueblo de Macondo” para su filmación. O, en rigor, los varios pueblos de Macondo, porque empezó siendo un rancherío “de barro y cañabrava” y fue evolucionando con el paso de los años. Eso también se ve en la pantalla. La mayoría de los actores son colombianos, y un número importante de ellos ni siquiera era conocido. El casting abarcó miles (literalmente, miles) de candidatos. Y la adaptación, así como la producción, demandó un lustro: Netflix compró en 2019 los derechos de la gran novela del ganador del Nobel de Literatura de 1982, que acaba de estrenarse en los últimos días de este año.
Por caso, el 3 de mayo de 2020, en la portada de este suplemento, se cronicó la conferencia que el cineasta Rodrigo García Barcha, primogénito de Gabriel García Márquez, había brindado días antes en la Fundación Gabo sobre la estrecha -aunque poco conocida- relación de su padre con el cine. Ahí confirmaba la noticia de que la historia de los Buendía llegaría la pantalla chica. Y brindaba un nuevo código para leer esa obra: “‘Cien años de soledad’ es la novela de un director de cine frustrado”.
Difícilmente semejante obra podría caber en un largometraje, pero el desarrollo a lo largo de la serie torna el desafío en una posibilidad. Claro está, el producto tiene altibajos. Los primeros dos capítulos transcurren a un ritmo ciertamente moroso. Pero la magia, en la pantalla chica, irrumpe definitivamente en el capítulo tercero, cuando habrá de abatirse sobre Macondo la peste del insomnio. Los capítulos cuatro, cinco y seis, que dirige la colombiana Laura Mora (los anteriores y los posteriores fueron rodados por el argentino Alex García López), transcurren entre la frescura de Remedios Moscote y el caldero de amores, despechos y odios entre Amaranta Buendía y Rebeca Buendía por el amor del finalmente malogrado Pietro Crespi. En definitiva, es poesía.
Ahora bien, ya sea que se acentúe la poética bajo la dirección de Mora, o que haya un recorte más político bajo la mano de García López (Arcadio, el hijo “bastardo” de Pilar Ternera y el primogénito de Úrsula Iguarán adquiere una dimensión política en la pantalla de la que carece en la novela), la serie tiene siempre un lenguaje marcadamente cinematográfico: en enorme medida, “Cien años de soledad”, aunque producida por el gigante del “streaming”, es un elogio del plano largo.
Entre esa estética, y la fuerza argumental arrolladora de la prosa de García Márquez, el producto final es altamente recomendable. Inclusive, si como ocurre incontables veces con el cine, se ve primero la serie y después se lee la novela, muy probablemente el ejercicio de recapitular mentalmente los episodios le otorgue un valor agregado a la experiencia.
El problema para la serie, especialmente en el caso de los latinoamericanos, es que ello ha ocurrido a la inversa. Y como bien ha diagnosticado Orlando Oliveros, periodista cultural y editor del “Centro Internacional para el Legado de Gabriel García Márquez”, no hay público más difícil para la apuesta de Netflix que el compuesto por los lectores de “Cien años de soledad”.
Por supuesto que la serie, en tanto adaptación de la novela, no sigue al pie de la letra la obra publicada en 1967. No podría hacerlo. Ni tampoco debiera. Un talentoso fotógrafo tucumano, dedicado a la astrofotografía, recuerda que una de sus primeras muestras versó sobre objetos que se exponen en la Casa Histórica. Él considera que el más desmoralizante de los comentarios que recibió fue que su trabajo mostraba exactamente lo mismo que se exponía en ese museo…
La Fundación Gabo, donde funciona el centro a cargo de Oliveros, ha elaborado una detallada guía de las diferencias (entre omisiones y variaciones) entre los ocho episodios de la serie y los siete primeros capítulos de la novela. Ideales para aliviar la comezón de los que reprochan que lo filmado no respeta “a pie juntillas” lo prosado. Como si calcar fuera un prodigio…
Hay, sin embargo, un velo infranqueable entre la novela escrita y la serie audiovisual: la imaginación de cada lector. La narrativa de García Márquez es sobrecogedora, pero cuando se lee su texto, a la escenografía y al reparto, por así decirlo, lo ponen cada lector. Prueba de ello es la polémica desatada en torno de la elección de la modelo y actriz colombiana Akima (Laura Grueso es su nombre) como Rebeca Buendía. García Márquez se refiere al personaje como una mujer extremadamente bella y Akima decididamente lo es. Sin embargo, hubo airadas reacciones porque, como ella misma se define en su cuenta de “TikTok”, es “una mujer con rasgos más indígenas, más afro”. La artista reconoce que su elección para el papel es “algo sumamente transgresor” inclusive en su propio país. En Colombia, afirma Akima, “la mujer hermosa normalmente es una mujer blanca y es una mujer rubia”. Hay, en definitiva, tantas Rebeca Buendía como lectores de “Cien años de soledad”. Y así hasta el infinito, tanto respecto de los personajes como de muchas geografías.
Por ello, la idea de volcar la totalidad de la novela mayor de la literatura latinoamericana en una producción audiovisual representa una demanda de imposible cumplimiento. Equivale a la pretensión de volcar el océano dentro de un hoyo en la playa, como el relato medieval que muchos teólogos vinculan con San Agustín. “‘Cien años de soledad’ es una novela total sobre todo porque pone en práctica el utópico designio de todo suplantador de Dios: describir una realidad total”, escribió Mario Vargas Llosa, premio Nobel de Literatura de 2010, en su ensayo “Realidad total, novela total”, que sirvió de prólogo de la edición conmemorativa que la Real Academia Española publicó en 2007, cuando la obra cumplió 40 años y su autor sopló 80 velitas.
“Se trata de una novela total por su materia, en la medida en que describe un mundo cerrado, desde su nacimiento hasta su muerte, y en todos los órdenes que lo componen (el individual y el colectivo, el legendario y el histórico, el cotidiano y el mítico); y por su forma, ya que la escritura y la estructura tienen, como la materia que cuaja en ellas, una naturaleza exclusiva, irrepetible y autosuficiente”, escribió el prolífico escritor y periodista peruano.
En todo caso, la serie de Netflix comienza y termina con sendas brechas respecto de la novela. Estas no fueron lo suficientemente destacadas. En el primer caso se trata de una omisión respecto de una cuestión temporal. El guion omite una referencia central que consta en el párrafo inaugural de la novela, en la tercera oración: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Este dato no sólo encastra con el análisis de Vargas Llosa (“Cien años de soledad” es una novela total porque comienza remontándose al inicio de los tiempos), sino que ayuda a contextualizar el eterno estupor de José Arcadio Buendía. Es un hombre destinado a sorprenderse porque, en un punto, todo es nuevo. Por ello mismo los gitanos trotamundos de la tribu de Melquíades (a diferencia de los que les sucederán) son portadores de novedades. La falta de esa coordenada hace que el fundador de Macondo, antes que un patriarca primigenio, se parezca a Forrest Gump.
En el segundo caso, el último capítulo de la primera temporada culmina con la muerte del mismo José Arcadio Buendía. En la pantalla, lo último que se ve de él es que está recorriendo “los cuartos infinitos”, que es una sucesión de diferentes pasajes y paisajes de su vida. Pero en la novela, lo de “los cuartos infinitos” es un juego con el cual él se divierte diariamente: consiste en que va pasando de una habitación a otra, y todas son idénticas hasta el mínimo detalle. Luego, José Arcadio recorría el camino inverso hasta la pieza original. Pero una noche, la última noche, el fantasma del trágico Prudencio Aguilar le toca el hombro en la habitación equivocada y entonces José Arcadio se pierde…
El juego de los cuartos infinitos es todo un homenaje a los laberintos de Jorge Luis Borges. De cuartos infinitos e idénticos está hecha, en la obra del argentino, la casa de Asterión. Pero, además, esa estructura tiene en “Cien años de soledad” una lógica perfectamente congruente con el personaje. José Arcadio Buendía terminó atado a un castaño cuando su mente le jugó una mala pasada: lo dejó perdido en el laberinto de un presente perpetuo. Él es quien declara que “la máquina del tiempo” se ha roto porque todos los días siguen siendo el lunes anterior. Si cada día es igual a otro, es lógico que se divierta con un juego de habitaciones idénticas.
Esa esfericidad no es estética: es esencial a la novela de García Márquez. Esa obra es prodigiosamente circular, como la serpiente que engulle su propia cola: el uróboros que Melquíades dibuja para la portada de su libro profético, donde toda la historia de los Buendía está escrita de principio a fin. Incluyéndolo a él, escribiendo ese libro. Y dibujando ese ofidio.
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