¡Vos no podés hablar! ¿Hola?
¡Vos no podés hablar! ¿Hola?

En “Alta costura y alta cultura,“ Pierre Bourdieu argumenta que tanto la moda como la alta cultura operan como sistemas de distinción social, y lo hacen con un toque de “magia.” Esta “magia” es la capacidad de ciertas personas e instituciones para transformar algo común en algo valioso y exclusivo, simplemente porque tienen el poder y la autoridad para hacerlo. Por ejemplo, un diseñador famoso puede convertir una prenda en un objeto de deseo solo porque su firma está en ella, y un crítico de arte puede declarar una obra como “genial” y, de repente, esa obra gana valor.

Esta magia, según Bourdieu, es una forma de legitimación social que permite a las élites mantener su estatus. Es como si tuvieran una varita mágica que les permite definir lo que es valioso, distinguiéndose del resto de la sociedad. Así, tanto en la alta costura como en la alta cultura, lo que cuenta no es solo el objeto en sí, sino el poder simbólico de quienes lo avalan. En resumen, no es solo lo que vistes o aprecias, sino el hechizo social que lo rodea y que reafirma tu lugar en la jerarquía social.

Una servilleta garabateada no tiene valor alguno, pero cuando el autor es un Picasso, todo cambia. La ropa, los perfumes, los libros, todos dependen para su consideración de la firma antes que del contenido. Es terrible, desde luego, pero cuando se dice de algo su autor o propietario, el valor cambia. Es el cuadro, el libro o la remera hecha por, o la casa de. Propiedades inobservables que gravitan muchas veces más que las más contundentes.

En el caso de los discursos, se habla de la apelación a la autoridad, una falacia bastante compleja. Sostiene que porque lo dijo alguien es cierto, lo cual se puede dispersar hacia los objetos que tienen valor porque alguien dijo que son valiosos, o algo es bello, bonito o bueno porque fue hecho por alguien. Pero otras veces, la referencia a la persona es todo lo contrario, una estúpida forma de descalificación. Veamos.

Falacia de atacar a quien habla

La falacia ad hominem es un tipo de argumento que ataca a quien dice algo en lugar de discutir el contenido de lo dicho. No hay que ser Cicerón para entender el asunto: es una de las formas más extendidas de la dialéctica tucumana. En todas las mesas familiares detectamos creativas formas de hacer este tipo de refutación:

“Claro, habló el que siempre atiende el teléfono.”

“Mirá, ¡para que vos te animes a sacar el tema!”

“¡Así dice el que no tiene espejo en casa!”

La falacia y sus variantes pintorescas han mutado en ocasiones al exasperante “¿Hola?” en tono de ironía que suelen repetir las cuñadas más jóvenes y otros rufianes que buscan desautorizar nuestros pocos momentos apodícticos en materia de crianza. Sin duda, esos “Hola” son el adiós de la civilización tal como la conocimos los animales con lenguaje. Pero no todo es sombrío, porque resiste y sigue vigente uno de los ad hominem más interesantes: “El muerto se ríe del degollado.”

Hay variantes: se admira, alaba, o se asusta, y demás interacciones que no pueden hacer ninguno de los muertos. Era muy estimado por mi madre, ya que somos dos hermanos y era una útil herramienta para descalificar a los dos a la vez.

Falacia del infierno

“Te conozco, mascarita / No me puedes engañar / Y aunque nunca te lo quitas / Sé que llevas un disfraz.” El tango de Machado y Donato toma una frase popular que tematiza las situaciones en las que es fundamental conocer quién dice algo, porque está en juego su sinceridad. Como dice Shakespeare, “El diablo es capaz de citar las Escrituras si le conviene” (The devil can quote Scripture for his own use). He ahí otro gran tema a favor del poder lógico del maléfico.

Si bien la falacia ad hominem es una suerte de cancelación de la posibilidad de que alguien, en el límite todos, argumentemos con fuerza de verdad, hay una parte que es fundamental y que suaviza su condición falaz: nadie anda cazando razonamientos con redes de mariposas por el aire. Tomamos las cosas que nos dicen según de quién vienen.

Esto es, debemos estar prevenidos. Pero cuidado, que es un camino de ida. Una vez que nos hacemos una idea del hablante, nos va a costar para siempre ser objetivos. Todos hemos experimentado alguna vez la imposibilidad de leer algo o de opinar sobre un argumento una vez que le ponemos un rostro. Hay gente cuyas opiniones uno acepta o rechaza porque los conoce. Como dice Shakespeare, “Ojalá fuésemos mejor extraños” (I do desire we may be better strangers).

Un gran ejemplo

Un caso iluminador es el de Jacques Lacan, quien hace una maratón de falacias para cometer una fechoría. Hay muchos casos más de su parte y de otros imitadores de Lacan, incluso en nuestra comarca. Lo que cuenta Patrice Vermeren (Paris VIII) de primera mano es lo siguiente: un coleccionista de libros de filosofía tenía una joya, unos escritos de Nietzsche en los tiempos del manicomio al borde de la locura y la muerte. Jacques Lacan le pide el texto y, teniendo en cuenta que se tardaba en devolverlo, el librero juntó coraje y se presentó en la casa del gran Lacan. No tuvo éxito porque el padre del psicoanálisis estructuralista le respondió: “No voy a devolverlo porque Nietzsche soy yo.”

El pobre librero no podía entonces decir “deme su libro que me robó” en caso de ser cierto que Lacan fuera Nietzsche, algo poco probable. Tampoco podía llamar al loquero que está lleno de gente que se cree Napoleón o Nietzsche, o mejor dicho Lacan. El asunto es el prestigio del francés, porque nadie de la comunidad psiquiátrica iba a internar a Lacan. Si hubiera sido otro, le podrían haber dicho: “¿Hola? ¡Los libros se devuelven!”

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