Por Ariel Hernando Campero
Para LA GACETA - TUCUMÁN
Este 29 de noviembre se conmemoran los 100 años del fallecimiento del compositor Giacomo Puccini, quien podría considerarse, en términos actuales, como una estrella internacional del mundo del espectáculo de fines del siglo XIX y de principios del siglo XX. Su muerte, en una clínica de Bruselas, a causa de un cáncer de garganta y mientras componía su última ópera (Turandot), provocó una ola de homenajes oficiales y públicos. Reconocido como uno de los grandes compositores líricos italianos, de la talla de Giochino Rossini, Vicenzo Bellini, Gaetano Donizetti y Giuseppe Verdi, no obstante, Puccini fue un tema contradictorio para sus contemporáneos, como también, para los debates culturales del presente.
En su reciente ensayo El problema Puccini: ópera, nacionalismo y nacionalidad, la musicóloga británica Alexandra Wilson señala que el compositor fue no sólo el más popular de los compositores de ópera de su tiempo sino también el más denostado. Desde la subestimación de su obra por parte de los compositores modernistas, liderados por Alfredo Casella, quienes lo acusaban de conservador y anticuado, hasta las observaciones de los agentes del nacionalismo cultural italiano, quienes lo atacaban por cosmopolitismo, fueron las expresiones de un debate en torno a su figura como un ícono cultural de proyección internacional. Pero el verdadero “problema Puccini” era su inmensa popularidad: sus óperas La Bohème, Tosca y Madama Butterfly habían puesto en música, la sensibilidad burguesa del drama y la pasión, con melodías que eran la conjunción refinada de la tradición operística previa con el realismo que el teatro había impuesto al entretenimiento masivo, resultante de las transformaciones de la Revolución Industrial. Su música, alejada de la angustia y la metafísica de Richard Wagner y sus seguidores, contrastaba por su melodía y por su “dolcezza”. Las arias de las óperas de Puccini se ejecutaban no sólo en las salas de ópera, sino también en los cafés y por los organillos callejeros en las principales ciudades alrededor del mundo.
El negocio de la venta de partituras para ejecución en los pianos de los hogares y los discos de pasta con registros de los grandes cantantes disparó su popularidad, determinando que Puccini y sus óperas fueran involucrados en debates de naturaleza política y cultural. La cuestión era hasta qué punto su música era la expresión auténtica de la “italianitá”, cuyo máximo ejemplo había sido la música de Verdi, convertida en la banda sonora del sentimiento patriótico del “Risorgimento” o la Unificación italiana del siglo XIX. Muchos de los oyentes contemporáneos de Puccini, encontraban ausente en sus óperas ese sentimiento de heroísmo, convertidas en dramas musicales en los cuales sus personajes, sufrían y morían, generando lágrimas entre los oyentes envueltos en melodías lánguidas y refinadas. Este cuestionamiento, tal como lo relata Wilson, llegó a su culminación cuando el musicólogo italiano Fausto Torrefranca, en 1912, acusó a la música de Puccini de “afeminada”, como un ejemplo de la corrupción del alma italiana y de la degradación del arte lírico que Verdi había logrado colocar en la cima de la cultura musical occidental. Lo paradójico de esta situación era que mientras Puccini era cuestionado en Italia, su fama internacional crecía. Mientras, su obra mutaba hacia nuevos horizontes incorporando un nuevo lenguaje musical, propio del sinfonismo de las obras de Richard Strauss o del impresionismo de Claude Debussy. Los estrenos de La Fianciulla del West, La Rondine y Il Trittico, en los Estados Unidos y en Mónaco, en 1910 -e inmediatamente replicados en el Teatro Colón de Buenos Aires-, mostraban ese alejamiento entre Puccini y su país natal. Sin embargo, su música era el cordón umbilical entre los inmigrantes italianos esparcidos en otros continentes y su Madre Patria. La muestra más notoria de este fenómeno fue la colonia italiana en la Argentina, quien recibió apoteósicamente al compositor en su viaje a Buenos Aires en 1905, o en el homenaje popular contenido en la letra del tango “Griseta”, estrenado en 1924, el año de su muerte, con letra de José González Castillo y música de Enrique Delfino, el cual cita a personajes de la ópera La Bohème, como una muestra de su popularidad hasta en aquellos sectores inmigrantes y criollos alejados de la cultura de la élites.
La consagración de Puccini como paradigma musical determinó que sus óperas sean infaltables en la programación de todos los teatros alrededor del globo. La revalorización de su figura como integrante del panteón cultural del siglo XX, sin embargo, no oculta que su partida y su última ópera -Turandot- fue el canto del cisne de la ópera como un espectáculo popular, fenómeno que no ha vuelto a repetirse en nuestro presente.
© LA GACETA