El piloto arrogante y racista que llevó la bomba a Hiroshima

El piloto arrogante y racista que llevó la bomba a Hiroshima

El piloto arrogante y racista que llevó la bomba a Hiroshima

Harlingen, 1976. En el cielo de Texas se recorta el perfil de viejas máquinas que volaron durante la Segunda Guerra Mundial. Al comando de una de ellas, un B-29 prolijamente restaurado, va Paul Tibbets. Pasaron 31 años desde que Tibbets soltó la bomba atómica sobre Hiroshima, pero tiene tan fresco el recuerdo que su parafernalia circense-militar consiste en recrear aquel momento. Estalla la polémica internacional, al punto que la Casa Blanca se disculpa con el Gobierno y con el pueblo japonés. Nada de esto le interesa a Tibbets, a quien llegaron a calificar como el máximo asesino de la historia de la humanidad. Un día como hoy -1 de noviembre, pero de 2007- moría Tibbets, a los 92 años. En paz, según afirmó en infinidad de ocasiones. ¿Con remordimientos? Al contrario: Tibbets siempre se consideró un héroe. Muchos de sus compatriotas comparten la opinión.

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El Premio Nobel de la Paz se otorgó hace pocas semanas a Nihon Hidankyo, organización que nuclea a sobrevivientes de las bombas atómicas derramadas por Estados Unidos sobre Hiroshima (6 de agosto de 1945) y Nagasaki (tres días más tarde). La historias de Nihon Hidankyo, relatadas en primera persona, desarman cualquier argumento a favor de las armas nucleares. Son las voces que llegan desde lo más profundo del horror.

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Nada de esto movió la aguja de los sentimientos de Tibbets, quien durante décadas se dedicó a desechar el aluvión de cartas que le llegaban desde todos los rincones del mundo. Cartas que le reclamaban un mínimo acto de contrición. No era posible que algo así sucediera, porque el Tibbets/héroe de guerra estaba construido sobre un personaje intolerante, racista, arrogante y violento; de hecho, muy orgulloso por haber sido el jinete del apocalipsis que portó “Little Boy”, el artefacto que arrasaría Hiroshima. Tibbets jamás se refirió -al menos públicamente- a las mujeres, niños y ancianos que la bomba pulverizó. Para él fue, sencillamente, el deber patriótico.

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No fue casual que se eligiera a Tibbets para la misión: era uno de los pilotos que mejor conocía el funcionamiento de los B-29. El bombardero partiría desde la base de Tinian, en las Islas Marianas, a 3.200 kilómetros de Hiroshima, para un vuelo de seis horas y con una bomba atómica a bordo. Se necesitaba al piloto más comprometido y mejor entrenado. Tibbets había servido en el frente occidental, hasta que en febrero de 1943 lo reasignaron en Estados Unidos, justamente como piloto de pruebas de los B-29. Después quedaría enganchado al Proyecto Manhattan y una tarde, de paseo por el complejo de Los Álamos, el propio Robert Oppenheimer le confesó a Tibbets que, de acuerdo con sus cálculos, el avión que despachara la bomba quedaría desintegrado por el efecto de la onda expansiva. A Tibbets no se le ocurrió renunciar.

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Cuando trepó a la cabina del B-29 asignado, la madrugada del 6 de agosto, Tibbets acreditaba el rango de coronel. El día anterior había bautizado el avión con el nombre de su madre: Enola Gay. Cuando la bomba impactó sobre Hiroshima, Tibbets describió el espectáculo como un hongo gigantesco. Desde el momento en el que aterrizó de regreso en Tinian empezó otra vida para Tibbets, la de una heroica celebridad.

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En el imaginario colectivo prendieron con fuerza Hiroshima, Enola Gay, Tibbets y “Little Boy”. Como si Nagasaki (la segunda ciudad aniquilada), Bockscar (el nombre impuesto al avión), Charles Sweeney (el piloto que lo condujo) y “Fat Man” (la bomba) fueran piezas de reparto en la historia. Está claro que a la potencia de la primera vez es difícil superarla. Pero, ¿hacía falta una segunda lección nuclear después de Hiroshima? Hay quienes sostienen que el objetivo no era disuasorio -como si hiciera falta-, sino científico, ya que el Proyecto Manhattan generó dos bombas: una en base a uranio (“Little Boy”) y la otra en base a plutonio (“Fat Man”); y era imprescindible probarlas a las dos. Y sobre objetivos civiles, claro.

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Tibbets decía cosas como estas (entrevista de Santiago O’Donnell):

- “Son todos estúpidos o ignorantes, adoctrinados por los comunistas y los revisionistas” (sobre quienes le reclamaban algún signo de arrepentimiento).

- “Me molestan las minorías... Se ha perdido el equilibrio y hoy la balanza se inclina en favor de los negros, los mexicanos y los etíopes”.

- “Los negros son muy difíciles de adiestrar”.

- “Siempre tendremos enemigos porque todos nos envidian”.

- “Nunca existirá la paz verdadera, solamente la paz del miedo. Por eso tenemos que tener el bastón más largo”.

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La muerte no tomó desprevenido a Tibbets. Las instrucciones a su familia estaban bien claras. Sabía que una tumba podía convertirse en centro de peregrinación y objeto de indignación de los movimientos pacifistas, así que exigió que cremaran sus restos y arrojaran las cenizas sobre el Canal de la Mancha, ese que tantas veces había surcado durante la guerra. Murió ostentando el máximo grado de la Fuerza Aérea de EE.UU. y condecorado como pocos en la historia militar de ese país.

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“La cuestión moral sobre los efectos de esa bomba no me atañen”, sostenía Tibbets. Queda el Enola Gay, como pieza de colección en el museo Smithsoniano del Aire y el Espacio. Y quedan, resonando con mucha mayor amplitud, las voces de las víctimas.

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