Por Jon Lee Anderson
En Granada hay una calle estrecha que rebasa las arboladas rampas de la Alhambra y sube por una colina hasta el cementerio de la cumbre. La tierra de los alrededores es de un rojo subido y los olivos que motean las suaves terrazas son verdigrises y muy viejos. La tapia del cementerio, de ladrillo enyesado, es alta, larga y del mismo color que la tierra, y está coronada por tejas. Hay en todo una agradable simetría.
En la esquina de abajo por la izquierda de la tapia, en un tramo de unos seis metros de anchura, hay unos boquetes del tamaño de un huevo, impactos de proyectiles que dan fe de los fusilamientos que se perpetraron allí en el verano de 1936. Murieron más de mil personas, conducidas al cementerio por la noche en camiones descubiertos. Los turistas norteamericanos que se alojaban en las pensiones camino abajo hablaron después del horror de ser despertados antes del alba por los chirriantes cambios de marcha de los camiones que subían con su lúgubre cargamento, y minutos después por los inconfundibles estampidos de las descargas. Uno de los fusilados del cementerio fue el socialista Manuel Fernández-Montesinos, que acababa de ser elegido alcalde de Granada. Fue fusilado el 16 de agosto con otras doscientas treinta personas. Aquel mismo día detuvieron en la ciudad a su cuñado, el poeta Federico García Lorca, ya internacionalmente conocido. Dos días después fue asesinado en una ladera solitaria, en un barranco en las afueras de Alfacar, un pueblo situado a unos kilómetros de Granada.
Estuvieron entre las primeras víctimas de una purga salvaje que empezó con la toma de Granada, el 20 de julio, por un grupo de conspiradores militares y falangistas que se habían unido a la rebelión militar iniciada dos días antes contra el gobierno frentepopulista de la República. El jefe de la sublevación era un general de cuarenta y cuatro años llamado Francisco Franco. Franco no tardó en convertir el movimiento fascista español, Falange Española, en su vehículo político, y buscó y recibió ayuda militar de Hitler y Mussolini. En los tres años que duró la guerra civil murió más de medio millón de españoles. Vencida la República en abril de 1939, Franco se proclamó Caudillo de España e instituyó una dictadura que duró treinta y seis años, hasta que murió, en 1975.
Una tarde de invierno que fui al viejo paredón del cementerio de Granada, el lugar estaba desierto y solo vi un ramo de rosas que se marchitaban al pie de la tapia, debajo de una constelación de impactos de bala. Los impactos estaban aproximadamente a la altura de la ingle de un hombre erguido. Así se lo dije a mi acompañante, Juan Antonio Díaz, profesor de filología inglesa y alemana en la Universidad de Granada. Observó la tapia y respondió con naturalidad: «No si estás de rodillas. Te alcanzarían a la altura de la cabeza. -Un momento después lanzó una maldición-. Han quitado la placa. Sabía que la quitarían.» Señaló un espacio descolorido en la tapia. Me contó que el verano anterior, él y otros miembros de la Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica habían celebrado una ceremonia para honrar a las víctimas de aquellos pelotones de fusilamiento y habían dejado una placa que decía: «A las víctimas del franquismo que fueron fusiladas en esta tapia por defender la legalidad democrática de la República». Sin la placa, no había nada que sugiriese que allí había tenido lugar un suceso trágico.
A unos metros habían garabateado un grafito con aerosol: «Melo estuvo aquí y ha vuelto».
Más allá del cementerio se veían los picos de Sierra Nevada. Estaban cubiertos de nieve reciente, teñida de rosa por la moribunda luz del día.
*Incluida en El dictador, los demonios y otras crónicas.