“Los servicios van y vienen, el agua está cortada. La luz, también, e internet se corta todo el tiempo. Los supermercados de la zona vacíos o inundados y no llegan los abastecimientos porque las carreteras y puentes cortados, la gente camina kilómetros para conseguir comida en las zonas no afectadas”. Este es el panorama desolador que pinta a LA GACETA Marcia Mordini, una tucumana que vive desde hace más de 20 años en España, en la zona montañosa de Valencia, cercana a donde ocurrieron las peores inundaciones en un siglo.
Su casa, en Torrente, quedó fuera del área arrasada por el aluvión de agua y lodo. “Nosotros estamos lejos del pueblo, más en la montaña y hemos tenido suerte, sólo con pérdidas materiales -describe-. Pero el ruido constante de cuatro horas de diluvio, con granizo y viento, aún suena en nuestras cabezas”. La situación que pinta es “terrorífica”.
Torrent está a no más de 10 kilómetros de Paiporta, una de las ciudades que sufrió el mayor impacto del fenómeno llamado DANA (acrónimo de Depresión Aislada en Niveles Altos) y conocido popularmente como “la gota fría”.
En Torrent y pueblos cercanos “hay vecinos que no pueden salir de casa porque los coches amontonados no los dejan”, cuenta Marcia.
Hasta ayer, el pueblo estaba incomunicado con la capital de Valencia, Aldaia y alrededores.
A las personas que quedaron atrapadas en edificios, en las ciudades y pueblos más golpeados, “les dan comida y agua por el balcón -relata-. Los que quisieron salvar los autos de las cocheras en subsuelo han muerto ahogados. Se ven (coches) en las calles, amontonados, muchos con sus dueños adentro, muertos”.
En la entrada de Paiporta, la entrada del pueblo, la furiosa ola marrón dejó amontonados los coches en una plaza cercana al cuartel de la Guardia Civil.
No importa el feriado
Mientras termina de llegar la ayuda oficial, una multitud de voluntarios se dirigió a los alrededores de Valencia para auxiliar a los vecinos atrapados en el infierno de barro que trajo la riada.
Es el Día de Todos los Santos, viernes y feriado en España y ya antes del mediodía, una multitud cruzaba apresurada los puentes que unen la ciudad de Valencia con la periferia sur, llevando palas, escobas o agua. “Hemos tomado lo que teníamos en casa, y a ayudar”, cuenta Federico Martínez, con una pala al hombro.
Llegado de una localidad del otro lado de Valencia, camina junto a unos amigos hacia la zona afectada. Tras conocer la magnitud de esta tragedia sin precedentes, que ya suma más de 200 fallecidos, miles de personas se lanzaron caminando hacia las zonas arrasadas, todavía cortadas al tráfico. “Esto emociona, pone los pelos de punta”, explica este ingeniero de 55 años con la voz entrecortada.
A medida que se avanza por las huertas ahora devastadas que unen la capital valenciana, donde no llegó la riada, se multiplica el barro y las huellas del desastre que ha dejado a miles y miles de personas sin agua y sin luz desde la fatídica tarde del martes.
“Toda ayuda es poca. Menos mal que España es solidaria”, opina Alicia Izquierdo. Junto a su hermana Marta caminan empujando dos carros de compra con alimentos hacia la casa de su hermano, que vive en Paiporta, una localidad de más de 25.000 habitantes convertida en el epicentro de la destrucción.
Tampoco lo pensó mucho Tamara Gil cuando se lanzó a caminar los tres kilómetros de huerta y polígonos industriales que separan Valencia de Paiporta.
A paso ligero, va empujando un carro metálico con agua y todo lo que creyó que podía ser útil. Quiere llegar cuanto antes al colegio donde es profesora y del que se fue el martes por la tarde, poco antes de que la riada arrasara Paiporta. Tras aquella noche que pasó al teléfono esperando noticias, aún desconoce si todos sus alumnos están bien.
A pura voluntad
Las autoridades intentaron disuadir a los voluntarios argumentando que podrían obstaculizar las vías de paso de los equipos de rescate, aunque van a pie. Muchos cargan sus garrafas y bolsas por las calles cubiertas de barro que llevan al auditorio municipal. Allí, junto a los coches amontonados frente a la fachada principal, han apartado ramas y escombros para establecer un punto de distribución de ayuda.
Después de casi tres días sin agua ni luz, y con los comercios del municipio arrasados, decenas de vecinos aguardan en una larga fila.
“Lo primordial es la comida y el agua”, explica junto a su esposa Ramón Vicente, de 73 años, ambos damnificados. Ellos vivieron la riada de 1957, que anegó la ciudad de Valencia, dejó decenas de muertos y marcó a generaciones de valencianos.
El desastre actual ha pulverizado todos los registros.“Me acuerdo de aquello y la ciudad pasó mucho tiempo para recuperarse”, lamenta junto a su esposa Fausti, preocupada por cómo podrá conseguir los medicamentos que necesita, en un hospital al que ahora no puede llegar. “A la gente mayor esto nos va a pasar factura”, suspira.
Falta organización
En cada calle, vecinos y voluntarios tratan de achicar montañas de barro todavía húmedo y viscoso de las casas. Todo es marrón ahora en Paiporta, donde ninguna planta baja se ha salvado de la crecida.
De la iglesia principal del municipio, los voluntarios siguen sacando baldes de barro, de un interior donde el agua llega a los tobillos.
Frente al barranco, un grupo de voluntarios trata de apartar el barro que llena una de las vías.
“Falta organización. La gente quiere ayudar, pero no hay nadie que organice”, observa Montse Fernández, que ha venido desde Godella, al norte de Valencia.
“No hay suficientes bomberos, no llegan las palas… Aquí todo es particular”, explica Paco Clemente, un farmacéutico de 33 años que ha venido de la cercana Torrente, mientras saca montones de fango del interior de la casa de unos amigos.
Al otro lado del barranco, Estefanía García camina con precaución entre el barro con su bebé de un mes y medio dormida en los brazos. Su familia le está esperando junto a su hija de dos años para irse de Paiporta a un lugar más seguro. Han sido días terribles, pero pese a todo se siente afortunada. “Hemos perdido los coches, parte de la casa, pero estamos vivos”, explica con los ojos vidriosos.