Se ven varias capas cuando hablamos de violencia en el deporte, sobre todo en el fútbol. Ya no se trata sólo de quedarnos en lo superficial, que implica la condena y el repudio a los hechos propiamente dichos (que deben hacerse), sino de avanzar decididamente hacia las causas que la producen y a la necesidad de un debate amplio, sincero, para amalgamar ideas y ponerlas en práctica de una vez por todas.
Lo sucedido al final del partido del Torneo Regional Federal entre Atlético Concepción y Sportivo, además de los hechos producidos luego de la eliminación de San Martín en las semifinales del Reducido de la Primera Nacional, expusieron todo lo que está mal y lo que no debe hacerse cuando de espectáculos deportivos se trate.
La corrupción, la mala administración deportiva, la delincuencia, el narcotráfico en las tribunas, entre otras cuestiones, ocupan un rol central en este dramático cuadro. El público y la exteriorización de sus frustraciones también. Lógicamente no se puede meter a todos los fanáticos del fútbol, ni a todo lo que este deporte mueve, en la misma bolsa.
Qué nos pasa como sociedad en general y qué pasa en lo institucional en los clubes en particular forman parte de una obligada reflexión. Llegar de la manera en que lo estamos haciendo a fin del año, con la violencia social proyectada a una cancha, a las calles, a los ámbitos privados, a las redes sociales, nos interpela.
Cada acto de violencia hiere gravemente al fútbol. Quienes asisten a una cancha saben que cada vez que lo hacen corren un riesgo. Al mismo tiempo, se sabe lo que pasa en las tribunas, y se lo soslaya. Nos desentendemos y lo naturalizamos. Casi tanto como sucede con el traslado hereditario de esa violencia enquistada: los grandes les enseñan y les permiten a los chicos cosas reñidas con lo correcto.
Cualquiera puede ser víctima hoy de la violencia en una cancha del fútbol: los árbitros, los futbolistas, algún dirigente, allegados, la prensa, los simpatizantes que sólo asisten por la pasión por una camiseta. En la mayoría de los casos, como sucede en Tucumán, no alcanza con las medidas preventivas que la dirigencia puedan tomar, como tampoco la presencia de la policía.
Por extensión, a la violencia la padecemos y la vemos en las calles mientras transitamos en un vehículo, en los semáforos, en las zonas públicas de estacionamiento, dentro y fuera de instituciones como las escuelas, a la salida de los boliches. Situaciones que se espejan de estados alterados que no se justifican de ninguna manera.
Los sociólogos sostienen que estamos viviendo en una sociedad en general violenta. El nivel de entendimiento y comprensión ante situaciones conflictivas está en un punto muy bajo. La reacción está primero, luego la acción, traducida en amenazas, golpes, insultos y otras bajezas.
Las preguntas se multiplican: ¿qué estamos haciendo para cambiar esta realidad?; ¿en qué estamos fallando, en educación, en formación en el hogar, en la capacitación para ofrecer soluciones y no ser parte del problema, en las leyes, en las políticas preventivas?
Echar culpas es quedarse en el mismo lugar, porque así todo sigue igual. Vivir en sociedad no es violentarnos cuando el otro obtenga logros. Ante este panorama, sin dudas que es importante mantener vivo el debate, dialogar en el sentido más estricto y amplio de la palabra. También lo es presentar propuestas firmes, desechando justificaciones que en nada ayuden. En definitiva, hay que sumar desde la opinión, la propuesta y, mucho más, desde los hechos.