"El Petiso Orejudo", 80 años después: una historia que todavía nos interroga

"El Petiso Orejudo", 80 años después: una historia que todavía nos interroga

Cayetano Santos Godino mató cuatro niños e intentó asesinar a otros siete. ¿Puede ser otra cosa que un monstruo?

El Petiso Orejudo, 80 años después: una historia que todavía nos interroga

El monstruo murió un día como hoy, 15 de noviembre, del lejano 1944. Pasaron 80 años. El monstruo tenía nombre, Cayetano Santos Godino; pero sobre todo un apodo: el Petiso Orejudo. El monstruo era un niño que mataba niños. Se sabe el cómo y el cuándo, del por qué sobran las conjeturas. Sí, era un sociópata de manual que gozaba infligiendo dolor. Como si las vidas ajenas le molestaran tanto que un ruido interno lo impulsara a terminar con ellas. Pero esos mecanismos propios del monstruo jamás dejarán de ser un misterio y ahí, en el secreto, en lo inaccesible, en la base de la pulsión, radica la dimensión de la monstruosidad. Pero eso nunca lo sabremos.

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¿Pero era realmente un monstruo nacido en las entrañas del infierno el Petiso Orejudo? ¿Encarnaba, sin más, la banalidad del mal? ¿Y qué hay de los golpes y de los abusos que desde la cuna le propinaba ese padre alcohólico -Fiore Godino- que padecía sífilis al momento de concebirlo? Desde los 5 años, el Petiso deambulaba por las calles porteñas de principios del siglo XX sin la mínima noción de lo que significa un compás moral. Ya por entonces portaba el rótulo de monstruo.

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Todo en el Petiso Orejudo es una potente disrupción. Su historia desarma la operación cultural que asocia la niñez con la ingenuidad y con la pureza. El niño es inocente por naturaleza y ese estereotipo es una representación tranquilizadora para el cuerpo social. ¿Qué pasa entonces cuando ese niño resulta ser un asesino serial de pajaritos, mascotas y, finalmente, de otros niños, a los que engaña, lleva a un terreno baldío y somete a toda clase de torturas? Ha dejado de ser un niño para saltar a la categoría de monstruo.

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Sobre el Petiso Orejudo se viene hablando y escribiendo desde hace décadas, análisis cobijados bajo un paraguas tan inmenso que caben la sociología, la criminología, la historia, la medicina/psiquiatría, el periodismo y, por supuesto, la literatura. Nadie lo hizo mejor que María Moreno, indiscutida número uno en el campo de la crónica. En su libro Moreno desmenuza el caso del Petiso Orejudo con una capacidad de análisis inusual. Precisa el contexto sociocultural que servía de escenario a los crímenes, indaga en los efectos que la institucionalización produjo sobre el Petiso y revela qué se pensaba y qué se decía sobre el tema en caliente, cuando las víctimas caían una tras otra. La de Moreno es la más formidable y posible (de)construcción de un monstruo.

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Mató cuatro niños e intentó asesinar a otros siete. Esto figura entre lo documentado y lo confesado por el propio Petiso. Se especula, justificadamente, con que hubo otros episodios. Muchos más. Y mientras tanto, cada vez que encuentra una buena oportunidad, el Petiso libera otra de sus pasiones: la piromanía. La muerte y el fuego, dos obsesiones propias de un monstruo. El raid se inicia en 1904 -el Petiso tenía 7 años- y concluye el 3 de diciembre de 1912. Ese día asesina a Gesualdo Giordano, un niño de 3 años, al que estrangula y luego remata insertándole un clavo en la sien. Horas después la policía lo detiene. ¿Qué van a hacer con él?

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En el medio de esa saga espantosa e implacable, el Petiso vuelve a ser, para las leyes argentinas, Cayetano Santos Godino. Es un niño de 12 años al que su familia martirizó de todas las formas imaginables, pero es hora de deshacerse de él y la solución es que el Estado se haga cargo. Permanecerá internado durante tres años, hasta que cumpla los 15, en la Colonia de Menores de Marcos Paz. El precepto constitucional de que las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas (y la Colonia, por más menores que alojara, era una cárcel con todas las letras), cumple el efecto contrario. Nada que sorprenda, ni antes ni ahora. El que sale es un Petiso recargado, que aprendió rudimentos de lectura y escritura, sí, pero sobre todo lecciones para perfeccionar sus horribles métodos. Es un monstruo totalmente desatado.

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De nuevo, ¿qué hacer con el Petiso en la Argentina de 1914? Por la opinión pública circulan asociaciones de todo calibre. Muchas relacionan los malos hábitos del Petiso con las costumbres de una masa de inmigrantes ignorante y peligrosa. La familia Godino, oriunda de Calabria, había llegado al país en 1888. El Petiso nació en 1896. Sus crímenes coinciden con la agitación propia de un proletariado en plena formación, muy mal visto por la clase dominante. El anarquismo hace de las suyas y no falta mucho para la fatal Semana Trágica. Y está, por supuesto, el elemento Lombroso.

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Cesare Lombroso, médico y criminalista italiano, sostenía que la delincuencia es motivada por cuestiones ligadas al físico y a la biología. Genética pura, atada al positivismo imperante en la época. La ciencia debía explicarlo todo. Y para Lombroso esas claves se descubrían en la forma de la cabeza y en los rasgos faciales. Su teoría -derivada en una escuela- prendió por todas partes, incluida la Argentina. Con el tiempo, ya preso, al Petiso le achicaron las orejas al cabo de una insólita cirugía. Claro, se pensaba que en esas desmesuradas pantallas y en los lóbulos gigantescos y carnosos anidaba la maldad en estado puro. No surtió efecto.

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Al Petiso lo sometieron a numerosas pericias psiquiátricas, siendo niño y ya adulto. En todas emerge el sociópata clásico. Pero a fines de 1914 un juez decide que no era responsable de sus actos y envió al Petiso a un hospicio, con las manos libres para hacer de las suyas. Y las hizo, hasta que el ataque a un interno postrado en silla de ruedas fue demasiado. Actuó en consecuencia la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y lo mandó al penal de Las Heras. De allí, en 1923, pasó a la Cárcel del Fin del Mundo, en Ushuaia. La última morada del monstruo.

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Un Hades helado, inhóspito, letal. Castigo para los más despiadados, la creme de la creme del delito argentino. Y aún así puede asomar un rasgo de ternura en Ushuaia, en este caso un gatito que es la mascota de los presos. ¿Y qué hace el Petiso? Lo mata y con su modus operandi favorito: tirándolo al fuego. La paliza que recibe no es nueva -se sabe que era golpeado con regularidad y abusado sexualmente-, pero sí demoledora. Nunca, ni siquiera con el paso de los años, el monstruo terminará de curarse de ese linchamiento. Y así morirá.

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El último misterio: ¿qué fue de los restos del Petiso? A sus huesos los robaron del cementerio del penal. ¿A quién y por qué pueden interesarle las reliquias de un monstruo?

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