Mucho se ha hablado y escrito sobre el pensador escocés que reconoce la mano invisible del mercado y que en la práctica el egoísmo humano siguiendo su propio interés, lleva al crecimiento económico de las naciones. Pero hay un Adam Smith filósofo (profesor en Glasgow, moralista y estudioso de la naturaleza humana) que en su ópera prima “Teoría de los sentimientos morales” -1759- (que luego de ser revisada por el autor, fue también su última obra publicada en 1790) lejos está de entronizar al egoísmo como “principio rector” de la conducta humana. Él observa que la naturaleza humana es compleja y por el contrario, el homo economicus, debe moderar esos impulsos egoístas y tamizarlos con los principios morales. En especial con el más importante de ellos: “la simpatía” que es esa capacidad de salir de uno mismo, y como un espectador imparcial poder analizar la corrección de una acción, sentir como el otro, compartir su “pathos”, comprender sus emociones y sentimientos, al punto de poder ocupar su lugar. Hoy seguramente traduciríamos simpatía como “empatía”. Al igual que un espectador en el teatro vive el dolor del protagonista, ríe y llora con él; el ser humano colocándose como un espectador imparcial puede revisar y juzgar sus propias acciones para llegar a la felicidad, la benevolencia y el óptimo social. Este Adam Smith es el que lleva a que defienda los impuestos diferenciales (que paguen más peaje las carrozas, que los carros que traen provisiones y alimentos para la población). El mismo que sostiene la necesidad de que el gobernante imponga un salario máximo (no un salario mínimo), para evitar la ambición desmedida, el exceso de trabajo y la avaricia. La moralidad del pensador escocés lleva a que defienda a la educación pública, obligatoria y gratuita de las clases populares (ya que los sectores acomodados podían costear sus clases y profesores), pues las tareas industriales repetitivas podían afectar otras capacidades intelectuales. El mantenimiento de la red de comunicaciones y transportes también debe ser una obligación del Gobierno para favorecer el comercio. Y curiosamente, para sorpresa de muchos, el Estado debía financiar espectáculos públicos, entretenimientos culturales, las artes y todo aquello que alejara al hombre común del vicio y lo acercara a una vida virtuosa. Esta obra de Smith, no olvidada inocentemente, tiene mucho sustento en el “deber ser moral” sin negar “el ser” o la realidad social, que está viviendo cambios a la luz del incipiente capitalismo. Pero obliga a repensar que hacer con esos cambios, como mejorar la situación de los no favorecidos, poniéndose en su lugar, a partir de la simpatía (hoy empatía) porque solo así se lograría el óptimo social, la tan buscada felicidad.
Miguel Ángel Reguera