Échale la culpa al duende

Todos los libros contienen errores, así fue y será siempre. Aunque cada vez sea menos frecuente encontrar esas páginas bastardas que en ocasiones ni siquiera están cosidas al lomo, apuradas por imprenteros malhumorados gracias a las demandas de los autores o el editor. Que quede claro: lo que ha desaparecido no es la falla, sino su reconocimiento. ¿No es acaso el peor trabajo del mundo, en el que se cumple en grado mayor aquello de que solo se ha obrado a la perfección si se es invisible?

El profesor Roberto Rojo siempre nos advertía que era imprescindible esa hojita que solía estar al comienzo de todos los libros y que tenía, según nos relataba, lo mejor de lo humano: un perdón, una disculpa, un reconocimiento de falibilidad y dos columnas de palabras, signos o frases entrecomilladas con la caución de “donde dice”, “debería decir”. No es vergüenza sino lo contrario, valor de asumirse en cada caso como autor, editor o impresor que matemáticamente no puede no cometer ningún error.

Un libro promedio de 100 páginas tiene aproximadamente y siendo muy generosos puede haber alrededor de 1 a 5 errores por cada 1.000 palabras. Eso resultaría en 25 a 150 errores en total en un manuscrito de 100 páginas. Peor es cuando no sólo son palabras, que podemos conjeturar su significado por más que alguna letra haya salido fallida o un acento se haya colado o brille por su ausencia.

Un gran problema es cuando se trata de fórmulas, como en la aritmética o en la lógica.

Precisamente, era la materia que dictaba el Profesor Rojo durante sus últimas décadas de profesor en la Facultad de Filosofía y Letras. Ahí es donde su anécdota adquiere aún más fuerza. En las fórmulas, los errores no son solo detalles triviales; pueden cambiar completamente el significado o invalidar el razonamiento. Una disyunción es una pequeña “v” y una conjunción una  “∧”. Una falla cambia todo. Él contaba que para la edición de un libro de lógica en España, hartos de los errores,  se habían puesto de acuerdo los autores y editores en no dejar pasar ninguno por lo que emprendieron una corrección increíblemente exhaustiva. El texto pasó por mil manos, las versiones fueron escudriñadas al detalle, la imprenta estaba comprometida al límite con el proyecto. Cuando estuvieron satisfechos en todos los sentidos, orgullosos del trabajo, quedaron de acuerdo en que era necesario  señalar que ese libro, como pocos y gracias a la fruición coordinada, no contenía errores. Le enviaron a la prensa un epígrafe glorioso. En la primera página del libro rezaba: “este libro no tiene ninguna fe de errotas”. Me cuesta describir la satisfacción del Profe al cerrar la historia, una alegría que no se llevaba bien con su baja tolerancia a cualquier desliz en la escritura propia o ajena.

Un mito cordobés enseña que no sólo se acota a defectos de los escritores, sino que el propio nombre de una editorial se habría generado en un mal tipeo: el Fondo de Cultura Ecuménica habría sufrido un giro mercantil inesperado al ser bautizado por un tipeador  descuidado con el nombre que conocemos hoy, Fondo de Cultura Económica. Una transposición que no deja de ser decidora de la tragedia cultural de nuestros días.

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