“Habitamos lingüísticamente” dice Gadamer, revelando una idea profunda sobre la condición humana. No poseemos lenguaje, somos lenguaje. Esto quiere decir que, si bien somos seres vivos con un cuerpo que percibe, con una porción de materialidad, somos, por sobre todo, un animal atravesado por el logos (inteligencia, razón).
Y ese logos, esa gravitación de la palabra en nosotros, se manifiesta ya en textos bíblicos como el Génesis que, desde el inicio mismo, señala nuestra condición de hablantes (Y Dios dijo…). Así, el mundo se abre a nosotros a través del lenguaje que somos, revestido de metáforas que enriquecen y dan sentido a la experiencia y, sin el cual, no tendríamos mundo humano.
Metáfora viene del griego y quiere decir “transportar”, “desplazar”. En mis tiempos de estudiante de filosofía, un profesor universitario –que había estado en Grecia– nos contaba, divertido, que algunos carritos de la calle tenían escrita la palabra metáfora, para anunciar el traslado de objetos de un lugar a otro.
Ahora bien, la riqueza de la metáfora propia de nuestra condición pensante –por la presencia de la inteligencia y los afectos– tiene una contracara, lo que se ha dado en llamar literalidad. La metáfora, entonces, es el entretejido de este sentido literal de la palabra con otros significados más ricos, o más bellos, o más profundos, habitualmente ocultos tras los velos del habla cotidiana. Decir algo metafóricamente –en una poesía, en una plegaria, en un gesto de amor– es intentar hacer más rotundo y eficaz el lenguaje; es intentar expresar con mayor belleza aquello que deseamos transmitir.
Y aquí he querido llegar. Voy a contar una experiencia personal, sobrecogedora, que me tocó vivir hace más de 40 años, en aquellos tiempos tormentosos de violencia desatada de uno y otro lado en el horizonte político de nuestro país. Se preguntarán ¿y por qué recién ahora? Porque el domingo –17 de noviembre de 2024– he recibido un email de una persona en el que, sin nombrarla, danza la palabra muerte con la dureza de su literalidad. Aquí, la muerte ha perdido el ropaje metafórico que suele suavizarla. Ya sin el tejido envolvente de la metáfora, ella, la muerte, deja a la vista en algunas circunstancias, como ésta, la terrible dureza de su presencia literal, amenazante y silenciosa.
Describo sucintamente las circunstancias; el contexto es vital para lo que narraré. Corría el año 1974, había un clima enrarecido, violento, pero muchos de nosotros, que no estábamos en política, no teníamos plena conciencia de lo que pasaba a nuestro alrededor. Un sábado a la noche salimos con amigos. Nos sentamos en una mesa angosta de una cantina –lo recuerdo como si fuera hoy– y al frente mío se ubica un señor al que yo no conocía hasta ese momento. Me lo presentan como el Teniente Coronel... En plena cena él busca mi mirada y me dice claramente a mí, no a mi marido:
“¿Eres amiga de Jorge...?”
Sorprendida por la pregunta, que nada tenía que ver con lo que hablábamos, le contesté enfáticamente: Sí, claro. Y lo escuché decir: “Dile que me vea urgente, las cosas se nos han ido de las manos”. Naturalmente el domingo al alba hablé con Jorge y le dije que viniera a casa con premura, yo había intuido algo muy grave. Le expliqué el tema, supe que lo fue a ver al militar y pudo en pocos días, regalando cosas, tirando otras, cargando lo imprescindible, dejando el perro, partir a Chile donde pudieron vivir y trabajar con su mujer y su hijo.
Reproduzco parte del mail: “Querida Cristina, no creas que solo hoy te recuerdo... estás presente con suma frecuencia en mis ‘agradecimientos’ a la vida. Pero hoy, en particular, hemos hablado más de una hora con mi hijo Cristóbal -que reside en Francia- y nos acordamos de vos, y de tu invaluable y solidario auxilio en aquellos momentos tan críticos... Lo he dicho ya: te debemos -debimos- la vida...Leo tus posteos de Facebook, y me congratulo con tu vida. Bien... fue tan intenso tu recuerdo en mi charla con Cristóbal, que sentí la necesidad de escribirte. Estoy preparando mi ‘testamento poético’, no te rías... creo que será mi último libro: ‘De vida y muerte y vida’. Y tal vez vaya a presentarlo en Santiago.
Que tu salud sea buena, tu vida serena y amable!
Un abrazo fuerte de …”
Bueno, no tengo mucho más que decir…o sí, tanta historia… Este pequeño e inmenso acontecimiento que acabo de vivir y recordar con el corazón encogido, me trajo a reflexión el valor de la palabra para vivir y para morir. Somos lenguaje y bastó algo tan nimio –como ese Sí– para cambiar el destino de alguien. Cuántos asuntos parecidos ocurrirán y no lo sabemos, pero sabemos que basta una palabra para salvarnos.
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Cristina Bulacio
Doctora en Filosofía, profesora consulta de la UNT.