Jalogüín
Jalogüín

La noche de brujas es una fuente de polémicas provinciales que se parecen a los conflictos que suscitó la botella de cola que cayó sobre los bosquimanos en aquella famosa película “Los dioses deben estar locos”. Hay varios dilemas que se entienden bastante bien desde los conceptos de “integrados” y “apocalípticos” de Umberto Eco. Los integrados ven Halloween como una festividad divertida que fomenta la creatividad y la comunidad. Estos suelen ser quienes disfrutan decorando la casa, disfrazándose, y participando en eventos sociales, desde fiestas temáticas hasta “truco o trato”. Son llamados por los apocalípticos con el mote de “imbéciles”. Los apocalípticos, a su vez, piensan que es una banalización y una invasión cultural que erosiona las identidades locales. Suelen ser llamados “tarados” por los primeros. Tanto los imbéciles como los tarados tienen algo de razón.

El argumento tarado más general es que se trata de una fiesta “enlatada” que ofende nuestra tradición. El asunto es que eso vale para la cajita feliz y que, además, no es tan fácil armar un festival de doma y folclore ni una señalada de oreja de chivo que entusiasme a los niños del barrio.

Hay un punto muy importante: en muchos establecimientos lo festejan con el discurso de “aprender otras culturas”, pero después  los chicos de secundaria no saben quiénes son los pueblos precolombinos ni que Ibatín no se conjuga.

Tampoco se explora -en general- el asunto desde una perspectiva didáctica de los orígenes religiosos y culturales. Así las cosas no es  más que una fiesta de disfraces pro diabetes. En estos días en que se debate la inclusión y se protegen las mascotas de la pirotecnia los que la padecen están totalmente desterrados.

Una crítica complementaria es que es un rito de origen celta, de otro hemisferio, precisamente porque los días comienzan a ser más cortos que las noches y el frío era una amenaza a sus cosechas. Esto no tendría mucho sentido en nuestras latitudes, donde a la siesta no dan ganas ni de caminar hasta el níspero del jardín por el calor. Así como nuestra visión de Papá Noel viene de una gaseosa cola (la misma de la película de los bosquimanos), la calabaza como símbolo viene del anodino Snoopy. El personaje de Schulz en un episodio llamado “La gran calabaza” de 1968 catapultó a la cucurbitácea a los niveles icónicos. Snoopy, el símbolo de la NASA, que por más intentos que uno haga es imposible reírse con la melancolía de sus personajes: ¡¿Qué te pasa, Charlie Brown, por Dios!?

Ahora bien, dirán los “integrados”. Podemos pensar en algún sincretismo: algún mocho Viruel hará moción de milanesas, algún mellizo dirá “empanadas”, y así. ¡Hagamos “Tucugüín”!

Pero el entusiasmo debe dar lugar a la reflexión porque no se puede implementar sin más. Nuestros platos insignia deben adaptarse. Tres casas de mila completa con ají y cebolla, empanadas y locro dejan fuera de combate al más voraz fantasmita. Está también nuestro caramelo bandera, pero todos sabemos que un alfeñique es para toda la vida y se puede recorrer puerta por puerta la provincia sin que sufra la mínima erosión.

Otra crítica de los apocalípticos consiste en que, si bien fortalece el lazo social, puede tener consecuencias conflictivas para la paz vecinal o familiar.

Los chicos viven la presión de dar y a la vez conseguir los mejores dulces. Muchos adultos se compenetran y hay casos en que no reconocen al hijo que salió hace media hora si no ha conseguido un botín razonable. Aquí se ve la naturaleza de cada estirpe, pero hay exageraciones por todos lados. Algunos hacen un verdadero potlatch destructivo de flinpuf a sabiendas de que deberán pasar a una vida más modesta por varias generaciones.  Recuérdese que en el potlatch es una ceremonia en la que el jefe o líder de la la tribu  regala  e incluso destruye sus bienes para demostrar  poder y estatus.Mientas,  otros reparten un solo caramelo media hora por grupo familiar y tienen diez hijos dedicados al pillaje.

A su vez, hay padres que atienden personalmente a los niños visitantes y entablan con cada uno de ellos durísimas negociaciones en las que cualquiera puede perder la canasta o el auto. Como en la kermés de San Roque, cebados por la pila de bocaditos, la furia caramelera los posee.

Ni siquiera el original “truco o trato” es feliz: le sobra truco.  Es muy decidor de esta locura el traspié lingüístico ampliamente extendido de que los niños, que en la vorágine suelen decir “truco o treta”, demostrando que no hay opciones más que entregarlo todo. No debiera ser así.

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