El día que pisamos la Luna por última vez

El día que pisamos la Luna por última vez

El día que pisamos la Luna por última vez

“Lo que hay que tener” (también conocida como “Elegidos para la gloria”) pertenece al top ten de las mejores crónicas de la historia del periodismo. Tom Wolfe se pregunta, una y otra vez, ¿de qué están hechos los astronautas? ¿Qué los impulsa a internarse en lo desconocido a bordo de una cáscara de nuez? En definitiva, ¿qué “hay que tener”? Wolfe busca respuestas siguiendo la estela de los siete hombres seleccionados para Mercury, proyecto con el que Estados Unidos se zambulló en la carrera espacial. A lo largo del libro, imprescindible como todo clásico, los protagonistas no son capaces de explicarlo con precisión. No hay palabras para definir “lo que hay que tener”, porque a fin de cuentas es privativo de cada individuo. Para algunos será valentía; para otros, sed de gloria; o bravura; o curiosidad; o inconsciencia; o ambición. A Eugene Cernan, Ronald Evans y Harrison Schmitt, tripulantes del Apolo 17, no les faltaba “lo que hay que tener”.

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Un día como hoy se concretó la última caminata por la superficie lunar. Tras el viaje del modelo 17 la NASA canceló el programa Apolo para enfocarse en dos nuevos planes: la construcción de una estación espacial y el desarrollo de los transbordadores. Mandar gente a la Luna seguía siendo carísimo y ya no movía la aguja de la opinión pública. Muy pocos se interesaban por las imágenes borrosas de astronautas parados en medio de la nada o recogiendo rocas, mucho menos si interrumpían el prime time televisivo. Así que Richard Nixon bajó el pulgar, por más que había otras tres misiones en rampa de salida (los frustrados Apolo 18, 19 y 20). De allí lo histórico de aquel 13 de diciembre de 1972. Pasaron 52 años y nadie volvió a pisar la Luna.

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La comunidad científica pugnó desde el primer momento por subir alguno de los suyos a las naves de la NASA, territorio exclusivo hasta ese momento para los más calificados pilotos de la Fuerza Aérea estadounidense. La aspiración se cristalizó en el Apolo 17 y le tocó a “Jack” Schmitt, doctor en Geología por la Universidad de Harvard y enciclopedia viviente sobre todo lo relacionado con el suelo selenita. Schmitt había iniciado en 1965 el entrenamiento como astronauta y en principio estaba asignado al Apolo 18, pero el cierre del programa alteró los planes. Fue, en consecuencia, el único científico que completó un trabajo de campo en la Luna. No resultó casual el escenario elegido: el valle Taurus-Littrow, zona de alto valor geológico, al sur del Mar de la Serenidad. Schmitt y Cernan, el comandante de la misión, permanecieron tres días allí, mientras Evans se quedó en el espacio a bordo de la nave. Realizaron toda clase de experimentos y gracias al LRV (el rover lunar) consiguieron alejarse más de siete kilómetros del módulo.

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“Hemos decidido ir a la Luna en esta década, y también afrontar los otros desafíos, no porque sean fáciles, sino porque son difíciles”, anunció John F. Kennedy en septiembre de 1962. Fue -se sabe- uno de sus discursos más famosos. Catorce meses más tarde Kennedy estaba muerto, pero la carrera espacial contra la URSS se disparó al punto que los presupuestos de la NASA quedaron fuera de control. Al alunizaje del Apolo 11, victoria total sobre los soviéticos, le siguió el éxito del Apolo 12, demostración de que nada había sido casual. Cuando se lanzó el Apolo 13 ya había bajado la espuma, aunque “Houston, tenemos un problema” y las peripecias subsiguientes (¿quién no vio la película?) reavivaron el interés. Todo volvió a la normalidad con aquel Apolo 14 comandado por Alan Shepard, el primer estadounidense que había salido al espacio al cabo de una guerra de egos con John Glenn (historia narrada con maestría por Wolfe en “Lo que hay que tener”). Shepard llevó un palo de golf y cumplió el sueño de ensayar su swing en la Luna.

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Los Apolo 15 y 16 sirvieron para aprender muchísimo sobre el único satélite que orbita alrededor de la Tierra. Toda una particularidad, teniendo en cuenta que Marte tiene dos lunas (Phobos y Deimos), y ni hablar de los lejanos gigantes que se alinean después: Júpiter tiene 95, Saturno 146 (además de los anillos), Urano 28 y Neptuno 16. ¿Y qué pasa con Venus y con Mercurio? Si tuvieran satélites no podrían escapar a la atracción gravitacional del sol. La cuestión es que al cabo de seis viajes tripulados -y un total de 12 hombres que bajaron para dejar su huella- la exploración de nuestra Luna quedó en un limbo.

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En la mitología griega, Artemisa y Apolo, además de dioses, son mellizos. Se entiende entonces la elección del nombre para el programa que promete colocar una tripulación en la superficie lunar en 2026. Ese será el Artemis 3. Antes, en septiembre del año próximo, el Artemis 2 hará una prueba de 10 días orbitando alrededor de la Luna. Al contrario del Apolo, desarrollado en el marco de la Guerra Fría y con la permanente sospecha de que espías rusos deambulaban por la NASA, el programa Artemisa es fruto de la cooperación internacional y está pensado como un esfuerzo mixto entre lo público y lo privado. No se sabe quiénes viajarán a bordo del Artemis 3, pero sí está confirmada la tripulación del Artemis 2, que incluye una mujer: Christina Koch. Ella y sus compañeros de vuelo contarán con herramientas tecnológicas que ni soñaron sus predecesores del Apolo, pero algo los iguala: “lo que hay que tener”. Esa chispa vital que nos empuja más lejos, más alto, ahí donde pocos se atreven.

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