Justo cuando el peso aparece como la moneda que más valor ganó este año en el mundo, el presidente de la Nación anunció que se implementará la posibilidad legal de usar otras en las transacciones comunes además de la nacional. ¿De qué serviría? Pueden pensarse varias respuestas de diversa importancia y conviene al menos sobrevolarlas.
En primer lugar, hay una cuestión práctica ligada a la fortaleza del peso. La contracara de tal situación es un dólar barato que puede complicar la actividad económica (el atraso cambiario). Es cierto que para trabajar en serio sobre el tipo de cambio real no se puede andar de devaluación en devaluación, pero hasta que la competitividad sea por productividad real y no cambiaria es conveniente que la apreciación no sea muy rápida. En ese sentido, permitir usar dólares intentaría evitar el aumento de su oferta. Como ya no sería necesario tener pesos para las transacciones más comunes entonces no haría falta vender los dólares para conseguir pesos y perdería fuerza una de las causas de la baja en la cotización de la divisa.
Otro punto práctico es que se trataría de uso digital del dólar, no mediante papel moneda. Eso reduciría temores y avivadas, por ejemplo, la reluctancia a operar porque el billete podría ser falso y no hay costumbre de su manipulación diaria como para actuar con seguridad. También debe mencionarse el descuento por motivos de aspecto, como pequeñas ajaduras o manchas, así como el modelo de billete. Porque distinguir cara chica o cara grande es avivada argentina, aunque como la Reserva Federal de los EEUU anunció hace poco que sacará de circulación los emitidos antes de 1969 (no “cara chica” posteriores) el BCRA los canjeará hasta el 31 de diciembre. Por otra parte, la denominación usual del físico usado en Argentina es de cien dólares, y faltarían billetes para montos menores o vueltos. Además, los medios digitales enganchan con el depósito de divisas en efectivo por el blanqueo a través de las cuentas CERA. No debería extrañar que en la reglamentación de la medida se habilite alguna conexión directa o indirecta con dichas cuentas como incentivo a mantener los dólares en el sistema.
Ahora, cuestiones institucionales. Primero, es convertibilidad de monedas. Ella implica la posibilidad legal de hacer contratos nominados en los signos monetarios habilitados o pagar obligaciones en una moneda con la otra. Aunque no se dijo expresamente, la alternativa de mostrar y aceptar precios en distintas monedas implica la realización de contratos en ellas. La convertibilidad de los 90 era sólo con el dólar y con un tipo de cambio fijo por la obligación del BCRA de mantener el “uno a uno”. Los particulares podían contratar a cualquier cotización pero la influencia del Central la mantenía alrededor de un peso por dólar. El anuncio sería convertibilidad con todas las monedas a tipo de cambio libre.
Segundo, también es competencia de monedas. Nótese que los impuestos se seguirían pagando en pesos. Por lo tanto al gobierno le interesaría que la moneda en la que recaude no pierda poder de compra (querría evitar el llamado efecto Olivera-Tanzi). Para ello debería mantener al menos equilibrio fiscal para no necesitar pedir prestado al Banco Central y con eso crear emisión inflacionaria.
Un par de derivaciones de este punto. Una, vale recordar la posición austríaca, desarrollada ampliamente por Friedrich von Hayek en “La desnacionalización del dinero”, favorable a la competencia privada en la emisión. Como un banco querría que las personas tomen créditos en su moneda se preocuparía de no emitir de manera irresponsable pues perdería clientes en manos de otros bancos y los que queden devolverían los préstamos en moneda depreciada. La convertibilidad amplia, aunque sería competencia entre monedas oficiales, funcionaría como disuasivo contra el abuso monetario pues a las personas no les costaría pasarse al dólar.
Otra: hay una teoría, equivocada, que sostiene que el dinero no es una creación social (como explican varias escuelas económicas) sino del gobierno al obligar a pagar impuestos con un determinado activo. Por lo tanto no importa cuánto dinero se emita, siempre será demandado para pagar impuestos. El error es creer que la característica principal del dinero es su utilidad tributaria. Si el gobierno dijera que los impuestos se pagan con lechones las personas no harían sus transacciones usuales con porcinos. Usarían cualquier otro bien, durable y manejable, que crean que sirve de unidad de cuenta, medio de pago, patrón de transacciones futuras y depósito de valor y cuando se acerque la fecha de los vencimientos habría un aumento estacional del precio de los lechones. De paso, dado el negocio artificial de los cerdos habría más criaderos, por lo tanto más oferta, menor precio y el gobierno recaudaría en lechones de poco valor (un cuasi Olivera-Tanzi).
La realidad argentina contradice claramente tal teoría. Los impuestos deben pagarse en pesos pero si la emisión es exagerada las personas comienzan a referenciar los valores de sus actividades en dólares con el efecto de frustrar parte de la política económica porque la menor demanda por pesos provoca inflación, se encarece el crédito y con ello decae la actividad, bajan las reservas del Banco Central y eso complica las importaciones (en su mayoría bienes de capital e insumos productivos) y hace subir el riesgo país, y el gobierno entra en conflictos con proveedores y gremios por pagar con dinero de poco poder adquisitivo.
No faltará quien se queje de la pérdida de soberanía monetaria. Hay mucho que decir sobre eso pero alcanza con señalar que los autoproclamados defensores de la soberanía económica son quienes más daño le hicieron al valor del peso alentando así refugiarse en el dólar.
Para cerrar, ¿la medida pretende acostumbrar a las personas a usar moneda extranjera en la vida diaria como paso previo a la llamada dolarización endógena? Vaya uno a saber, pero podría decirse que cuanto más perduren las disciplinas fiscal y monetaria menos necesaria será la dolarización.