El monumento que nunca se construyó
En el libro “Porteños, provincianos y extranjeros en la Batalla de Tucumán”, Carlos Páez de la Torre (h) y Sara Peña de Bascary destacan a quienes entraron casi niños a la milicia y que en su mayoría - cuando no murieron peleando en las guerras de la Independencia o en las contiendas que siguieron- terminaron pobres y olvidados. Ya nadie sabe quiénes son y, citando en el mencionado libro a Leopoldo Lugones, nieto de un oficial que combatió el 24 de septiembre, se transcribes unos párrafos del poeta como respuesta a las honras protocolares que algunas veces se le dedican:
“Irreparable, efectivamente, ese dolor de los pobres grandes muertos, a quienes ni la salva de cañón, ni el féretro en la cureña, ni la calle denominada, ni la estatua que los embalsama en bronce, van a quitar un solo minuto de las miserias que pasaron, de la ingratitud que devoraron. Incapaces de pedir, los juzgaron indiferentes a las satisfacciones de la vida; o castigaron su altivez a ver si la quebraban, so pretexto de probarle el temple; o disfrazaron de indiferencia la envidia, silenciosos como el veneno; o transformaron en ostracismo risible el recato de la dignidad; o hicieron del orgullo noble, pretexto para sus diatribas y epigramas, como se alberga la sabandija en la melena del león; o tomaron el sudor de sangre de la angustia para grana de teñir y la modestia para lana de esquilar. Y ahora vienen con su efigie de bronce hueco, sus tiros de vana pólvora, sus calles con nombres, sus discurso más cuidados que la perra vida del célebre infeliz, en cuyo mismo despojo hallan causa para untarse de talento ajeno, exhibiéndose justos a destiempo, escandalosos de luto nacional, estos gusano de la gloria”.
Durante gran parte del siglo XX existieron numerosos intentos de homenajear al Ejército del Norte, no solo por el triunfo del 24 de septiembre, sino también por el importante papel jugado como agente de cambio en la sociedad durante los años que estuvo acampando en nuestra provincia.
El proyecto más conocido fue el de Ernesto Padilla en 1912, cuando proponía erigir un monumental arco de unos 28 metros de ancho por 24 metros de alto con leyendas como “Sepulcro de los tiranos” o “Cuna de la Libertad”. La elección del emplazamiento iba variando a medida que se desempolvaba de los archivos el proyecto. Otras propuestas sugerían grabar en la enorme escultura los nombres de aquellos que participaron en la gesta, pero lo cierto es que en la actualidad apenas existe una piedra de no más de un metro de alto con una placa en la que se puede leer “Acta de fundación - Monumento al Ejército del Norte. 1912”.
Los muertos, muertos están, y ya ningún homenaje o veneración tiene sentido para ellos. No pueden verlo. Pero sí para nosotros, los vivos, que como su descendencia somos el resultado de sus actos. La construcción de la memoria social se logra resignificando el pasado, dándole valor y sentido a partir de los intereses del presente, para así encaminar nuestro futuro.
El triste final de “Perico Bandurria”
“Una limosna por Dios”, resuena en la recova del cabildo santafesino. Todos saben de quién se trata, o por lo menos saben el apodo: “Perico Bandurria” o “el tambor de Tucumán”. Mucho tiempo antes, cuando no estaba ciego ni cargaba con los achaques de la vejez, cada 25 de mayo el soldado de Manuel Belgrano llegaba al centro, desde la tapera en la que vivía en las afueras de la ciudad y recorría la calle principal vestido con su ajado uniforme, tocando de manera incesante su célebre tambor. Lucía orgulloso y mostraba, aunque nadie se lo pedía, la herida en el pie derecho, como consecuencia de haber peleado en la Batalla de Tucumán.
Consciente de la gloria viviente que era el anciano, Ramón Lassagna supo apuntar algunos datos biográficos pocos días antes de su muerte. En ellos relata que Pedro Bustamante había abandonado el Ejército del Norte cuando, fiel a su venerado general Belgrano, este fue remplazado por José de San Martín en Tucumán. Se jactaba de haber visto en aquella oportunidad al Libertador de América con sus propios ojos. Luego se alistó en las montoneras del gobernador santafesino Estanislao López, “no dando descanso a su lanza ni a su tambor hasta que, los años galopando sobre sus espaldas, lo hacen retirar del servicio activo”.
En 1862, Bustamente le solicitó al Gobierno una pensión para sus gastos elementales. Le otorgaron una muy modesta, junto a una ración diaria de carne. Años después, el 24 de septiembre de 1873, en Buenos Aires se inaugura en la Plaza de Mayo la estatua ecuestre de Belgrano. Ese mismo día, en la homónima plaza provincial, las autoridades invitan a Bustamante a tocar su tambor. Llorando y con dificultades para caminar, fue la última vez que se lo vio desfilar. En los años que sobrevivió, pasó a ser un mendigo ciego y enfermo “vestido de paisano”. Ya con un poco más de 80 años, el Gobierno santafesino le retiró la ración cotidiana de carne. A los pocos días, el 1 de julio de 1883, “Perico Bandurria” muere en su humilde rancho.
Hoy, el Cantón Soledad es un pueblo rural en el centro de la llanura pampeana, de no más de 10 hectáreas de ancho por otras tantas de largo. La plaza principal lleva el nombre de Sargento Pedro Bustamante, y en el centro un obelisco con la bandera nacional rinde homenaje a la memoria del “tambor de Tucumán”. Un monumento sencillo, que no sólo evoca al héroe de la Independencia y su anhelo de libertad, sino que exhorta a fortalecer lo alcanzado.
“La Capitana” pasó del olvido casi absoluto al billete de mayor valor en circulación
No siempre pedía limosna, algunas veces vendía tortas fritas. Se la veía en la puerta de distintos templos de Buenos Aires, como Santo Domingo, San Francisco o San Ignacio. Nadie sabía su nombre. Tampoco hablaba mucho y cuando lo hacía, sólo era para asegurar ser “Capitana del Ejército” nombrada por el mismísimo Manuel Belgrano, lo que ocasionaba la risa de los demás mendigos y burlas de los chicos, a los que corría con un bastón. “Encorvada y magra, diríase la imagen mísera de la senectud, con su tez terrosa y arrugada, la boca hundida y sin dientes y los ojos empañados”. Así describía Carlos Ibarguren a María de los Remedios del Valle al iniciar la década de 1820.
En 1827, cuando Juan José Viamonte ingresó a Santo Domingo,algo le llamó la atención en la mendicante mujer. Al acercarse y preguntarle su nombre, el veterano General de las guerras de la Independencia quedó pasmado al ver el estado en el que se encontraba “la Madre de la Patria”. Rememoró aquellos años de lucha contra los realistas en los que ella demostraba su brío y valentía sirviendo a la Patria. Conmovido, se juró así mismo revertir la situación. Presentó en la Legislatura de Buenos Aires un proyecto de ley para acordar a María de los Remedios el sueldo de capitán de infantería, pero las autoridades rechazaron esa propuesta, argumentando que no existían documentos probatorios y que Buenos Aires no tenía por qué premiar servicios nacionales. Ante esto, Viamonte defendió su proyecto con vehemencia replicando que todos los veteranos sabían que había sido herida en combate y hasta azotada por los realistas. “No se la debe dejar pedir limosna”, enfatizó. También debió mediar en este pedido Tomás de Anchorena, ex secretario de Belgrano, manifestando que “La Capitana” era una persona muy respetada en el Ejército, y que después de una de las gloriosas batallas del norte oyó a Belgrano “ponderar la oficiosidad y el esmero de esta mujer en asistir a los heridos”.
Finalmente se resolvió acordarle un sueldo, formar una comisión que escribiera su biografía y edificarle un monumento. Nada de esto sucedió. El golpe en el Gobierno porteño, encabezado por Juan Lavalle, anuló lo decretado. “La Capitana” siguió mendigando hasta su muerte, ocurrida en 1847.
En los últimos años su figura ha sido revalorizada, reconstruyendo su vida con los pocos datos biográficos que existen y erigiendo monumentos con su figura. Incluso, como ironía de la fatalidad en la que vivió María de los Remedios, no sólo en las guerras sino por su pobreza posterior, el billete de mayor valor que circula en la actualidad lleva un dibujo de su rostro junto al de Manuel Belgrano, el hombre que inmortalizó a Tucumán como “Sepulcro de la tiranía”.
“El Negro” Montaño, tan orgulloso aun en la más extrema pobreza
El paseo por el centro de San Miguel de Tucumán es el acostumbrado cada domingo. Han pasado varias décadas desde aquellos tiempos de lucha por la Independencia. Estamos en el día 8, el mes es marzo y el año, 1863. Un carruaje fúnebre circula despacio, con su traqueteo apenas levanta el polvo de la calle frente al Cabildo. El silencio de la sorprendida y ocasional muchedumbre perfora como una suave brisa el caluroso día, permitiendo escuchar el chirrido de los herrajes. El sigilo no es por asombro, tampoco por desconcierto, mucho menos de común acuerdo. Aseguran que es el sentimiento de culpa lo que amalgama el proceder de cada uno de los presentes. Ya saben de quién es el ataúd que se encuentra dentro de la carroza. Con que esta recorriera unos pocos metros fue suficiente para que, con inusitada premura, el murmullo informara a todos que Tomás Montaño había muerto. El guerrero de la independencia terminó sus días, y así habían dejado que suceda: en la indigencia, ciego y “monediando”.
Terminadas las batallas por la Independencia, el “Negro” Montaño combatió en las guerras civiles. Sirvió al general José María Paz, actuando en decenas de encuentros con la Liga del Interior. Su última contienda bélica fue sirviendo al bando unitario bajo las órdenes de Gregorio Aráoz de La Madrid -como lo hiciera durante la revolución- en la trágica Batalla de La Ciudadela. Con el triunfo de Facundo Quiroga, bajo el estandarte federal, Montaño fue tomado prisionero padeciendo numerosas torturas. Los días posteriores son recordados en Tucumán como los más aterradores y espeluznante que se vivieron en estas tierras. Saqueos y ejecuciones a mansalva fueron permanentes mientras duró la ocupación del caudillo riojano.
Un encuentro inolvidable
Para Montaño, La Madrid era “todo lo que había de mejor, en el mejor de los mundos posibles”. En días festivos recorría las calles de la ciudad gritando: ¡Viva la Patria! ¡Viva La Madrid! ¡Viva Montaño! Asimismo, para el general tucumano, Montaño ocupaba un lugar muy distinguido, no sólo por haber estado a sus órdenes en la lucha contra el español y la mala fortuna en las guerras civiles, sino que fue muy cercano en momentos de desastres personales.
Definitivamente afincado en nuestra ciudad, Montaño, a pesar de tener mutilados casi todos los dedos de la mano derecha a causa de sus años de campaña, se ocupó en diversas y modestas tareas. Al avanzar su edad, y con ella su ceguera, se encontró limitado en sus quehaceres, lo que lo obligó a pedir limosna. “Con la dignidad de un guerrero, andando, conservaba su aire marcial. Parado tenía en su persona la rigidez del centinela que guarda su consigna” lo describía el diario El Liberal.
Fue una tarde de 1840 en la que mendigando por la vereda del Cabildo volvió a encontrarse con su querido La Madrid, que ya no respondía a los intereses unitarios, sino que había llegado a Tucumán en representación de la causa federal. Ambos guerreros se fundieron en un abrazo. El ahora General del Restaurador Juan Manuel de Rosas le acercó unas monedas a sus manos, que Montaño recibió con beneplácito. Pero fue cuando le entregó varias cintas coloradas con la leyenda “Viva el Restaurador de las Leyes, mueran los salvajes inmundos unitarios”, que “El Negro” dio un paso atrás, las tiró a tierra y las pisó exclamando: “todo, todo, menos eso mi General”, y en ademán de devolver las monedas recibidas se puso a llorar. Esto lo cuenta Benjamín Villafañe en “Reminiscencias históricas de un patriota”, agregando que La Madrid le confesó: “ese negro acabó de partirme el corazón tan desgarrado ya”.
Ya octogenario, Montaño pidió una pensión al Gobierno de Tucumán: “Que subrogue las necesidades de un negro envejecido en los servicios de la Patria. Encontrándose en el más lamentable estado de pobreza, al punto de tener que vivir de limosna, lo que no hace honor alguno al país, al que tanto he servido en mi carrera militar”. Finalmente se le asignó una pensión de 15 pesos, un monto por debajo del que cobraba el plantel de ordenanzas del Cabildo, de la que pudo disponer los últimos tres años de su vida.