Por Juan Ángel Cabaleiro para LA GACETA
Me pregunto qué tipo de contenidos debería tener una novela para ser tratada sin escándalo en una clase de secundaria: ¿una que no hable de sexo en absoluto? ¿Que lo haga en términos de padres que envían cartitas o semillas a las mamás en un entorno de cigüeñas y repollos? Porque va a ser difícil encontrar novelas contemporáneas pasablemente buenas que planteen escenas de sexo «de forma adecuada y responsable, sin caer en la grosería o la perversidad», como se exige desde algunos sectores, pensando, imagino, en un coito pudoroso y parroquial supervisado por un grupo de vecinas.
En tal caso, los alumnos se van a carcajear del docente y va a quedar en duda quién sabe más y quién menos de las cosas de la vida. Porque una novela es una novela y un libro de anatomía o catecismo es otra cosa, y si pensamos en la literatura como un vehículo adecuado para plantear temas y situaciones de la vida real, luego no nos quejemos ni pidamos imposibles.
Y me pregunto además por qué suponemos que el sexo mostrado explícita o incluso groseramente en una obra literaria va a impresionar las mentes juveniles hasta lesionarlas de manera irreparable y la violencia no, incluso cuando tal violencia traspase los límites del sadismo y la crueldad. Porque no recuerdo quejas vinculadas a libros de asesinatos en serie, descuartizamientos y barbaridades semejantes, por más que se narren con lujo de detalles. Lo que sí se cuestiona, pero desde un bando diferente, es la presencia de situaciones «políticamente incorrectas», que son tantas y tan cansinas que no dejan casi margen a nada, y entre unos y otros ponen al escritor bajo permanente sospecha, en una tierra de nadie sometida al fuego cruzado de dos morales.
Tal vez en eso consista el error: en meter la literatura en tales bretes y considerarla, todavía hoy, un medio válido para moralizar o adoctrinar.
Y no, la literatura no es un medio de transmisión aséptico de verdades científicas, morales o ideológicas. Suele ser más bien lo contrario: un catálogo de pésimos ejemplos, porque se mete de lleno en el barro de la realidad y las pasiones humanas, rebusca en lo oscuro de la vida y del lenguaje y recién ahí, con suerte, rescata alguna perla en medio del fango. Como Raskolnikov, que se arrepiente y alcanza una forma gloriosa de plenitud, pero luego de atravesar un laberinto de mezquindades e ignominias. O el Quijote, que alcanza la luz de la razón luego de innúmeras y escatológicas peripecias.
Todo esto a cuento de un puñado de libros que dividieron, como tantas cosas, a los opinadores argentinos en bandos antagónicos e irreconciliables:
Cometierra, la novela de Dolores Reyes, narra la historia de una chica de barrio que tiene un poder sobrenatural: mediante visiones que alcanza comiendo tierra puede encontrar personas perdidas. De ahí el sobrenombre de la protagonista, que se involucra en una serie de casos a pedido de los familiares de los desaparecidos. Hay solo dos escenas muy breves en que la protagonista mantiene relaciones sexuales, que nos cuenta ella misma, ya que es la narradora de la novela. Lo hace de forma directa, con el vocabulario propio de un personaje que, oh calamidad, menciona partes del cuerpo sin consultar los manuales de anatomía.
El caso de Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, es el de un prodigioso manejo del lenguaje y las imágenes en el relato de una protagonista, supuesta mujer de Martín Fierro, que huye de su tapera y se interna en la pampa, en un viaje en carreta junto a Elizabeth, una inglesa con la que termina manteniendo una relación amorosa. La segunda parte transcurre en la estancia de José Hernández, que aparece vapuleado en la novela. Ya en la parte final, los personajes se acomodan en una comunidad indígena, que se retrata idealizada más allá de lo verosímil. Hay escenas de sexo grotescas y explícitas, como la descripción de una orgía en la que nadie, ni los personajes ni la autora, dejan nada en el tintero. Con todo, si hay escenas que pueden herir la sensibilidad del lector no son estas, sino las que muestran la decapitación de un caballo delante de su dueño y la de un bebé arrebatado a su madre.
Las primas, de Aurora Venturini, es una historia narrada con ingenuidad, crudeza y bastante humor por una niña que padece una indefinida discapacidad y que cuenta los avatares de una familia disfuncional, tosca, casi monstruosa y profundamente bizarra. Es una novela de aprendizaje en que la protagonista va descubriendo las miserias de su entorno, que incluyen un aborto clandestino y una enana prostituta y asesina (su prima). Y descubre también, como una perla redentora, un insospechado talento para las artes plásticas.
Decir que se trata de obras «pornográficas» es faltar a la verdad y al sentido común, y no haberlas leído en absoluto. Aun así, ha surgido en torno a ellas una injustificada polémica en la que curas y barberos se debaten si echarlas al patio o no. Mientras tanto, denunciadas por pecaminosas, gozan de la forma más efectiva y potente de promoción para que muchos, jóvenes incluidos, las lean.
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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.