La iniciativa de la Municipalidad de San Miguel de Tucumán, de gestionar una huerta comunitaria en un predio cercano a avenida Adolfo de la Vega y La Madrid, no solo debe replicarse en muchos otros puntos de la ciudad, sino de todo el territorio de Tucumán. En variados niveles del Estado, desde el Poder Ejecutivo provincial hasta la comuna más pequeña, pasando por los municipios, deberían impulsar políticas como esta.
El beneficio de que el vecino pueda conseguir verduras y frutas más baratas es, desde lo macro, algo menor. Mucho más importante resulta su efecto en la calidad de vida a largo plazo y en la salud de los ciudadanos.
Las huertas comunitarias responden directamente a dos de las preocupaciones más urgentes de nuestro tiempo: el cuidado del ambiente y la lucha por una alimentación más saludable -se sabe que los consumidores en el ámbito global están prefiriendo productos libres de agroquímicos. En este contexto, el rol del Estado en la promoción y en la gestión de estos espacios resulta clave para impulsar un cambio positivo y sostenible.
Las huertas comunitarias son más que simples espacios de cultivo. Bien entendidas, se convierten en laboratorios vivientes, en los cuales se materializa el compromiso de sus gestores con la sostenibilidad.
Promover el cultivo local reduce la huella de carbono asociada al transporte de alimentos, mientras que el uso de prácticas agrícolas sostenibles ayuda a preservar la biodiversidad y a mejorar la calidad del suelo. Además, se trata de verdaderos pulmones verdes en entornos urbanos, con todos los beneficios que ello implica, en la purificación del aire y en el bienestar de las comunidades cercanas.
El creciente interés por una alimentación más saludable también encuentra respuesta en estas huertas.
En un mundo en el cual la alimentación industrializada y ultraprocesada domina las mesas, la posibilidad de cultivar y de consumir alimentos frescos y orgánicos se convierte en un acto de resistencia. Las huertas comunitarias no solo proveen alimentos de alta calidad nutricional, sino que también educan a las personas sobre la importancia de una dieta balanceada; es decir, fomentan hábitos de vida más saludables.
Con este marco de fondo el rol del Estado resulta clave. Un Gobierno comprometido con el bienestar de sus ciudadanos debe ver en las huertas comunitarias una inversión en salud pública y en la preservación del ambiente. Mediante políticas que faciliten el acceso a recursos, y mediante la capacitación al vecino, el Estado puede potenciar el impacto de estas iniciativas. Además, al promover la participación comunitaria, se fortalece el tejido social, porque se genera un sentido de pertenencia y de responsabilidad.
Las huertas comunitarias, promovidas y gestionadas por el Estado, representan una herramienta poderosa para abordar dos desafíos críticos de nuestro tiempo: la degradación ambiental y la mala alimentación.
En un mundo que enfrenta crisis ambientales y de salud, las huertas comunitarias pueden ayudar a que se produzca un cambio de impacto global, que posibilite que las futuras generaciones tengan una vida más amable.