El tema de la liturgia de hoy es la generosidad hasta el extremo y la confianza en Dios. La viuda de la primera lectura confía en la palabra del profeta y le entrega lo único que tenía para comer. Se fió de quien hablaba en nombre del Señor y, en adelante, no le faltó para comer. Jesús observa, mira lo que pasa y luego valora. E invita a sus discípulos a hacer lo mismo y a no permanecer pasivos. Saca las consecuencias de lo que ve: unos, pudientes y poderosos, entran en el templo bajo pretexto de rendir culto a Dios. Pero sin la atención al hermano es un falso culto. El amor a Dios es inseparable del amor al hermano. Esta actitud contrasta con la de quien da en limosna lo que tenía para vivir: pone a Dios por encima del dinero; sabe que a Él nunca vamos a ganarle en generosidad.
“Bienaventurado los pobres de espíritu, porque el suyo es el reino de los cielos” (Mt 5,3). La liturgia ilustra de manera sugestiva esta bienaventuranza del sermón de la montaña, con la viuda pobre de los tiempos de Elías. Después nos habla de otra viuda pobre de tiempos de Cristo, que entra en el atrio del templo de Jerusalén. Una y otra han dado todo lo que podían: el último puñado de harina para hacer una pequeña torta y dos leptos, que constituían todo “lo que tenía” (Mc 12,44), en el tesoro del templo. A la primera “no faltó la harina de la tinaja, hasta que el Señor hizo caer la lluvia sobre la tierra” (cfr. 1 Re 17,14). La segunda pudo escuchar las alabanzas más grandes de labios de Cristo mismo. Mediante ambas se desvela el verdadero significado de esa pobreza de espíritu. Puede sonar a paradoja, pero esconde en sí una riqueza especial. Rico no es el que tiene, sino el que da. Y da no tanto lo que posee, cuanto a sí mismo; puede dar aun cuando no posea, y es por lo tanto rico.
El hombre, en cambio, es pobre no porque no posea, sino porque está apegado -y especialmente cuando lo está espasmódica y totalmente- a lo que posee. No se halla en disposición de dar nada de sí, de abrirse a los demás y darse a sí mismo. En el corazón del rico todos los bienes de este mundo están muertos. En el corazón del pobre, en el sentido en que hablo, aun los bienes más pequeños reviven y se hacen grandes.
Ciertamente el mundo mucho ha cambiado desde que Cristo pronunció el sermón de la montaña. Los tiempos en que vivimos son bien diversos: es otra época de la historia de la civilización, de la técnica, de la economía. Sin embargo, las Palabras de Cristo nada han perdido de su exactitud, de su profundidad, de su verdad. Han adquirido un nuevo alcance.
Hoy no sólo es necesario juzgar con la verdad de estas Palabras de Cristo el comportamiento de una viuda pobre y de sus contemporáneos, sino que es necesario hacerlo con todos los sistemas y regímenes económico-sociales, las conquistas técnicas, la civilización del consumo y la geografía de la miseria y del hambre, inscrita en la estructura de nuestro mundo. Cada uno de nosotros debe juzgar hoy con la verdad de las Palabras de Cristo sus obras y su corazón (homilia de S Juan Pablo II).