La industria nacional no está en peligro por la apertura de las importaciones, mucho menos el país. Sí algunas empresas o incluso algunos sectores, pero no es lo mismo. Y aunque haya quienes opinen lo contrario, los aperturistas no tienen mejores “abogados” que la producción nacional: la economía argentina tiene una larguísima historia de proteccionismo más que de apertura que es buena parte de la explicación de su declive. Aunque no se arregla todo con sólo bajar aranceles.
Primero algunos datos y luego unas consideraciones sustentadas en la historia. Durante este año las importaciones acumuladas hasta octubre se conformaron por bienes de consumo, el doce por ciento del total; bienes de capital, 16 por ciento; piezas y accesorios para bienes de capital, 22 por ciento; bienes intermedios, 39 por ciento; combustibles y lubricantes, siete por ciento; vehículos automotores de pasajeros, cuatro por ciento; rubros menores, 0,44 por ciento. Es decir, el 77 por ciento de las importaciones tiene aplicación directa en la producción nacional. Sin importaciones no hay industria.
Por supuesto, eso no quiere decir que no haya empresas que compitan con bienes extranjeros. Claro que sí, y son las que se quejan ante medidas como las recientes que facilitan las importaciones. Pero cuidado. La apertura favorece a quienes compran maquinaria o bienes intermedios y también a quienes adquieren bienes de consumo. Entonces la pregunta es qué derecho tiene un grupo de argentinos para reclamar por actos que benefician a otros argentinos, también ellos empresarios, trabajadores y consumidores.
Ojalá se deba más a observar las condiciones de la apertura que a ella misma.
Sería muy bueno que se entiendan algunas cosas básicas, entre otras que un país cerrado al comercio termina en el atraso y la pobreza, o que se exporta para poder importar. Después de todo, en Argentina no se usan dólares como moneda corriente. Más o menos como pasa en cualquier hogar, donde uno trabaja para poder comprar lo que venden otros pues el autoabastecimiento total es imposible. La única diferencia, que en lo político es importante, es que se habla de comercio exterior porque hay una frontera en el medio. Si no, sería como cualquier acto de comercio local. Y las fronteras no son un elemento esencial, natural, sino algo muchas veces arbitrario o fruto de los avatares de la historia.
Ahora bien, ante situaciones como la descripta suele plantearse que debe darse tiempo a las empresas nacionales para que se adapten a competir. Hace mucho la expresión era “la industria en la infancia”. Que se la proteja hasta que madure y consiga economías de escala y que se abra la economía recién cuando esté en condiciones de competir. Pero el mercado interno argentino es muy pequeño como para alcanzar dimensiones que lleven a economías de escala, y a competir se aprende compitiendo. Por lo tanto nunca se abandona la infancia. La vocación de Peter Pan se expresó como pedidos de gradualismo y continuidad del gradualismo, o sea, inmovilismo. Aceptado porque los gobernantes cedían para evitar conflictos. Por asimetrías en la distribución de costos y beneficios, los proteccionistas tienen mayor capacidad de presión que el resto, que tal vez ni sepa que será beneficiado por la apertura. De allí que el shock muchas veces aparezca como necesidad, no como preferencia ideológica.
Y de paso con el gradualismo y los discursos: durante el gobierno de Jorge Rafael Videla las importaciones equivalieron al seis por ciento del PIB; durante Carlos Saúl Menem llegaron al nueve por ciento, y desde 2003 a 2015, al 16 por ciento. Es decir, el kirchnerismo fue más aperturista que José Alfredo Martínez de Hoz y Domingo Cavallo. Es que pese a las trabas al comercio exterior y por lo tanto menos aprovechamiento de las oportunidades por debajo hubo adaptación empresaria. A veces bien, a veces a los tumbos, pero de a poco se aprendió a competir. Los 90 dejaron buenos frutos.
¿Y la protección no deja buenos frutos, en obreros empleados, tecnología y “burguesía nacional”? Depende. Los textiles argentinos están protegidos pero ¿contribuye el sector a que el país se destaque por la modernización? ¿Sus trabajadores son los mejor pagados? ¿Sus empresarios tienen un papel de liderazgo en la consolidación industrial argentina y la limpieza y eficiencia del sistema político y de la educación? ¿Son ejemplo popular? ¿Sus productos tienen alta calidad o precios accesibles para cualquier trabajador? Pareciera que la respuesta a todas las preguntas es no. Hay de todo, pero en resumen el obrero textil gana poco para que los choferes de colectivo, los maestros o los albañiles compren ropa más cara que la que encontrarían en Chile o Paraguay.
¿Vale la pena? Claro que no es fácil. Una cosa es que una empresa cierre por ineficiente, otra que el Estado juegue en contra con cargas tributarias exageradas, leyes (y jueces) laborales atrasadas, malos servicios públicos o pobre infraestructura, por mencionar algunos puntos. La apertura de los mercados debe ir de la mano, aunque sea parcialmente, de la flexibilidad de la economía interna para que las empresas puedan adaptarse rápido (no gradualmente) al nuevo panorama.
En parte, el gobierno nacional está aportando. Así pasa con la esencial y continua desregulación, la menor inflación que permite calcular mejor inversiones y deudas, el superávit fiscal que liberó recursos que se están volcando al crédito que es más accesible debido a las menores tasas de interés (eso sí, no está claro cuánto hacen las provincias). No se trata de esperar que la Nación termine de cambiar las condiciones para recién abrir el comercio.
Sería retroceder varias décadas. Sí implica presionar para que el gobierno no ceje en las reformas. El Estado puede ayudar al desarrollo pero el bienestar no puede depender de él. Esa posición ya mostró su capacidad de fracaso. De lo que se trata es de crear condiciones para el desarrollo individual por iniciativa propia, y eso incluye la apertura al mundo.