“Es momento quizás para detenerse / dar aliento a los sentidos / y quedarse”. Pienso estos versos del primer poema de Urdimbre de luz y canto como una invitación al lector. Una invitación a detenernos, a hacer un alto en nuestras vidas y quedarnos en el luminoso universo poético que Mario Melnik ha urdido en este libro. Tal vez esos versos brindan además una clave para ingresar a este universo: el lector debe “dar aliento a los sentidos” para experimentar una poesía dicha por una voz que siente, que mira y, en especial, escucha.
Esa voz anhela ser puro oído: “escuchar, escuchar”, “ser todo oídos”, ser “los oídos de la noche”, dar sentido a “los oídos del latido, de la sed, del sueño”. Me asaltan aquí los versos de Manuel J. Castilla, uno de los poetas admirados por Mario: “Ese hongo anaranjado y húmedo pegado en la corteza de ese tronco en el monte / es mi oreja, y escucho, hasta el más leve, todos los ruidos de la tierra”. En Urdimbre de luz y canto el sujeto de los poemas parece querer ser “todo oídos” para captar un imposible: los ruidos del silencio, ese “gran silencio” del bosque invadido por la niebla, un “silencio de piedra” que va cercando la voz, un silencio en cuya frontera alguien quizá habla (“¿Quién habla en la frontera de tu silencio?”), un silencio que se escucha porque puede hablar “a tres voces”.
El lenguaje y las palabras
Silencio, luz, viento, piedra, horizonte, camino, latido, tiempo, voz. Son palabras que se reiteran en los poemas y que van construyendo ese universo poético del libro, en diálogo con libros anteriores de Mario, como Un latido en la voz del viento (2014) o Invención del horizonte (2020). Es una poesía hecha también de metáforas (el álamo es “juglar del viento”, “escultor de sombras”) y de imágenes muy bellas (“Las nubes se han dormido entre los alisos”; “La luna / plenitud de luz que hace la noche más noche / como una lenta ave de paso ha salido / para ensoñar otra vez al monte”). Y que tiene esa sabiduría que da la contemplación del ciclo de la vida de la naturaleza y de los hombres, articulada a veces en versos que tienen aire de sentencias: “Uno anda buscando siempre algún camino olvidado”, “Alguien que ha partido está mirando siempre hacia atrás”.
El sujeto poético se pregunta por el lenguaje y por las palabras. En ocasiones busca suturar con el poema esa distancia insalvable entre los nombres y las cosas (“sacarle fechas al tiempo, ser tu palabra libre / sustento para tu enorme lejanía / entre los nombres y las cosas”). En otras, la palabra parece el único medio de abrazar una noche transparente (“Es transparente la noche, querer abrazarla es también / buscar en el adentro una palabra / para el día que marchita a lo largo del camino / y es claridad bajo esta polvareda azul”). El sujeto también se afirma en la palabra y en su poder: el de nombrar (“Me afirmo por eso en la palabra / y despierto ante esa imagen que está dormida y a la vez / tan deseosa del decir donde corre la vida. / Y nombro por eso ese rostro que me nombra / que siempre está ahí, la mirada puesta en un reencuentro / que nadie ha pactado”).
En el final del poema “Tres voces” están los elementos que componen el título del libro: “Tres voces que el silencio inventó / van definiendo tramas / y recorre el telar la urdimbre/ queriendo ser cobijo, / lumbre, / canto”. Un título que remite a la idea de poesía como canto. Esta concepción tiene, como sabemos, una tradición larga. En el caso de la Argentina, una de sus manifestaciones más intensas fue la denominada poesía del cuarenta y, en la región del noroeste, el grupo La Carpa. Para Mario, la experiencia de La Carpa operó como un referente y un horizonte esperanzador para los jóvenes que, como él, se iniciaron en la poesía en los años de la recuperación de la democracia. Esa experiencia les decía que “era posible nuclearse y dar vida a proyectos mancomunados”, como dijo Mario alguna vez.
En este libro el canto está en el álamo, en el viento, en la caracola, en el río Cochuna, en el bosque de queñoas, en la yunga verde, en la luna de Doña Dominga, en las voces que vuelven y en las de aquellos que cantaron antes y a quienes rinde homenaje la tercera sección del volumen. En esta poesía el poeta es, entonces, una voz más que se une, en un gesto de humildad y reconocimiento, al cauce de un canto antiguo y colectivo. Por eso, el poeta dice con voz leve y diáfana, desde un apenas musitar. “Musitar de raíces” se titula la primera parte del libro. Como si la poesía de Mario Melnik quisiera ser tan solo “presencia / en este cúmulo de voces que acicala el viento”. Para que no cese el canto. Y nos siga cobijando.
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Soledad Martínez Zuccardi - Miembro correspondiente de la Academia Argentina de Letras. Este artículo fue publicado originalmente como prólogo a “Urdimbre de luz y canto” de Mario Melnik, recientemente publicado por la editorial Puerta roja.