Inés Fernández Moreno: "Con los años, las ilusiones se van puliendo"

Inés Fernández Moreno: "Con los años, las ilusiones se van puliendo"

La destacada escritora, nieta de Baldomero e hija de César Fernández Moreno, falleció la semana pasada. Ganadora del Premio Sor Juan Inés de la Cruz, habló en esta entrevista, publicada en LA GACETA Literaria en 2015, sobre la influencia de esos dos grandes poetas argentinos en su vida y en su obra. “Me siento lejos del modelo del ‘escritor-intelectual’ con opiniones, decisiones e intenciones estéticas muy predeterminadas; escribo lo que puedo”, contaba.

Inés Fernández Moreno: Con los años, las ilusiones se van puliendo
Hace 18 Hs

Por Julia Saltzmann
Para LA GACETA - BUENOS AIRES

- Hay ciertos datos de tu biografía que aparecen siempre en solapas, copetes y notas, y que seguramente resultaban insoslayables al comienzo de tu “carrera” de escritora, si es que a tu trabajo se lo pudiera relacionar con un término como éste, pero que a esta altura pueden generar una cierta incomodidad. Me refiero ni más ni menos que a tu filiación, como hija de César Fernández Moreno y nieta de Baldomero. Hoy querría empezar por ahí, tratando de profundizar en el tema. ¿Qué relación tuviste con tu abuelo? ¿Y con sus textos? Hablanos de tu familia paterna. ¿Cómo fue que el “Fernández Moreno” llegó a vos, siendo que los apellidos dobles se componen en general del paterno más el materno? ¿Sabés de memoria poemas de tu abuelo? ¿Pensás que el “sencillismo” de Baldomero y el “coloquialismo” de César están de algún modo presentes en tu prosa, encarnadas en su naturalidad?

- El tema de la filiación es, como decís, insoslayable y me toca de manera profunda en ese lugar que llaman “identidad como escritora”. Recuerdo que una vez le hice un reportaje a Griselda Gambaro. Ella provenía de una familia muy humilde y en su casa no había ni un solo libro. Griselda trabajó contra esa realidad y se construyó a sí misma como lectora y después como escritora y dramaturga. ¿Qué duda puede tener acerca de su identidad?  Lo mismo puede decirse de muchos otros escritores. Yo en cambio me siento en la franja sospechosa de los que tenemos una filiación. Viví rodeada de escritores: mi viejo, sus hermanos, los amigos comunes, todos eran escritores. En ese contexto, ¿elegí ser escritora? ¿O resulté ser un apéndice, un nuevo brote, más o menos feliz, del tronco familiar? Con eso convivo, con sus ventajas y sus desventajas.   Por eso me cuesta decir “soy escritora”. Siempre me parece que hay algo de exceso en esa declaración, de “creérsela” como diría un porteño. No siento una necesidad compulsiva, apasionada, indeclinable de escribir. Más bien tengo que vencer siempre una resistencia interior, como si escribiera a pesar de mí misma.  Me siento lejos del modelo del “escritor-intelectual” con opiniones, decisiones e intenciones estéticas muy predeterminadas. Escribo lo que puedo. (Aunque sin duda eso que puedo podrá después ser juzgado bajo tal o cual óptica). No soy una lectora ordenada y consecuente,  y tengo enormes baches de conocimiento literario. Esa especie de desapego o de forma distraída de pertenencia debe responder a cierto tipo de personalidad pero, sin duda, se vincula con mi filiación.  A sus hijos Baldomero los hacia hablar en redondillas en la mesa. A mi viejo lo oí descalificar  una vez a un poeta muy cercano diciendo que su escritura era como tener un auto de carrera para no saber adónde ir. Más o menos lo mismo  decía Truman Capote en el prólogo de Música para camaleones.  Son sólo dos ejemplos, pero hay muchos más. De manera que con semejantes modelitos de exigencia detrás, mejor disimular ¿no? Más aún siendo una mujer. A Baldomero lo leí, aunque no exhaustivamente. Y, desde ya, sabía de memoria algunos de sus poemas y los recitaba cuando era chica. No llegué a conocerlo (tenía tres años cuando él murió), pero lo tuve muy presente a través de mi viejo. El sí que vivió -sufrió y gozó- de manera poderosa el influjo de su padre. Por eso mismo hacía gala de una gran liberalidad con sus hijas: que sean lo que ellas quieran, subrayaba siempre. De hecho, yo empecé a escribir alrededor de los treinta y cinco años, después de haber agotado muchas otras posibles vocaciones: desde bailarina contemporánea a fonoaudióloga. De escribir, ni la menor fantasía. Sólo redacción publicitaria, mi trabajo central por décadas. El apellido doble fue una decisión de Baldomero que con semejante nombre bien podría haberse quedado con el Fernández solo, como el gran Macedonio. Pero él prefirió españolamente sumar el apellido materno al paterno, (tal vez precisamente quería evitar el Baldomero).  Y así quedó de incómodo y largo el Fernández Moreno para los que vinimos después.  Por último creo que sí, que vengo del sencillismo de Baldomero y del coloquialismo/existencialismo de mi viejo. Esa “naturalidad” está en relación con los temas que abordo, vinculados  con mi vida cotidiana, con los intercambios emocionales entre las personas, con una mirada atenta a hechos aparentemente nimios…Y, desde ya, con un tipo de escritura.  César declaraba que poeta es el que dice lo que va viendo. Me gusta esa declaración de principios.  Pero claro, hay que ver qué se va viendo y cómo  se “dice”.  En esa cruza se constituye el estilo. La escritura demanda un trabajo y allí hay decisiones poéticas que tomar. A título anecdótico, detesto colocar, comenzar o dirigirme hacia algún lugar y evito hasta lo ridículo escribir palabras como rostro o vientre.  Ni  hablar de abdomen.  Si el personaje se tiene que pegar un tiro o le duele algo, el cuerpo ofrece lugares mucho mejores de nombrar. A veces, cuando me parece que me engolosiné con alguna voltereta literaria, reescribo hasta sentir que alcancé el equilibrio justo entre evitar la planicie y escaparle al énfasis.

- La fuente más evidente de tus relatos es la vida cotidiana, parecés dueña de un radar que te acompañara siempre cuyos datos obtenidos convertís en relato literario. ¿Cómo es esa transmutación que no desemboca en crónica sino en fina literatura? ¿Cómo conviven en vos vida y arte?

- La vida cotidiana es extrañísima y te puede llevar muy lejos o muy al fondo del misterio.  Y para mí  la observación es un arma tan poderosa como la pura elucubración. O tal vez el punto de partida. Tenía un  médico que escribía tu ficha de paciente con una obsesión notable: usaba una regla, una goma de borrar, una lapicera de tinta y varias biromes de color para hacer subrayados. Yo me quedaba hipnotizada al ver con cuánta satisfacción lo hacía. El paciente le importaba un pepino, el tema era su ficha. Esa observación me lleva después a pensar otras cosas. Las estrategias para convivir con los horrores del cuerpo. Y cómo sería este médico operando. Cómo escribiría con el bisturí sobre un cuerpo tan inerte como una ficha de cartulina. Ese personaje aparece en uno de los cuentos de Malos sentimientos relacionado con la crueldad. La crónica también trabaja con la atención puesta en este tipo de detalles, en lo que surge de ellos si uno tira de ese hilito.  Alguien dijo por ahí que los cronistas trabajan con los despojos que les deja la noticia. En ese punto coincide con la actitud literaria.  Y  después, o al mismo tiempo, se integra la escritura. Esa transmutación de la que hablás es lo más inasible. Tiene que haber un ritmo, una temperatura, una precisión y al mismo tiempo una la levedad en el texto. Hay que tener cierto don para lograrlo, y dedicarle después muchas horas de trabajo.  Y aún así, siempre podría estar mejor… ¿Vida y arte? Nunca me pienso como una “artista”, más bien como una mujer que escribe. Entonces escribir está integrado a mi mundo como la relación con mis hijos, con mis amigos, los viajes, o el placer de ver la casa ordenada. Pero la escritura es el lugar más personal, el más intransferible.

(c) LA GACETA

Perfil

Inés Fernández Moreno (Buenos Aires, 1947-2024) era licenciada en Letras de la UBA y autora de nueve libros. Con La última vez que maté a mi madre, reeditada varias veces y traducida al italiano, ganó el Premio Municipal de Buenos Aires y el Premio Letras de Oro 2.000. En 2003 y 2007 ganó en España el Premio Max Aub y el Premio Hucha de Oro respectivamente.  Por El cielo no existe, recibió en 2014 el prestigioso premio Sor Juan Inés de la Cruz en la Feria del Libro de Guadalajara.

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