Una escena muy recordada de la película “Cuando Harry conoció a Sally” -además de la del orgasmo fingido de Meg Ryan- muestra a sus protagonistas hablando por teléfono a la noche, en la cama, cada uno en su departamento (la pantalla dividida en dos), mientras ven “Casablanca” por televisión. “Ingrid Bergman es de bajo mantenimiento”, reflexiona Harry. “¿Bajo mantenimiento?”, le pregunta Sally. Y él le explica: “Hay dos tipos de mujeres: las de alto mantenimiento y las de bajo mantenimiento”. Y reafirma: “Ingrid Bergman es una LM (low maintenance), definitivamente”.
Como es de esperar, Sally le pregunta qué tipo es ella. “Sos del peor tipo, de alto mantenimiento, pero te creés de bajo mantenimiento”. Y lo justifica aludiendo a la manera enrevesada y fuera de menú en que Sally pide una ensalada cuando salen a comer. “Bueno -dice ella- sólo la quiero como la quiero”. “Lo sé. Alto mantenimiento”, remata Harry.
La teoría de Harry responde a un viejo prejuicio: las mujeres que hacen valer sus deseos, que priorizan sus necesidades e intereses, son egoístas, complicadas… “jodidas”. En cambio no es tan común cuestionar a un hombre que hace lo mismo. Muchos dirán que esto ha cambiado rotundamente, que estamos en pleno auge feminista y que hoy más que nunca vivimos el tiempo de las mujeres. ¿Es realmente así?
Un derecho
La sexóloga argentina María Luisa Lerer en su ya célebre “Sexualidad femenina. Mitos, realidades y el sentido de ser mujer”, hace referencia a un mandato cultural fuerte, vinculado a este tema: “Es deber de la mujer satisfacer al compañero”. “Históricamente nos dedicamos a calmar, escuchar, consolar, postergando nuestras opiniones y sentimientos. Esto nos llevó a preocuparnos más de los dramas y alegrías ajenos que de los propios, llegando a olvidar nuestros intereses, emociones y a no escuchar el lenguaje de nuestro cuerpo”, escribe.
Y agrega que en esta historia de desvaloración, la búsqueda de reconocimiento tomó la vía socialmente aceptable de la renunciación a las aspiraciones personales e, incluso, a cualquier proyecto de vida propia, “sin medir que al ofrendarse se vaciaba de sí misma”. Como si el estilo complaciente fuera una virtud. Parece cosa de otra época: aún hoy muchas mujeres temen ser rechazadas si plantean lo que quieren.
Respecto al sexo específicamente, algunas, sostiene Lerer, “encuentran menos peligroso suprimir sus necesidades y deseos y permitir pasivamente que el varón retenga en exclusiva el control del juego sexual. Sienten que es un deber satisfacerlo”. Perdiendo de vista, en el marco de estas “obligaciones” que primero que nada está el derecho de gozar de buenas relaciones sexuales.
Un requisito indispensable para que la mujer obtenga el orgasmo es cierto “egoísmo”: concentrarse en las propias necesidades y sensaciones. Por lo general las mujeres que tienen problemas para llegar al orgasmo son las que prestan toda su atención al otro. Se preocupan si él lo pasa bien o no, qué posición prefiere, si va a eyacular pronto, si su erección se mantiene… “pero necesariamente tenemos que centrarnos en nosotras mismas para que el orgasmo nos invada”, sostiene Lerer.