Desde hace siglos se tropieza con la misma baldosa

Desde hace siglos se tropieza con la misma baldosa

Desde hace siglos se tropieza con la misma baldosa

Las autoridades tucumanas llevan 339 años sin saber qué hacer con las veredas rotas de la Capital, y de toda el área metropolitana, en las cuadras donde estas existen.

La ordenanza 2.073, sancionada en 1993 por el Concejo Deliberante de la capital, en su artículo 7° establece que “la reparación de la vereda será una responsabilidad permanente del frentista, excepto cuando haya sido deteriorada por trabajos realizados por la Municipalidad o empresas de servicios públicos autorizadas, quienes serán las responsables de reconstruir la vereda”.

Esta norma, que vino a modificar o ampliar otras similares de las décadas del 70, del 60 y anteriores, y muy anteriores, tiene su origen en expresiones de deseo que datan de 1685, cuando San Miguel de Tucumán fue trasladada desde Ibatín hacia su actual emplazamiento.

Aquel esbozo de hace más de tres siglos tardó muchas décadas en convertirse en una norma concreta y no hacía más que seguir una tendencia de las ciudades europeas, con la aclaración de que se refería a las aceras de las grandes casonas acaudaladas y a ciertos edificios públicos o privados importantes.

Una norma que comenzó a regir para unas 70 manzanas, más o menos urbanizadas, rodeadas de ranchadas que no estaban obligadas a construir veredas, primero porque no contaban con los recursos, y segundo porque no las necesitaban. Por allí no transitaban señoras con altos tacones y con esos vestidos tan largos que barrían el piso.

Con mejores y peores niveles de acatamiento, la ordenanza 2.073 y su larga lista de antecesoras siempre fracasaron, malograda iniciativa que se fue profundizando y agravando a razón del crecimiento de la ciudad, hacia sectores urbanos y suburbanos no tan señoriales, donde las prioridades urbanísticas son bastante más básicas, como hacer baños, ampliar la vivienda, contar con agua, cloacas, gas o electricidad, entre otras necesidades insatisfechas.

Si a una familia se le llueve toda la casa, lejos estará la vereda entre sus urgencias. Y en los hogares más pudientes siempre dependerá de la voluntad del propietario o de su apego a las normas.

Nulas de nulidad absoluta

Existen varios motivos por los que algunas (o muchas) leyes no se acatan o no funcionan: carecen de sentido común, son de imposible cumplimiento, fueron impuestas por amañados intereses sectoriales, se vuelven obsoletas o se desvanece su espíritu original. El proyecto de la Ley de Hojarasca que el gobierno nacional ingresó ahora al Congreso es un buen ejemplo. Consiste en eliminar 70 leyes que con los cambios que van ocurriendo en la sociedad han ido perdiendo su razón de ser, regulan tecnologías o hábitos que ya no existen, atentan contra derechos y libertades básicas (la mayoría promulgadas durante dictaduras), o simplemente son inaplicables o nunca se han cumplido.

Algunos casos:

La Ley 21.895 (1978) autoriza las emisiones de televisión en color. Menos mal.

La Ley 19.787 (1972), de Lanusse, obliga la difusión de ciertos tipos de música que el Estado consideraba se debía escuchar. ¿Y la libertad de expresión?

La Ley 94 (1864) inhabilita por 10 años a la autoridad que haga azotar a una persona. Por suerte sigue vigente…

La Ley 20.802 (1974) posibilita a la Policía a detener por “averiguación de antecedentes” a quienes no hubieran tramitado el carné de mochilero. Sin libertad de circulación para los mochileros, por mera portación de cara.

Las leyes 18.569 (1970), 20.114 (1973) y 23.756 (1989) obligan a microfilmar toda la documentación del Ejército, la Armada y el PEN. Obsolescencia total.

La Ley 20.959 (1975) otorga a senadores y diputados de la Nación libre circulación y libre estacionamiento en todo el país. Pocos ejemplos mejores de los privilegios de la casta. Sin ley, en Tucumán la Policía goza del mismo privilegio, incluso en zonas prohibidas, como en Maipú al 400.

La Ley 22.963 (1983), de Bignone, obliga a tener autorización estatal para el uso de mapas de Argentina para cualquier fin. El control de Bignone hoy estaría complicado con Google Maps.

La Ley 23.419 (1986) dispone que las empresas públicas informen descubrimientos de petróleo. Es decir, se le pide al Estado que se informe a sí mismo.

Así podemos seguir largo rato, como que sigue vigente premiar a quienes descubran una mina de carbón, en plena era de energías renovables, o que el democrático Perón impuso “pena de prisión para los argentinos que defiendan, en ámbitos internacionales, los derechos humanos en el país”; o varias leyes que crean nuevos organismos que se superponen; o de regulaciones impositivas para el servicio militar, que ya no existe.

Cada año, más rotas

Según datos oficiales municipales, cada año se registran en la capital más veredas deterioradas, y la estadística no deja de crecer. Hace una década se informaba que había en la ciudad entre un 40 y un 50% de aceras en mal estado. A principios de este año se precisó que ya más del 70% acusaba roturas totales o parciales, lo que representaba alrededor de 88.000 metros cuadrados, sólo dentro de las cuatro avenidas. Fuera de este cuadrante la situación es más grave, pero con el atenuante de que transita menos gente.

En los últimos meses, el municipio comenzó a intimar a los frentistas para que reparen sus veredas, bajo riesgo de recibir sanciones.

Esto nos recuerda a los griegos, que decían que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, o a aquella advertencia que sostenía que “locura es hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes”, cita erróneamente atribuida a Albert Einstein, cuando fue escrita por primera vez en 1983 por Rita Mae Brown, en su novela “Sudden Death” (Muerte súbita). O también, por el filósofo contemporáneo Julio Iglesias, que en una canción reconoce: “Tropecé de nuevo con la misma piedraaaaa”.

¿Por qué insiste el municipio desde hace tres siglos con una política que no funciona? ¿Con una ordenanza que no deja de fracasar?

Esto ya lo han entendido los europeos, donde siempre le gusta referenciarse al argentino, a partir de la Primera Guerra Mundial, donde debieron reconstruir ciudades enteras, y más aún luego de la Segunda Guerra, cuando varias metrópolis tuvieron que repensarse desde cero, entre ellas Berlín, París o Munich.

El fin de la anarquía

Sintéticamente, los europeos decidieron que no podían librar el diseño urbanístico al caprichoso arbitrio del vecino, en estilos de construcción, altura de los edificios y hasta en los más mínimos detalles, incluso las veredas. Reemplazaron las viejas baldosas por bloques antideslizantes de cemento o granito, con colores específicos por zonas, en general grises, rojizos, verdosos o terrosos, y la responsabilidad de los espacios públicos y semipúblicos, como las veredas, quedó definitivamente a cargo de las autoridades.

Comenzaron por parques y plazas, edificios públicos, calles y avenidas principales, zonas turísticas, peatonales y así siguen avanzando.

Lograron que las veredas sean uniformes, en materiales y en estética, que cumplan con las normas de seguridad en transitabilidad, y su mantenimiento está asegurado por el gobierno. Además, van dotando a las ciudades y a barrios específicos de una identidad semejante, otra carencia en nuestra metrópolis.

Ante las roturas que generan las empresas de servicios, públicas y privadas, su reparación es más económica y sencilla, algo que en Tucumán es otro problema que se acumula caóticamente.

No es necesario mirar a Europa. Buenos Aires lo viene haciendo hace años en su microcentro, zonas neurálgicas, históricas o turísticas, donde la ciudad se hace cargo de la reparación de las aceras, con y sin participación financiera del vecino, según el caso.

Algo similar vienen encarando Rosario, con su programa “Esfuerzo compartido”, o Mendoza, con su plan “Mejores veredas”.

Aquí mismo, en menor escala, se ha realizado en peatonales, semipeatonales, unos cuantos paseos y plazas, y en algunos edificios públicos, como recientemente lo hizo el nuevo Fuero Penal de avenida Sarmiento y Laprida, con excelentes resultados.

Sólo haría falta modificar una vetusta y fracasada ordenanza, voluntad política, tan escasa por cierto, y un poco, apenas un poco de imaginación. Se podría dotar de la necesaria identidad a tantas zonas postergadas, como El Bajo, por citar un ejemplo, avenidas y calles principales, y a barrios olvidados donde el Estado podría llegar con soluciones efectivas, no sólo en la capital sino en toda el área metropolitana.

De paso, casi sin querer, se empieza a solucionar un serio problema que lleva siglos, que se complica año tras año, y se deja, de una vez por todas, de tropezar cien veces con la misma baldosa floja.

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