Servir, siempre servir
20 Octubre 2024

Por Presbítero Marcelo Barrionuevo

“Se acercaron a Jesús Santiago y Juan, y le dijeron: ‘Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir. Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda’. Jesús replicó: ‘No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizarse con el bautismo con que yo me voy a bautizar?’ Contestaron: ‘Lo somos’. Jesús les dijo: ‘El sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí conceder; está ya reservado’. Los otros 10, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndose, les dijo: ‘Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos’ (Marcos 10,35-45).

La vida cristiana es imitación de la de Cristo, pues Él se encarnó y os dio ejemplo para que sigáis sus pasos (1 Pedro 2, 21). Él es la causa ejemplar de toda santidad, es decir, del amor a Dios Padre. Nuestra santidad consiste en permitir que nuestro ser más profundo se vaya configurando con el de Cristo, en procurar que nuestros sentimientos ante los hombres, ante las realidades creadas, ante la tribulación, se parezcan más a los que Jesús tuvo, de manera que nuestra vida sea en cierto sentido, prolongación de la Suya. La misma gracia divina, en la medida en que correspondemos a la acción continua del Espíritu Santo, nos hace semejantes a Dios. Nuestra santidad consistirá, pues, en ser por la gracia lo que es Cristo por naturaleza: hijos de Dios.

En diversas ocasiones el Señor proclamará que no vino a ser servido sino a servir (Mateo 20, 8). Su doctrina es una constante llamada a los hombres para que se olviden de sí mismos y se den a los demás.

Se quedó para siempre en su Iglesia, y de modo particular en la Sagrada Eucaristía, para servirnos a diario con su compañía, con su humildad, con su gracia. Los cristianos que queremos imitar al Señor, hemos de disponernos para un servicio alegre a Dios y a los demás, sin esperar nada a cambio; servir incluso al que no agradece el servicio que se le presta.

Nuestro servicio a Dios y a los demás ha de estar lleno de humildad, aunque alguna vez tengamos el honor de llevar a Cristo a otros, como el borrico sobre el que entró triunfante en Jerusalén (Lucas 19, 35).

Esta disponibilidad hacia las necesidades ajenas nos llevará a ayudar a los demás de tal forma que, siempre que sea posible, no se advierta, y así no puedan darnos ellos ninguna recompensa a cambio. ¡Nos basta la mirada de Jesús sobre nuestra vida! Servid al Señor con alegría: encontraremos muchas ocasiones en la propia profesión, en la vida de familia. Comprenderemos que “servir es reinar” (Juan Pablo II, Redentor hominis).

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