Caso Sacco y Vanzetti: cuando la silla eléctrica convirtió a las víctimas en héroes

Caso Sacco y Vanzetti: cuando la silla eléctrica convirtió a las víctimas en héroes

EN EL CINE. Ricardo Cucciolla (como Sacco ganó un premio en el Festival de Cannes) y Gian Maria Volonté (Vanzetti) en una escena del juicio. EN EL CINE. Ricardo Cucciolla (como Sacco ganó un premio en el Festival de Cannes) y Gian Maria Volonté (Vanzetti) en una escena del juicio.

“Al buscar lo imposible el hombre siempre ha realizado y reconocido lo posible. Y aquellos que sabiamente se han limitado a lo que creían posible, jamás han dado un solo paso adelante”. (Mijaíl Bakunin)

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Un día como hoy, 23 de agosto, la silla eléctrica se encendió para apagar la vida de Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti. Las apelaciones habían fracasado una a una, hasta naufragar definitivamente en la Corte Suprema; la presión internacional, por más prestigiosos que lucieran sus voceros, resultó en vano. Quedó claro que Sacco y Vanzetti debían ser ejecutados para servir de ejemplo, sin importar lo escandaloso del juicio que los había condenado. Sacco y Vanzetti representaban una forma de entender y de habitar el mundo sumamente peligrosa. Había que cortar todas las cabezas de esa hidra llamada anarquismo.

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A Sacco y a Vanzetti se los acusó por el asesinato de dos empleados de la Slater-Morrill Show Company, crimen cometido durante un asalto del que habrían obtenido un botín de 15.000 dólares. El episodio se registró en la localidad de South Braintree (Massachusetts) el 15 de abril de 1920. La temporada de caza de anarquistas marchaba a todo vapor en la costa este estadounidense y la dupla Sacco-Vanzetti representó el premio mayor. Eran inmigrantes italianos -lo que llenaba el casillero de la xenofobia- y reconocidos seguidores de las ideas y del accionar de Luigi Galleani, un pez gordo del movimiento al que habían deportado un año antes. Lo que faltaba para terminar con Sacco y con Vanzetti era el brazo ejecutor, un cruzado capaz de manipular evidencias y condenar de antemano. Se llamaba Webster Thayer.

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Las ideas anarquistas viajaron de Europa Central hacia Occidente y se derramaron por el continente americano con la precisión de la relojería suiza. Esa sincronía funcionó, especialmente, entre Estados Unidos y la Argentina, al compás de los millones de inmigrantes que abarrotaban los puertos de Nueva York y Buenos Aires. Desde fines del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX el anarquismo se hizo carne en la clase trabajadora, al punto de que las máximas de Bakunin se recitaban con la convicción de un credo. Nada de lo que hacían y decían los anarquistas caía bien en la autoridad, y cuando muchos de sus cultores se radicalizaron lo que empezó fue una batalla subterránea con los gobiernos. En nuestro país, la infame Ley de Residencia promovida por Miguel Cané fungía de mordaza/guillotina. A quien sacaba los pies del plato en el acto se lo expulsaba de la Argentina. No había derechos que pudieran reclamar.

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“Los anarquistas somos liberales, pero más liberales que los liberales; y somos socialistas, pero más socialistas que los socialistas”. (Nicolas Walter)

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La acusación a Lee Harvey Oswald, por ende la autoría del magnicidio de John F. Kennedy, se sostiene a partir del caprichoso trayecto de la “bala mágica” que bailoteó por el auto que llevaba al presidente de EEUU. Del mismo modo, la condena a muerte a Sacco y Vanzetti se respalda en el hallazgo de una gorra en la escena del crimen. Se supone que era la gorra de Sacco, aunque al momento de probársela no le quedaba. Todas las demás pruebas eran circunstanciales, polémicas, endebles; los testimonios, contradictorios y claramente inducidos. Nada de esto le importó al juez Thayer, cuya animadversión contra los acusados se evidenció desde el primer momento. Thayer era un consecuente y feroz perseguidor de anarquistas, a quienes detestaba. Sentía que esas ideas ponían en riesgo el castillo institucional de su país y obró en consecuencia. No podía esperarse otra cosa que la pena capital, más allá de los testigos que Sacco y Vanzetti habían aportado para respaldar sus coartadas.

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La sentencia dictada en 1921 se hizo efectiva en 1927. Durante esos seis años de espera, mientras se sucedían las apelaciones y los pedidos de anulación del proceso conducido por Thayer, un clamor fue extendiéndose por el mundo. No se reclamaba clemencia, sino justicia, y ese era el argumento reiterado en las numerosas marchas organizadas desde Boston a Londres; de París a Tokio; y por supuesto, en Buenos Aires, donde el caso de Sacco y Vanzetti alcanzó la categoría de causa nacional en el seno de un anarquismo activo y estridente. Pronto personalidades de la política y de la cultura unieron sus voces, también la prensa. Entonces, de Sacco y Vanzetti se hablaba en todas partes.

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Anarquismo y violencia conforman una relación frecuente cuando se revisa ese capítulo de la historia argentina. Se bucea en los hechos y asoman entonces la Semana Trágica, las bombas, los sabotajes. También varios nombres fijados en el imaginario: Simón Radowitzky (mató al comisario Ramón Falcón, responsable de la represión en la “semana roja” porteña); Severino Di Giovanni (fusilado en 1931 al cabo de un interminable raid de atentados); Kurt Wilckens (asesinó al coronel Héctor Varela, quien había ordenado la muerte de cientos de peones durante la llamada “Patagonia trágica”, tema que investigó a fondo Osvaldo Bayer). Y, por supuesto, Salvador Planas, a quien le falló el revólver y eso le salvó la vida al Presidente de la Nación, Manuel Quintana. Esta opción por las armas abrazada por un sector suele invisibilizar las ideas humanistas del anarquismo, de las que menos se habla. Muchos lucharon por liberarse de opresiones varias por el camino de la resistencia pacífica, incluyendo -por ejemplo- la fuerza de la poesía.

SEVERINO DI GIOVANNI. Lo fusilaron en Buenos Aires en 1931, pese a que no existía la pena de muerte en nuestro país. SEVERINO DI GIOVANNI. Lo fusilaron en Buenos Aires en 1931, pese a que no existía la pena de muerte en nuestro país.

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No hubo perdón para Sacco y Vanzetti. Pero una vez ejecutados adquirieron una categoría simbólica que fue, justamente, lo que sus victimarios pretendían evitar. Thayer, el verdadero sicario, vivió hasta el último día mirando por encima del hombro, dominado por el pánico a que se repitiera un ataque como el sufrido en su casa y del que había salido ileso. Pero no así su esposa. Mientras, de la esfera política Sacco y Vanzetti pasaron a la cultura popular. Se escribió una montaña de libros sobre el caso, los llevaron al cine (la mejor: la película de Giuliano Montaldo de 1971, con música de Ennio Morricone y un gigante Ricardo Cucciolla en la piel de Sacco); en nuestro país Mauricio Kartun escribió una obra teatral convertida ya en un clásico.

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Tarde, demasiado tarde, Sacco y Vanzetti fueron reivindicados. Cincuenta años después de haberlos freído en la silla eléctrica, el Estado de Massachusetts declaró oficialmente que habían sido injustamente enjuiciados. “Cualquier deshonor debe ser borrado para siempre de sus nombres”, decretó el gobernador Michael Dukakis (el candidato a presidente por el Partido Demócrata que en 1998 perdió la elección con Bush padre). Nada dijo Dukakis sobre Thayer y la deshonra que había representado para el sistema judicial. Precisamente, contra eso luchaban los anarquistas.

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